– Me he cargado a ese sucio animal -dijo-. Ocúpate de deshacerte de los restos.
– Pero… -acerto a decir la hermana de Léobille.
Y acto seguido se deshizo en llanto, el timbre vivía con ellos desde hacía ya tanto tiempo que era como si formara parte de la familia. A continuación, escapó a toda carrera hacia su cuarto, mientras el Mayor, encantado, con gesto a medias de perro y a medias de lobo, volvió a guardarse la pistola en el bolsillo.
Llegó Léobille. Lleno de inocencia, le tendió la mano al Mayor.
Éste se apresuró a depositar en ella un enorme excremento que acababa de coger del suelo ante la puerta del edificio.
– Aparta, tío -le dijo a Léobille con voz estremecedora.
– Oye… Espero que no rompas nada…
– Voy a ponerlo todo patas arriba -respondió el Mayor con la mayor frialdad del mundo, al tiempo que enseñaba los dientes.
Se acercó otra vez a Léobille, barrenándole las órbitas oculares con una insostenible mirada de su ojo de cristal.
– ¿O sea que vas contando por ahí que trabajo, tío? -dijo-. ¿Vas diciendo que me estoy volviendo honrado? ¿Te permites manejos tan sucios como ésos…?
Respiró profundamente y rugió.
– Pues ya puedes empezar a anunciar, tío, que tu fiesta va a resultar un poquito humeante.
Léobille palideció. Mantenía todavía en la mano la cosa que el Mayor le había depositado en ella, y ni siquiera se atrevía a moverse.
– Yo… yo no quería molestarte… -dijo.
– Más vale que cierres el pico, tío -dijo el Mayor-. Por cada palabra de más se te impondrá un recargo.
A continuación deslizó el pie derecho detrás de las piernas de Léobille, a quien empujó de manera brutal. Léobille se derrumbó.
Los invitados no se habían dado cuenta de casi nada. Como en toda fiesta que se precie, estaban demasiado ocupados bailando, bebiendo, charlando y desapareciendo por parejas en el interior de las habitaciones desocupadas.
El Mayor se dirigió hacia la barra. No lejos de ella, todavía desesperado, Folubert se apolillaba en el sillón. De pasada, el Mayor lo levantó agarrándole por el cuello de la chaqueta y volvió a ponerlo sobre sus pies.
– Ven a beber conmigo -le dijo-. No me gusta beber solo.
– Pero… si yo no bebo nunca… pero si yo… -respondió Folubert.
Como conocía un poquitín al Mayor, no se atrevió a llevar más allá su negativa.
– Venga -dijo el Mayor-. Menos gaitas.
Folubert miró hacia donde estaba Jennifer. Por suerte, ésta tenía la cabeza vuelta en otra dirección y discutía animadamente. Por desgracia, mejor dicho, pues tres jóvenes la rodeaban en aquel momento, mientras otros dos estaban a sus pies y un sexto la contemplaba desde lo alto de un armario.
Léobille, entretanto, se había levantado sin ruido y se disponía a salir discretamente en busca de las fuerzas custodias del orden, pero de repente se le ocurrió que si a las fuerzas en cuestión les daba por tomarse la molestia de curiosear en el interior de las habitaciones, sería él, Léobille, quien acabaría pasando la noche a la sombra.
Además, conocía al Mayor, y estaba seguro de que no le permitiría salir.
En efecto, el Mayor, que no había cesado de vigilar a Léobille, le dirigió una mirada que le inmovilizó.
A continuación, manteniendo todavía a Folubert agarrado por el cuello, volvió a sacar la pistola y, sin parpadear siquiera, hizo saltar en pedazos el gollete de una botella. Estupefactos, todos los invitados volvieron la cabeza.
– ¡Fuera, fuera todos los tíos! -dijo el Mayor-. Las palomitas se pueden quedar.
Dicho lo cual, alargó un vaso a Folubert.
– ¡Bebamos!
Los muchachos se separaron de las chicas y comenzaron a alejarse discretamente. Nadie se atrevía a plantarle cara al Mayor.
– No quiero beber -osó decir Folubert.
Pero cuando vio la cara que puso el Mayor, bebió precipitadamente.
– A tu salud, tío -dijo este último.
Los ojos de Folubert fueron a caer de repente sobre el rostro de Jennifer quien, acobardada junto a las demás en un rincón, le estaba contemplando con desprecio. Folubert sintió que le fallaban las piernas.
El Mayor vació su vaso de un solo trago.
En aquel momento casi todos los muchachos habían salido ya de la habitación. El último de ellos (que se llamaba Jean Berdindin y era un valiente) cogió un pesado cenicero y apuntó a la cabeza del Mayor. Este atrapó el artefacto en pleno vuelo, y en dos saltos estuvo a la vera de Berdindin.
– Ven…, ven para acá -le dijo.
Y le arrastró hasta el centro de la estancia.
– Coge a una chica, la que más te apetezca, y desnúdala. -Las chicas se pusieron coloradas de horror.
– Me niego -dijo Berdindin.
– Mucho cuidado, tío -dijo el Mayor.
– Pideme lo que quieras, pero eso no -respondió Berdindin.
Aterrorizado, Folubert se sirvió maquinalmente un segundo vaso y se lo bebió de un trago.
El Mayor no dijo ni pío. Se acercó a Berdindin y cogiéndolo de un brazo le hizo una llave. Berdindin voló por los aires. Aprovechando la circunstancia, el Mayor le quitó los pantalones antes de que volviera a caer al suelo.
– Venga, tío, ponte en marcha -le dijo cuando hubo caído.
Después miró a las chicas.
– ¿Alguna voluntaria? -preguntó sonriendo con malicia.
– Ya está bien -dijo Berdindin, que tartamudeaba medio atontado todavía, e intentó agarrarse al Mayor.
En mala hora. Éste le levantó en vilo y volvió a dejarle caer pesadamente al suelo. Berdindin hizo ¡ploff! y se quedó donde había tocado tierra, frotándose las costillas.
– A ver, tú, la pelirroja -dijo el Mayor-. Ven para acá.
– Déjame en paz -dijo Jennifer palideciendo.
En aquel instante, Folubert estaba vaciando su cuarto vaso, y la voz de Jennifer produjo en él el efecto de una centella. Giró lentamente sobre los tacones y la miró.
El Mayor se acercó a ella y, con gesto brusco, le arrancó la hombrera de su glauco vestido. (La verdad me obliga a reconocer que el espectáculo que quedó al descubierto era encandilador.)
– Déjame en paz -dijo Jennifer por segunda vez.
Folubert se pasó la mano por los ojos.
– ¡Debe tratarse de un sueño! -murmuro con voz pastosa.
– Acércate -le dijo de improviso el Mayor-. Vas a ocuparte de sujetarla mientras el botarate ese actúa.
– ¡No! -gritó Berdindin-. ¡No quiero…! ¡Cualquier cosa menos eso…! ¡Una mujer, no!
– Está bien -accedió el Mayor-. Soy un buen Mayor.
Dicho lo cual, volvió a acercarse a Folubert, pero sin soltar a Jennifer.
– Desnúdate -dijo a aquél- y encárgate de ese truhán. Yo me encargaré de la chica.
– Me niego -contestó Folubert-. Y ya te puedes ir yendo a dar la tabarra a casa de otro. Nos estás dando en los cojones.
El Mayor soltó a Jennifer. Aspiró una larga bocanada de aire y su tórax se dilató por lo menos un metro y veintidnco centímetros. Jennifer miró sorprendida a Folubert, no sabiendo demasiado bien si debía volver a levantarse la delantera del vestido o si, por el contrario, seria más prudente dejarle reunir mayores arrestos a la vista del espectáculo. Finalmente optó por la segunda solución.
Folubert miró a Jennifer y relinchó. Piafó nerviosamente en el mismo lugar donde estaba y, a continuación, cargó contra el Mayor. Alcanzado en pleno plexo solar en el momento en que acababa de dilatar el tórax, este último se dobló en dos con terrible estrépito. Casi al instante volvió a ponerse derecho, pero Folubert aprovechó para hacerle una llave de judo absolutamente clásica: esa que consiste en abatir las orejas del castigado sobre sus ojos, al tiempo que se le insufla aire por los agujeros de la nariz.
El Mayor se puso azul eléctrico y quedó aturdido. En ese momento, Folubert, a quien el amor y los tragos habían decuplicado las fuerzas, introdujo la cabeza entre las piernas del Mayor, lo levantó en vilo y lo arrojó a la calle a través de la vidriera del salón por encima de la mesa tan abundantemente surtida de provisiones.