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La operación tuvo lugar sin tropiezos en lo concerniente al Cadillac, por el que le dieron un millón trescientos mil francos al contado, pues las documentaciones falsas para los Cadillac, que en la actualidad se imprimen en serie, acababan de salir a la venta y podían encontrarse en todos los estancos.

Antes de volver a casa, Clams fue al encuentro de un comerciante de disfraces que conocía. Un cuarto de hora después se reunía con Gaviale. Todo estaba en regla. Consigo llevaba un voluminoso paquete.

– Ya está, querida mía -dijo-. Aquí traigo el uniforme. Tiene de todo, hasta hacha. Dispondrás de tu coche de bomberos cuando lo desees.

– ¿Podremos pasearnos en él el domingo?

– Desde luego.

– ¿Y tendrá una escalera muy grande?

– Tendrá una escalera muy grande.

– ¡Querido, te quiero!

Véronique protestó, pues consideraba que dos hermanos era más que suficiente.

En la cárcel, a Dodilongo se le hacía el tiempo luengo. Escuchó pasos que se acercaban, y se levantó para ver quién era. El carcelero se detuvo delante de su puerta, y la llave hurgoneó en la cerradura. Clams Jorjobert pasó al interior.

– Hola -dijo.

– Se te saluda, viejo -respondió Dodilongo-. Muy amable de tu parte venir a hacerme compañía. El tiempo se me estaba haciendo demasiado luengo.

Los dos se rieron a pesar de que la astucia lingüística quedó hecha ya unas líneas más arriba.

– ¿Por qué estás aquí? -preguntó Léon.

– Por una tontería -suspiró Jorjobert-. Acababa de birlar el coche de bomberos… Pero las mujeres son insaciables. Se le antojó una carroza fúnebre.

– Es una exagerada -dijo Dodilongo comprensivo, pues su mujer nunca había pasado del autocar de treinta y cinco plazas.

– ¿Verdad que sí? -continuó Clams-. Bueno, el caso es que compré un ataúd, me metí dentro y me fui a buscar la dichosa carroza.

– No comprendo por qué tuvo que salirte mal -dijo Dodilongo.

– ¿Alguna vez has intentado caminar metido dentro de un ataúd? -prosiguió Clams-. Me hice un lío con los pies y, al caer, aplasté a un perrito. Como era el de la esposa del director de la prisión, la cosa vino por sí sola. ¿Te das cuenta?

Léon Dodilongo meneó la cabeza.

– ¡Caramba! -dijo-. Mala pata…

(1947)

UNA TRISTE HISTORIA

El reflejo amarillento de la farola se encendió en el vano negro y vidriado de la ventana. Eran las seis de la tarde. Ouen miró y suspiró. Apenas si había avanzado en la construcción de su trampa para palabras.

Detestaba aquellos cristales sin visillos. Pero aborrecía aún más los visillos, y maldijo la rutinaria arquitectura de los inmuebles destinados a vivienda, agujereados con huecos desde hacía milenios. Muy afligido, volvió al trabajo. Faltaba dar el toque final al montaje de los dientes del descompaginador, gracias al cual, las frases resultarían divididas en palabras a las que, a continuación, se procedería a capturar. Casi por gusto se había complicado la tarea negándose a considerar las conjunciones como palabras verdaderas. Eran demasiado escuetas para reconocerles el derecho a tan noble denominación, y estaba procediendo a eliminarlas para reunirlas acto seguido en los palpitantes receptáculos donde se amontonaban ya los puntos, las comas y los demás signos ortográficos, en espera de ser definitivamente eliminados mediante filtración. Trivial procedimiento, en verdad, técnica desprovista de originalidad, pero muy difícil de poner en práctica. Mientras lo intentaba, Ouen se estaba comiendo las falangetas.

Aquello ya era trabajar demasiado. Dejó descansar las delicadas bruselas de oro, hizo saltar mediante una contracción del hueso malar la lupa, que apretaba contra el ojo, y se levantó de repente. Sus miembros le exigían expansión. Se sentía enérgico y confuso. Salir le vendría bien.

La acera de la desierta callejuela se deslizaba bajo sus pies. A pesar de la costumbre, a Ouen le seguían irritando aquellas maneras furtivas y en exceso cautelosas. Se pasó al borde de la calzada, cubierta de excrementos y acotada, bajo el relumbrón de los globos halógenos, por la orilla oleosa de una cuneta con agua ya corrompida.

La caminata le sentó bien, y el aire, que subía a lo largo de sus tabiques nasales para llegar a lamerle a contrapelo las circunvoluciones del cerebro, le descongestionaba paulatinamente ese pesado, voluminoso y bihemisférico órgano. Se trataba del efecto normal, pero a Ouen le seguía asombrando.

Dotado de una incurable candidez, lo vivía todo mucho más que los demás.

Llegado al final del corto callejón, dudó al encontrarse en una encrucijada. Incapaz de escoger, optó por continuar recto. Tanto babor como estribor carecían de argumentos. La línea recta, por su parte, llevaba directamente al puente. Desde él podría contemplar el agua de ese día, sin duda poco distinta, en cuanto a aspecto, de la del día anterior. Pero la apariencia no es más que una de las mil cualidades del agua.

Al igual que el callejón, la calle estaba desierta y salpicada de luces húmedas y amarillas, cuyas jaspeaduras transformaban el asfalto en salamandra. Esta trepaba un poco hasta el caballete del pétreo arco travesero del río, para devorarlo sin reposo. Ouen se acodaría en el pretil en el caso de que ni río arriba ni río abajo hubiera observadores. Pero si había ya algunos individuos estudiando la corriente, resultaría inútil añadir otra mirada a todos aquellos conos visuales lúbricamente enredados. En ese caso, bastaría con proseguir hasta el siguiente puente, desierto siempre porque en él se cogían impétigos.

Dos jóvenes sacerdotes pasaron furtivamente por su lado condensado cn negro la nada de la rúa. De vez en cuando se paraban para besarse lánguidamente en la boca bajo las umbrías bóvedas de las puertas cocheras. Ouen se enterneció. Decididamente había hecho bien en salir. En la calle siempre pueden verse espectáculos reconfortantes. Su paso se hizo más alegre y, al instante, resolvió mentalmente las últimas pegas de montaje de su trampa para palabras. Qué pueriles resultaban en el fondo. A ciencia cierta, un mínimo de atención bastaría para dominarlas, aplastarlas, fulminarlas, descuartizarlas, desmembrarías y, en una palabra, hacerlas desaparecer.

A continuación se cruzó con un general que llevaba un prisionero rabioso sujeto al extremo de una traílla de cuero. Para que no pudiese hacer daño al general, le habían trabado los pies y las manos las tenía atadas detrás del cuello. Cuando le daba por bufar, el general tiraba de la traílla, y al prisionero no le quedaba otro remedio que morder el polvo. El general caminaba de prisa pues, terminada su jornada, volvía a casa para devorar su acostumbrada sopa de letras. Como cada anochecer, compondría su nombre en el borde del plato en tres veces menos tiempo que el prisionero. Y bajo la furiosa mirada de este último, se tragaría, en consecuencia, las raciones de ambos. El prisionero carecía de suerte: se llamaba Joseph Ulrich de Saxakrammerigothensburg, mientras que el general se llamaba Pol. Pero Ouen no podía adivinar semejante detalle. Incapacidad no obstante la cual, se fijó en las puntiagudas y acharoladas botas del general y pensó que en la situacion del prisionero no se encontraría nada bien. Por otra parte, en la del general tampoco. Pero aquél no había escogido su situación, en tanto que la de éste era voluntaria. Y es que no es fácil encontrar aspirantes al oficio de prisionero mientras que, por el número de candidatos, la elección resulta difícil cuando se trata de reclutar poceros, policías, jueces y generales. Prueba de que hasta las más sucias tareas han de tener, sin duda, sus encantos… Ouen se perdió en una remota meditación sobre las profesiones desheredadas. Ciertamente, valía diez veces más dedicarse a construir trampas para palabras que ser general. Diez parecía resultar incluso un pobre exponente. Pero no importaba. Aun así, el principio quedaba enunciado.