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– Mucho alcance tiene lo que dijo -no hacía más que repetir.

2

La reputación de Urodonal como pensador se estableció desde aquel día con notable solidez en todo La-Houspignole. Se acechaban sus frases más insignificantes. Pero hay que reconocer que el Espíritu no volvió casi a manifestarse. Sin embargo cierto día, en clase de física y a propósito de una lección sobre corrientes eléctricas, el profesor le preguntó:

– Así que ¿qué es lo que significa la desviación de la aguja de este galvanómetro?

– Que hay corriente… -contestó Urodonal.

Pero eso no fue nada. Luego prosiguió:

– …Que hay corriente o que el galvanómetro está estropeado… Si lo abre encontrará, sin duda, un ratón en su interior.

Como consecuencia se concedió una beca al pequeño Urodonal, que por entonces contaba catorce años, quien terminó sus estudios sin volver a expresar nada novedoso. Pero ya se sabía de lo que era capaz.

Al final de sus estudios volvió a conquistar una resonante victoria en clase de filosofía.

– Voy a leerles un pensamiento de Epícteto -había anunciado el profesor.

Y leyó:

«Si quieres avanzar por la senda de la sabiduría, no te importe pasar por imbécil e insensato en las cosas de este mundo.»

– Y viceversa… -dijo en voz baja Urodonal.

El profesor se inclinó ante él.

– Nada tengo que enseñarle, querido hijo mío -dijo.

Como Urodonal se levantase y saliese dejando la puerta entreabierta, el profesor llamó su atención de manera muy amistosa.

– Urodonal… recuerde… una puerta sólo puede estar abierta o cerrada…

– Una puerta -replicó Urodonal- puede estar abierta, cerrada o desmontada… cuando hay necesidad de reparar su cerradura.

Dicho lo cual se alejó y tomó el tren para París con la intención de conquistar la capital.

3

Una vez en París, lo primero que Urodonal pensó es que el olor de la estación de metro de Montmartre recordaba el de los retretes del campo, pero se guardó tal constatación para sí, juzgándola sin interés para los parisinos. A continuación intentó encontrar trabajo.

Meditó largamente antes de decidir la actividad a la que deseaba consagrarse. Como en La-Houspignole había formado parte de la charanga municipal en calidad de segundo cornetín suplente quiso orientarse hacia la música.

Le era preciso, sin embargo, una justificación. Con su habitual talento, se dispuso a cncontrarla de inmediato. La música, se dijo, edulcora las costumbres. Ahora bien, las costumbres severas son indispensables para todo hombre de pro. En consecuencia, no estaría bien ser músico. No obstante, los habitantes de esta Babilonia no tienen moral alguna. Por lo tanto la música no representa para ellos ningún peligro.

Como puede verse, los estudios habían desarrollado el sentido crítico de Urodonal hasta un punto que bien puede ser considerado perturbador. Pero, no se trataba de un hombre normal, y su organismo era lo bastante vigoroso como para soportar un cerebro excepcional.

La música dejaba mucho tiempo libre a Urodonal, quien decidió cambiar de rumbo y adentrarse en la literatura.

Unas cuantas tentativas fracasadas, en vez de agotar su genio, le inspiraron un epigrama:

– El éxito de un autor depende de su mayor o menor capacidad para identificarse sobre el papel con un imbécil -confió a sus amigos.

En su vida sentimental, Urodonal también resultaba prodigioso.

– Decir «tú ya no me amas» -aseguraba a Marinouille, su celosa amiguita- es tanto como decir «ya no creo que me ames». Y eso ¿cómo puedes saberlo?

Palabras que dejaron muda a Marinouille.

Sin embargo, a un tipo de la envergadura de Urodonal no le podía satisfacer la mediocre existencia que llevaba entre Marinouille y su cornetín.

– Vivir peligrosamente… -repetía de vez en cuando, con salvajes destellos discurriendo por su indomable mirada.

Y cierto día, Marinouille le encontró muerto en la cama. Desde hacía poco venía estrechando culpables relaciones con un joven descarriado de crapulosas costumbres, que se había evadido de un penal en el que purgaba tres meses de prisión por el asesinato de doce personas.

Sin embargo, Urodonal no tenía nada de vicioso. La explicación de su triste final se encontró en una recopilación de pensamientos inéditos que no contenía más que uno, escrito en la primera página.

«Qué puede ser que más peligroso que hacerse matar», había anotado Urodonal.

Una verdad como un templo.

(1949)

FIESTA EN CASA DE LÉOBILLE

Castigados por el ondulado rayo de sol que traspasaba el emparrillado de la persiana, los párpados de Folubert Sansonnet tenían, vistos desde dentro, un agradable color rojo anaranjado, y a Folubert le hacía sonreír su sueño. Estaba caminando con paso ligero por el blanco, mullido y cálido balastro del jardín de las Hespérides, y lindos y sedosos animales se acercaban a lamerle los dedos de los pies. En ese mismo momento se despertó. Del dedo gordo se quitó a Frédéric, su caracol amaestrado, y lo volvió a poner en la posición adecuada para que funcionase a la mañana siguiente. Frédéric refunfuñó, pero no dijo nada.

Folubert se sentó en la cama. A esa hora de la mañana acostumbraba a tomarse el tiempo de reflexionar para todo el día, evitándose así las múltiples desazones con que se enmarañan esos seres desordenados, escrupulosos e inquietos a quienes la mínima acción que deban emprender da pretexto para divagaciones sin numero (perdóneseme la longitud de esta frase) y muy a menudo sin utilidad, pues acaban por olvidarlas.

Tenía que reflexionar sobre:

1) Cómo se iba a emperifollar.

2) Cómo se iba a alimentar.

3) Cómo se iba a distraer.

Y eso era todo, porque como era domingo, la búsqueda de dinero constituía un problema resuelto ya.

Folubert reflexionó, pues, y en el orden mencionado, sobre aquellas tres cuestiones.

Se aseó cuidadosamente, cepillándose los dientes con vigor y sonándose la nariz con los dedos. A continuacion se vistió. Los domingos comenzaba por la corbata y terminaba por los zapatos, lo cual constituía un excelente ejercicio. Sacó del cajón un par de calcetines a la moda formados por franjas alternadas: una franja azul, ninguna franja, una franza azul, ninguna franja, et caetera. Con aquel tipo de calcetines podía pintarse los pies del color que quisiera, color que quedaba a la vista entre las franjas azules. Como se sentía un algo apocado, eligió un bote de pintura verde manzana.

En cuanto al resto, se puso los indumentos de todos los días, así como una camisa azul y ropa interior limpia, pues estaba pensando en el tercer punto.

Desayunó un arenque en angarillas rociado con aceite dulce y un trozo de pan tierno como el ojo y, como el ojo, franjeado por largas pestañas rosadas. Por fin se permitió pensar en su domingo. Era el cumpleaños de su amigo Léobille y se celebraba una fiesta sorpresa en su honor.

Folubert se perdió en una larga ensoñación pensando en otras fiestas sorpresa. Sufría, en efecto, de complejo de timidez, y envidiaba en secreto la desenvoltura de los demás invitados del día: le hubiera gustado tener la ductilidad de Grouznié unida al ímpetu de Doddy, a la deslumbrante y encantadora elegancia de Rémonfol, a la atractiva tiesura del jeque Abadibaba y al lucífero desparpajo de cualquiera de los integrantes de la peña del Club des Lorientais.

Sin embargo, Folubert tenía preciosos ojos color castaña de Indias, una cabellera delicadamente lacia y una simpática sonrisa, que le permitía conquistar todos los corazones sin que él llegara siquiera a sospecharlo. Pero nunca se atrevía a sacar provecho de su agraciado físico, y permanecía siempre solo, mientras sus camaradas bailaban elegantemente con lindas mozas tanto el swing como el jitterbug o la barbette francesa.