Los estribos del puente estaban erizados de faros telescópicos de muy agradable efecto y destinados, por añadidura, a servir de guía a la navegación. Ouen, que los apreciaba en lo que valían, pasó por su lado sin mirarlos. Viendo cercano el final de su paseo, aceleró. Entretanto, se sintió intrigado. A un lado del puente, una silueta extrañamente corta había rebasado el parapeto. Apretó todavía más el paso. Se trataba de una joven que se mantenía en pie por encima del agua sobre una pequeña cornisa en forma de gola, provista además de un saledizo para la evacuación sin empecimiento de las aguas meteóricas. Parecía estar dudando sobre si arrojarse o no a la corriente. Ouen se acodó a sus espaldas.
– Estoy listo -le dijo-. Hágalo de una vez.
Ella le miró indecisa. Era una bonita muchacha de color beige.
– Me pregunto si debo saltar puente arriba o puente abajo. Si lo hago por la parte de arriba, tengo, claro está, una posibilidad de quedar atrapada por la corriente y de resultar golpeada contra un pilar. Si por la de abajo, me beneficiaré de los torbellinos. Pero también puede ocurrir que, aturdida por la zambullida, me dé por agarrarme a un pilar. Y tanto en el primero como en el segundo de los casos quedaría a la vista de todos y, probablemente, atraería la atención de algún alma caritativa.
– El problema es digno de ser meditado -dijo Ouen-. No puedo más que aplaudirla por haber decidido tratarlo con tanta seriedad. Naturalmente, me tiene a su completa disposición para ayudarla a resolverlo.
– Es usted muy amable -replicó la joven con su boquita pintada de rojo-. El dilema me perturba hasta tal punto que ya ni sé qué pensar.
– Tal vez pudiéramos reflexionar con más calma en un café -propuso Ouen-. Discuto mal sobre cualquier tema si no es bebiendo algo. ¿Podría invitarla a alguna cosa? Tal vez con ello le facilitaría, además, la consiguiente congestión ulterior.
– Acepto de muy buen grado -dijo la joven.
Ouen la ayudó a volver a pasar al puente y, al hacerlo, pudo constatar que disponía de un cuerpo astutamente redondeado en los lugares más salientes, y por lo tanto más vulnerables. La galanteó al respecto.
– Sé perfectamente que debería sonrojarme -repuso ella-, pero, en realidad, no tengo más remedio que darle toda la razón. Sí, estoy muy bien constituida. Observe, por ejemplo, mis piernas.
Dicho lo cual, se levantó la falda de franela y Ouen pudo contemplar a su albedrío tanto las piernas como su no fingida rubicundez.
– Veo lo que quiere decir -comentó con los ojos ligeramente salidos de las órbitas-. Muy bien, vamos a tomar un trago y, cuando hayamos llegado a una conclusión, volveremos aquí para que pueda tirarse por el lado más ventajoso.
Se pusieron en marcha dándose el brazo, con el paso sincronizado y los dos muy contentos. Ella le dijo su nombre: Flavie. Y tal prueba de confianza acrecentó el interés que ya suscitaba en Ouen.
Cuando estuvieron instalados bien a resguardo en un modesto establecimiento frecuentado por los marineros y sus barcazas, la chica volvió a tomar la palabra.
– No quisiera que me tuviese por idiota -comenzó diciendo-, pero la incertidumbre que acabo de experimentar en el momento de la elección de sitio para mi suicidio, la vengo padeciendo desde siempre. Por lo tanto ya era hora de que la zanjase, al menos en esta ocasión. En caso contrario muerta sería para siempre una imbécil y una dejada.
– El mal proviene -admitió Ouen- de que no siempre se da un número impar de posibles soluciones. En su caso, ni la parte de lo alto, ni la de lo bajo del puente parecen por completo satisfactorias. Así, no hay quien se escabulla del dilema. Esté donde esté situado un puente sobre un río, siempre delimita esas dos semizonas.
– Salvo si está en su nacimiento -observó Flavie.
– ¡Exacto! -exclamó Ouen encantado por su presencia de espíritu-. Pero en su nacimiento los ríos suelen ser muy poco profundos.
– Ahí está lo malo -dijo Flavie.
– Sin embargo -dijo Ouen-, queda la posibilidad de recurrir al puente colgante.
– Me pregunto si eso no significaría tanto como hacer trampa.
– Y volviendo a la idea del nacimiento, el del Touvre [17] especialmente, tiene un caudal suficiente para cualquier tipo de suicidio ordinario.
– Sí, pero está demasiado lejos -replicó ella.
– Por la región del Charente -constató Ouen.
– Bueno, pero si la cosa se convierte en un trabajo -dijo Flavie-, si para ahogarse hay que tomarse tantas molestias como para todo lo demás, es para sentirse desesperado. Para suicidarse incluso.
– Ya que lo menciona -dijo Ouen, a quien hasta entonces la cuestión no se le había ocurrido- ¿a qué se debe este gesto tan concluyente?
– Es una triste historia -respondió Flavie, secándose una sola lágrima, de la que, por lo mismo, estaba resultando una falta de simetría muy molesta.
– Ardo en deseos de oírla -reveló Ouen en ascuas.
Volvió a apreciar la sencillez de Flavie. Ésta no se hizo de rogar para contarle su caso. Tenía conciencia, sin duda, del superior interés de una confidencia de tal género. Por su parte, Ouen esperaba un relato bastante largo. Ordinariamente, una linda muchacha tiene ocasión de numerosos contactos con sus semejantes, del mismo modo que una rebanada de pan con mermelada tiene más posibilidades de reunir información sobre la anatomía y las costumbres de los dípteros que un cilicio ingrato y pinchoso. De tal modo, la historia de la vida de Flavie estaría sin duda empedrada de hechos y acontecimientos de los que podría sacarse moraleja de utilidad. De utilidad para Ouen, por supuesto, pues la moraleja de la historia personal no vale nunca más que para otro. Uno mismo conoce siempre demasiado bien las secretas razones que le obligan a narrarla de manera constrenida, amañada y truncada.
– Nací -comenzó Flavie- hace ya veintidós años y ocho doceavos, en un pequeño castillo normando de los alrededores dc Quettehou. Una vez hecha fortuna, mi padre, exprofesor de modales en el Instituto de Mademoiselle Désir, se retiró a él para gozar apaciblemente de su dama de compañía y de los frutos de un trabajo pertinaz. Mi madre, una de sus antiguas discipulas a la que le costó mucho seducir pues era bastante feo, no le había seguido hasta allí, y vivía en París en alterno concubinato con un arzobispo y un comisario de policía. Desaforado anticlerical, mi progenitor ignoraba las relaciones de su esposa con el primero pues, en caso contrario, hubiese solicitado el divorcio. Pero, por el contrario, se alegraba del semiparentesco que lo unía al sabueso, pues le permitía humillar a tan honesto funcionario burlándose de él por contentarse con sus sobras. Mi padre poseía además una considerable fortuna bajo la forma de una pequeña parcela (que le venía de su abuelo) situada en París, en la Plaza de la Ópera. Mucho le gustaba acercarse hasta ella los domingos, para cultivar alcachofas ante las narices y las barbas de los un tanto atónitos conductores de autobús. Como puede comprobar, despreciaba el uniforme bajo cualquiera de sus aspectos…
– ¿Y dónde queda usted a todo esto? -preguntó Ouen experimentando la sensación de que la moza se estaba yendo por las ramas.
– Es verdad.
Flavie bebió un buchecito de la verde bebida. Y, sin mas ni más, se puso a llorar silenciosamente, como si se tratase del grifo ideal. Parecía desesperada. Debía estarlo. Emocionado, Ouen le cogió la mano y acto seguido la soltó, porque no sabía qué hacer con ella. Entretanto, Flavie se calmaba.
– Soy una verdadera estúpida -dijo.
– En absoluto -protestó Ouen, que la encontraba demasiado severa para consigo misma-. La culpa es mía por haberla interrumpido.
– Le acabo de contar una retahila de mentiras -continuó ella-. Por falso orgullo pura y simplemente. En realidad, el arzobispo no era más que un mero obispo, y el comisario un guardia de tráfico. En cuanto a mí, soy una pobre costurera a la que cuesta mucho esfuerzo llegar a empalmar dos cabos. Mis clientes son pocas y desagradables, unas verdaderas pestes. Se diría que les divierte verme deslomarme. No tengo dinero, estoy hambrienta y soy muy desgraciada. Mi amigo está en la cárcel. Vendió determinados secretos a una potencia extranjera, y le arrestaron por hacerlo por encima de las tarifas oficiales. El recaudador de contribuciones me exige cada vez más dinero. Es tío mío, y si no paga sus deudas de juego, mi tía y sus seis hijos se verán abocados a la ruina. ¿Se da cuenta? El mayor no tiene más que treinta y cinco años. ¡Si usted supiese lo que se come a esa edad!