Nunca permanecía demasiado tiempo allí. No podía conservar libre mi taxi durante todo el rato ni tenerlo estacionado demasiado tiempo. Siempre había más clientes en aquel lugar que en ningún otro sitio del recorrido habitual.
Pero, en la noche de la que hablo, tuvieron una agarrada entre los tres que resultó cosa seria. Ella le atizó al pianista un soberano puñetazo en el rostro. Tenía la mano singularmente pesada la maldita. Lo tiró al suelo con tanta facilidad como lo hubiese hecho un poli. Desde luego, él iba bastante bebido, pero aunque hubiera estado sobrio creo que se habría caído. Sólo que, borracho como una cuba, quedó tendido en la acera, mientras que el otro intentaba reanimarle arreándole bofetadas tales como para arrancarle la cocotera. No pude ver el final porque la chica optó por largarse. Abrió la portezuela del taxi y se sentó a mi lado, en el traspontín. Después encendió un mechero, y se puso a contemplarme colocándomelo debajo de las narices.
– ¿Quiere que encienda la luz?
Contestó que no, y apagó el mechero. Nos pusimos en marcha. Un poco más lejos, después de haber girado en York Avenue, le pregunté la dirección, pues me di cuenta de que todavía no me había dicho nada.
– Todo recto.
A mí me daba lo mismo, claro está; el contador estaba funcionando. Así que continué recto. A esa hora sigue habiendo gente en los barrios de las boîtes, pero en cuanto se deja el centro, se acabó: las calles están desiertas. Nadie lo cree, pero pasada la una, es peor que los suburbios. Algunos coches solamente, y un tipo de vez en cuando.
Después de la idea de sentarse a mi lado, no cabía esperar gran cosa de la normalidad de la chica. La veía de perfil. Tenía el pelo negro llegándole hasta los hombros, y el tono de piel tan pálido que le daba aspecto casi enfermizo. Los labios pintados de un rojo casi negro, daban a su boca la apariencia de una oscura madriguera. El coche seguía su camino. Por fin se decidió a hablar.
– Déjeme conducir.
Paré el automóvil. Estaba decidido a no llevarle la contraria. Había visto la manera en que acababa de poner fuera de combate a su amigo, y no me apetecía en absoluto tener que vérmelas con una hembra como aquélla. Me disponía a echar pie a tierra cuando me agarró por el brazo.
– No merece la pena. Pasaré por encima de usted. Haga sitio.
Se sentó primero sobre mis rodillas y, a continuación, se deslizó a mi izquierda. Era de carnes firmes como una barra de hielo pero su temperatura era muy otra.
Se dio cuenta de que la cosa me había afectado; se puso a sonreír, pero sin malicia. Tenía aspecto de estar casi contenta. Cuando arrancó, pensé que la caja de velocidades de mi viejo cacharro iba a explotar. Nos hundimos como veinte centímetros en los respectivos asientos, tan brutal fue su manera de poner el coche en marcha.
Nos acercábamos a la parte del Bronx después de haber atravesado Harlem River, y seguía pisando el acelerador como una loca. Cuando me movilizaron tuve ocasion de ver conducir en Francia a determinados fulanos. Desde luego sabían darle marcha a un automóvil, pero, aun así, no lo castigaban ni la cuarta parte que aquella furia con pantalones. Los franceses se limitan a ser peligrosos. Ella era un cataclismo. Sin embargo, yo seguía sin decir nada.
¡Oh, el asunto les hace sonreír! Seguramente piensan que con mi estatura y mis músculos habría podido poner en su sitio a la damisela. Pero no, tampoco ustedes lo hubieran intentado después de ver la boca de aquella chica y el aspecto de su cara al volante del coche. Pálida como un cadáver, y aquel agujero negro… La miraba de reojo sin decir ni pío y procuraba estar atento al mismo tiempo. No me hubiese gustado nada que un poli nos hubiera visto a los dos en el asiento de delante.
Como ya he dicho, tampoco podrían ustedes creer la poca gente que se ve a partir de determinada hora en una ciudad como Nueva York. La chica daba una vuelta tras otra metiéndose por no importa qué calle. Circulábamos manzanas enteras sin encontrar ni un gato y, de vez en cuando, distinguíamos a uno o dos individuos. Un mendigo, en ocasiones una mujer y personas que regresaban de su trabajo. Hay tiendas que no cierran antes de la una o las dos de la madrugada y otras que incluso permanecen abiertas toda la noche. Cada vez que veía un fulano sobre la acera de la derecha, la chica daba un volantazo y procuraba pasar rozando el bordillo, lo más cerca posible del individuo en cuestión. Antes de llegar a su altura frenaba un poco. Después, daba un acelerón justo en el momento de pasar a su lado. Yo continuaba sin decir ni mus, pero a la cuarta vez que lo hizo, le pregunté:
– ¿Para qué hace usted eso?
– Supongo que me divierte -contestó.
No respondí nada. Ella me miró. Como no me gustaba que separase los ojos de la calzada mientras conducía, la mano se me fue atomáticamente a sujetar el volante. Entonces, como el que no quiere la cosa, me la golpeó con su puño derecho. Pegaba como un caballo. Se me escapó una maldición, y ella volvió a sonreír.
– Resultan tan ridículos cuando saltan en el aire al oír el ruido del motor…
Sin duda alguna, tenía que haber visto al perro que en aquel momento cruzaba la calle. Me dispuse a agarrarme a algún sitio para prevenir las consecuencias del frenazo. Pero, lejos de aminorar la marcha, aceleró a fondo. Pude sentir el choque y oír el ruido sordo proveniente de la parte delantera del automóvil.
– ¡Cuernos! -exclamé-. ¡Está empezando a pasarse! Un perrazo como ése ha debido abollarme la cafetera…
– ¡Cierra el pico!
Parecía estar en trance. Los ojos le parpadeaban y el cacharro comenzó a hacer ligeras eses. Dos manzanas mas adelante paró junto a la acera.
Intenté bajar para ver si el golpe había dejado señales en la carrocería, pero volvió a cogerme por el brazo. Respiraba resoplando como un caballo.
En aquel momento, su cara… No, no puedo olvidar su cara… Ver a una mujer con esa expresión cuando es uno mismo quien la ha provocado es todo un placer, estamos de acuerdo… Pero estar a kilómetros de pensar en eso y verla así de repente… Había cesado de moverse y se limitaba a apretar cada vez con más fuerza el puño. Babeaba un poco. Tenía húmedas las comisuras de los labios.
Miré hacia fuera. No sabía dónde estábamos, pero no había nadie. Su pantalón se abría con un cierre de cremallera. En el interior de un coche, por regla general, no suele quedar uno demasiado satisfecho. Pero, a pesar de eso, nunca olvidaré aquella vez. Ni siquera mañana, cuando los muchachos me hayan afeitado ya la cabeza.
Un poco después la hice volver a pasar a la derecha y cogí de nuevo el volante. Casi inmediatamente me obligó a parar el coche. Se arregló lo mejor que pudo, sin parar de jurar como un carretero, y echó pie a tierra para acomodarse en la parte de atrás. Acto seguido me dio la dirección de una sala de fiestas a la que tenía que ir a cantar. Intenté darme cuenta de dónde nos encontrábamos. Me sentía perdido, como cuando uno se levanta después de un mes de convalecencia. Pero conseguí mantenerme en pie, cuando a mi vez, bajé para echar un vistazo a la parte delantera dcl coche. No tenía nada. Apenas una mancha de sangre extendida sobre la aleta derecha por efecto de la velocidad. Podía tratarse de cualquier tipo de mancha.
Lo más rápido era dar media vuelta y regresar por el mismo camino.
La veía en el retrovisor. Iba fisgoneando por el cristal de la portezuela. Cuando distinguí la mancha negra de la carroña sobre la acera, volví a oírla. De nuevo respiraba con más fuerza. El perro se movía todavía un poco. Debíamos haberle quebrado los riñones, y el animal se había arrastrado hasta el bordillo. Sentí ganas de vomitar y me noté desfallecer, pero, a mi espalda, ella comenzo a reírse. Viendo que me sentía mal, se puso a injuriarme en voz baja. Me decía cosas terribles, y hubiera podido poseerla otra vez allí mismo, en mitad de la calle.