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– ¡Hola! -dijo Jean-. ¿Tiene habitación para mí?

– ¿Y por qué no? -contestó el hombre.

– ¿Cuál es el precio? -preguntó Jean.

– No tiene importancia.

– Es que no tengo demasiado dinero…

– Tampoco yo… -dijo el hombre-. En caso contrario no estaría aquí. ¿Seiscientos francos por día?

– Me parece demasiado barato… -protestó Jean.

– ¡Oh! -dijo el otro-. No se preocupe. Tampoco estará demasiado bien… Mi nombre es Gilbert.

– El mío Jean.

Se estrecharon la mano.

– Suba y escoja -dijo Gilbert-. Están todas libres, menos la cinco y la seis.

– ¿Las tres chicas que han bajado? -preguntó Jean.

– Exactamente -respondió Gilbert.

Jean salió al cxterior a recoger su maleta. La encontró abollada, como si alguien calzado con zapatos guarnecidos de hierro le hubiera dado un puntapié. El cuero estaba, en efecto, desollado y rugoso. Encongiéndose de hombros, la cogió y volvió a subir los carcomidos peldaños. Aspiró de nuevo el aroma a barniz y a cera del chalé, y oyó otra vez el bullir del agua. Se sentía como en casa. Feliz, coronó de cuatro zancadas el tramo de escaleras que llevaba hasta el piso de arriba.

2

En seguida aprendió sus nombres: Leni, Laurence y Luce. Leni era la más rubia, una alta austríaca de menudas caderas y busto provocativo. Su recta nariz parecía prolongarle la frente y su cara, un algo roma, con la boca esquiva y los pómulos salientes, más de rusa que de alemana. Laurence, morena con los ojos diamantinos y con ojeras, y Luce, sofisticada hasta la punta de las uñas, resultaban también, cada una en su género, criaturas tentadoras. Cosa extraña, las tres parecían construidas a partir de un mismo modelo de joven Diana. Musculosas, tenían un aspecto un poco amarimachado que quedaba desmentido cuando uno se demoraba en la contemplación de sus bustos de fascinadores torneados, cuyos aguzados pezones entesaban el ligero tejido de sus anoraks de seda negra. Entre Jean y ellas fue, de entrada, la guerra. Sin que supiera por qué, desde el primer día se habían negado a admitirle, y habían decidido hacerle imposible la existencia. Abiertamente desatentas y desdeñosas, le atormentaban cerrándose a todas sus tentativas, llegando a hacerle feos ante atenciones tan sencillas como la de ofrecerles en la mesa pan o pasarles el salero. Incómodo los primeros días, Jean no pudo obtener de Gilbert ninguna explicación al respecto. Gilbert vivía como un anacoreta en un gabinete de trabajo situado en el principal, del que no salía más que para interminables correrías por la montaña. Una pareja de ancianos montañeses se ocupaba del mantenimiento del chalé y de sus habitantes. Salvo aquellas siete personas, los días transcurrían sin que se viese un alma.

Fuera de las horas de comer, las veía muy raramente. Acostumbraban a levantarse temprano y, equipadas con prontitud, salían a la montaña armadas con sus esquíes y sus bastones. Al atardecer regresaban con las mejillas sonrosadas y brillantes, muertas de cansancio y, antes de subir a sus habitaciones, pasaban una hora untando sus esquíes con mejunjes complicados, ásperos como ellas, hasta dejarlos preparados para las rampas del día siguiente. Un tanto vejado por su actitud, Jean no insistía ya, y las evitaba en la medida de lo posible. Se ponía en camino por su lado, escogiendo por regla general una dirección de partida opuesta a la tomada por ellas. Las pendientes eran bastante numerosas, y había muchas posibilidades de elección. Solo, escalaba al sesgo los acopados flancos de la montaña para volver a bajarlos, un poco más tarde, entre sedosos chorros de nieve y el delicado restregar de las estrechas láminas de nogal, virando y deslizándose a lo largo de las vertiginosas caídas, para llegar al hotel embriagado de aire, con el corazón latiéndole desaforadamente, feliz y agotado. Estaba en el establecimiento desde hacía ya ocho días, y, recuperada la forma, comenzaba a hacer progresos, controlando cada uno de sus movimientos, cada golpe de bastón, cuidando el estilo y endureciendo progresivamente los músculos. El tiempo pasaba apacible y rápidamente. Eran las vacaciones.

3

Aquella mañana había salido muy temprano. Pensaba acercarse hasta la pista de Trois-Soeurs, cuyo grandioso paisaje se divisaba en el horizonte. Solo en la montaña, progresaba de cresta en cresta, para volver a bajar después de cada elevación de terreno entre inmóviles abetos cargados de algodón en rama. Un declive particularmente pronunciado le tentó. Se deslizó por él escuchando silbar el viento en sus oídos. Doblado sobre los esquíes, procurando llevar todo su peso hacia delante, descendía dejando detrás de sí una doble huella, derecha como un hilo de telaraña. Un poco engrudada, la nieve lo frenaba de vez en cuando.

Nada más franqueada una altura, cayó en la cuenta de que no podría continuar. Detrás de ella, en efecto, se abría una barranquera, el lecho de un arroyo seguramente, erizada de robustos troncos de jóvenes abetos. Habría sido preciso girar a la izquierda, pero iba demasiado de prisa. Además, también era imprudente lanzarse a tal velocidad por una pista que le resultaba por completo desconocida. Por instinto se cargó sobre el esquí derecho intentando salir del paso. Pero la pendiente que desembocaba en la hondonada estaba tan poblada de abetos y era tan pronunciada, que derrapó ligeramente. En pleno intento de estabilización chocó con una rama demasiado sobresaliente, hizo un esfuerzo desesperado para evitar el tronco del siguiente abeto, y acabó por caer sin conocimiento de resultas del encontronazo.

Cuando volvió en sí, Jean se dio cuenta de que la proyectada excursión terminaba en aquel punto. Sus dos espátulas estaban rotas, y los esquíes inutilizables. Además, en uno de los tobillos sentía un dolor espantoso. Destrabó las placas de metal de las correas de sujección e intentó, mal que bien, encordelarse el tobillo. Encontró los bastones a unos diez metros del árbol y, renqueante, emprendió el camino de regreso. Tenía para cinco o seis horas.

Caminaba entornando los ojos para atenuar el ardor de la reverberación que le cegaba. Se apoyaba en los bastones para evitar forzar el tobillo, y avanzaba con mucha lentitud. Cada cien metros se veía forzado a detenerse para recobrar el aliento.

Alcanzó por fin la parte superior de una cresta franqueada dos horas antes de una simple arremetida, y se detuvo atraído por un movimiento todavía bastante lejano. A sus pies, en la parte de abajo de la elevación, tres siluetas oscuras se deslizaban sobre esquíes siguiendo la línea de la vaguada.

Sin saber muy bien por qué, Jean se agachó. A vuelo de pájaro habría unos doscientos metros entre él y ellas, pues no se trataba sino de sus tres compañeras de hotel. A continuación, giró sobre sí mismo, siguiéndolas con la mirada. Las muchachas se deslizaban al otro lado de los abetos, y una pequeña elevación del terreno vino a ocultarlas un instante. No reaparecieron. Poco a poco, Jean se dirigió hacia donde debían estar.

No se había preparado para la sorpresa que le esperaba cuando su prudente cabeza dominó por fin el lugar en que retozaban. Se agazapó todo lo que pudo en el burdo y frío alfombrado para evitar que le vieran. Leni, Luce y Laurence estaban desnudas sobre la nieve. Luce y Laurence rodeaban a su compañera y, de vez en cuando, se agachaban cogiendo a puñados el polvo congelado con el que friccionaban el cuerpo de Leni, orgullosa estatua de oro en mitad del desierto blanco. Jean sintió una especie de ardor recorriéndole las venas. Las tres jóvenes jugaban, danzaban, corrían ligeras como animales y, en ocasiones, se enlazaban en breves lides. Parecía como si tales ocupaciones las fuesen enervando progresivamente. De repente, Luce alcanzó a Laurence por detrás, la hizo tambalearse y caer cuan larga era. Leni se hincó de rodillas junto a Laurence, y Jean la vio recorrer rápidamente con los labios el cuerpo de la morena, que permanecía inmóvil. Extendida a su otro costado, Luce la lamía ahora a su vez. Al cabo de un instante, Jean no pudo distinguir más que un embrollo de cuerpos que sus alucinados ojos apenas si alcanzaban a descomponer. Jadeando, volvió la cabeza. Pero, incapaz de resistir, muy poco después volvió a contemplar ávidamente el espectáculo que se desarrollaba ante él.