Sollozaba amargamente. Parecía destrozada.
– Noche y día tiro de la aguja sin resultado -prosiguió- porque ni siquiera tengo dinero para comprar una bobina de hilo.
Ouen no sabía qué decir. Le dio unos golpecitos en el hombro y pensó que sería preciso levantarle la moral. ¿Pero cómo? Las cosas no se consiguen simplemente soplando. A menos que… ¿Acaso lo ha probado alguien alguna vez?
Sopló.
– ¿Qué le ocurre? -preguntó la joven.
– Nada -respondió él-. Estaba suspirando. Su historia me traspasa.
– ¡Oh! -continuó la chica-. Lo que ha oído hasta ahora no es casi nada. Apenas si me atrevo a contarle lo peor.
Afectuosamente, Ouen le acarició un muslo.
– Confíese a mí. Alivia.
– ¿Le alivia a usted?
– Dios mío -dijo-, son cosas que se dicen. Frases hechas, lo reconozco.
– ¿Pero qué importa? -preguntó ella.
– ¿Pero qué importa? -repitió él.
– Otra circunstancia que contribuye a convertir mi vida en un infierno -prosiguió Flavie- es mi indigno hermano. Duerme con su perro, escupe en el suelo desde que se levanta, no cesa de pegarle puntapiés en el trasero al gato, y eructa varias veces seguidas cada vez que pasa junto a la portera.
Ouen se quedó sin habla. Cuando la lubricidad y el desviacionismo pervierten hasta tal punto el espíritu de un hombre, se descubre uno incapaz de hacer comentarios.
– ¿Qué le parece? -continuó Flavie-. Si es así a los dieciocho meses ¿qué no hará cuando sea mayor?
Dicho lo cual, estalló en sollozos poco numerosos, ciertamente, pero muy recios. Ouen le dio golpecitos en la mejilla, pero estaba ella llorando con tan ardientes lágrimas, que se vio forzado a retirar con presteza sus chamuscados palpos.
– ¡Oh! -dijo-. ¡Pobrecita mía!
Es lo que la muchacha estaba esperando.
– Como ya le he dicho -continuó-, le falta aún por oír lo más bonito de todo.
– Cuente, cuente -insistió Ouen, dispuesto a soportar cualquier cosa.
Cuando empezó a contarle, se apresuró a introducirse cuerpos extraños en las orejas para dejar de oírla. Lo poco que alcanzó a escuchar le dejó un malsano calofrío que llegó a empaparle la ropa interior.
– ¿Es todo? -preguntó finalmente con el fuerte tono de voz de los que acaban de quedarse sordos.
– Es todo -respondió Flavie-. Ahora me siento mejor.
Se bebió de un trago el vaso, dejando sobre la mesa el contenido de aqueste. La chiquillada no logró desfruncir el ceño de su interlocutor.
– ¡Desgraciada criatura! -suspiró éste por fin.
Sacó su cartera a la luz y llamó al camarero, quien se acercó con visible repugnancia.
– ¿Me ha llamado el señor?
– Sí -dijo Ouen-. ¿Qué le debo?
– Tanto -contestó el mozo.
– Aquí tiene -dijo Ouen, dejándole algo más.
– No se lo agradezco -advirtió el camarero-. El servicio estaba incluido.
– Perfecto -dijo Ouen-. Aléjese, huele mal.
Vejado, y lo tenía bien merecido, el camarero se alejó. Flavie miraba a Ouen con admiración.
– ¡Tiene usted dinero!
– Tómelo todo -dijo Ouen-. Le hace más falta que a mí.
La muchacha quedó tan llena de estupor como si estuviera ante las barbas de Papá Noel. Su expresión resulta difícil de describir, pues nadie ha estado nunca delante de las barbas de dicho señor.
Ouen volvía solo a casa. Era muy tarde, y no quedaba más que una farola encendida de cada dos. Las demás dormían de pie. Caminaba con la cabeza gacha pensando en Flavie, en la alegría que había demostrado cuando le entregó todo su dinero. Se sentía enternecido. No le quedaba en la cartera ni un solo billete, pero pobre chica. A sus años se siente uno como perdido sin medios de subsistencia. De repente le vino a la cabeza que, cosa extraña, tenían ambos exactamente la misma edad. Menesterosa hasta tal punto. Ahora que se lo había llevado todo, comenzaba él a darse cuenta del efecto que la cosa puede hacer. Miró en su derredor. La calle resplandecía, incolora, y la luna estaba justamente sobre la vertical del puente. Ni un solo céntimo en el bolsillo. Y la trampa para palabras por terminar. La desierta calle se pobló de improviso con el cortejo nupcial de un sonámbulo, pero el ceño de Ouen no se desarrugó. Volvió a pensar en el prisionero. Para él las cosas eran sencillas. Para sí mismo también, en el fondo. El puente estaba cada vez más cerca. Ni un céntimo en el bolsillo. Pobre, pobre Flavie. No, pobre no, en aquellos momentos ya no lo era. Pero qué historia tan conmovedora la suya. No era posible que pudiera darse tamaña calamidad. Suerte que él acertara a pasar por allí. Suerte para ella. ¿A todo el mundo le ocurre que alguien llegue tan a tiempo?
Pasó las piernas por encima del pretil y aseguró los pies sobre la pequeña cornisa. Los ecos del cortejo nupcial se deshilaban a lo lejos. Miró a derecha e izquierda. Decididamente, la muchacha había tenido suerte con que él acertara a pasar. No se veía ni un gato. Alzó los hombros. Se palpó el vacío bolsillo. Evidentemente, inútil seguir viviendo en tales condiciones. ¿Pero por qué aquella historia de puente arriba o puente abajo?
Sin más averiguaciones, se dejó caer sobre la corriente. Sí, era exactamente como había pensado: se iba uno a pique. El lado del puente importaba poco.
(1952)
EL PENSADOR
Fue el día en que cumplía once años cuando el pequeño Urodonal Carrier paró mientes, de manera repentina, en la existencia de Dios. La Providencia, en efecto, le reveló de improviso su condición de pensador y, si se considera que hasta entonces se había acreditado como completamente idiota en todos los terrenos, mal se podría creer que el Señor no hubiese tenido parte en tan súbita transformación.
Con la mala fe que les caracteriza, los habitantes de La-Houspignole-sur-Côtés me objetarán, sin duda, la caída de cabeza sufrida la víspera por el pequeño Urodonal, así como los nueve almadreñazos que en la misma mañana de su aniversario le propinó el bueno de su tío, al sorprenderle comprobando por sí mismo si la sirvienta se cambiaba de ropa interior cada tres semanas, como tenía ordenado su padre. Pero es que la aldea está llena de ateos, mantenidos en el pecado por las malévolas peroratas de un maestro de instrucción primaria de la antigua escuela, mientras el párroco se pone como una cuba todos los sábados, cosa que resta bastante crédito a su sagrada predicación. Sin embargo, cuando se carece por completo de experiencia previa, no se convierte nadie en pensador sin que surja la tentación de atribuir la responsabilidad a una Fuerza Superior y, en tales circunstancias, lo más indicado es agradecérselo a Dios.
La cosa sucedió de manera muy sencilla. Durante el retiro espiritual que precede a la primera comunión, al señor cura, que estaba sobrio de milagro, se le ocurrió preguntar:
– ¿A qué se debió la caída de Adán y Eva?
Nadie supo responder, pues en el campo no es pecado hacer el amor. Pero Urodonal levantó la mano.
– ¿Lo sabes tú? -se extrañó el párroco.
– Sí, señor cura -dijo Urodonal-. Se debió a un error del Génesis.
El sacerdote notó pasar las alas del Espíritu Santo, y se volvió a poner el alzacuello por temor a la corriente de aire. A continuación dio recreo a los rapaces y se sentó para meditar. Tres meses más tarde, todavía meditando, dejó la aldea y se hizo ermitaño.