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¿Durante cuanto tiempo las estuvo mirando? Un pequeño copo de nieve que le cayó sobre la mano le hizo estremecerse. El cielo se había nublado de repente. Las tres muchachas separándose corrieron hacia donde tenían sus atavíos. Consciente de lo peligroso de su posición, Jean contuvo el aliento e intentó recular. Al hacer por mover la pierna accidentada, el dolor del tobillo fue tan intenso que, contra su voluntad, dejó escapar un gemido.

Como corzas alarmadas, Luce y Leni volvieron la cabeza en su dirección olfateando el aire. Sus desordenados cabellos y sus gestos armoniosos les daban el aspecto de bacantes. A grandes zancadas se acercaron hasta él. Jean se puso en pie gesticulando de dolor.

Al reconocerle, palidecieron. Los oscuros labios de Leni se contrajeron dejando escapar una injuria. Jean intentó justificarse.

– Ha sido por casualidad -dijo-. No lo he buscado voluntariamente.

– Demasiadas casualidades ya -dijo Luce.

El brazo de Leni se bamboleó, y su pequeño puño vino a golpear a Jean en mitad de la boca. Un labio se le reventó, y por el mentón comenzo a correrle sangre caliente.

– Me he torcido el tobillo -dijo Jean- y los esquíes se me rompieron. Si alguna de ustedes quisiera prestarme uno, podría regresar al hotel sin más ayuda.

Luce había traído consigo un bastón de esquí con aparatosa empuñadura de cuero. Su mano se fue deslizando imperceptiblemente hasta el aro de aluminio. Balanceó la empuñadura en el aire y asestó un brutal golpe con todas su fuerzas sobre la sien de Jean. Este cayó de rodillas, machacado, y se desplomó en la nieve. Llegó Laurence. Rápidamente, sin ponerse de acuerdo de antemano, entre las tres desnudaron el inerte cuerpo. Plantando en aspa los dos bastones del caído, lo ataron a ellos por las muñecas y después le enderezaron. El cuerpo quedó de rodillas con la cabeza caída hacia delante. Una gran gota roja había manado de la ventana izquierda de su nariz, viniendo a confundirse con la sangre del labio. Luce y Leni amontonaban ahora nieve a grandes puñados alrededor del cuerpo de Jean.

Cuando el muñeco de nieve quedó terminado, grandes copos caían apretados formando una tupida cortina. El rostro de Jean estaba disfrazado bajo un grueso apéndice nasal de nieve. Para mayor escarnio, Leni tocó la grotesca forma con un bonete de lana negra. En la boca le pusieron una boquilla de oro. Hecho lo cual y bajo el blanco turbión, las tres mujeres reemprendieron el camino hacia Vallyeuse.

(1951)

EL PELIGRO DE LOS CLÁSICOS

El reloj electrónico de pared dio dos campanadas y me sobresalté, arrancándome con esfuerzo del torbellino de imágenes que se agolpaban en mi mente. Constaté además con cierta sorpresa que el corazón me empezaba a latir de manera un poco más rápida. Me sonrojé y cerré el libro apresuradamente. Se trataba de Tú y yo, un antiguo y polvoriento libraco de antes de las otras dos guerras, cuya lectura me había resistido a abordar hasta entonces porque conocÍa la audacia realista del tema. Sólo en ese momento me di cuenta de que mi turbación procedía tanto de la hora y del día en que estábamos, como del libro mismo. Era el viernes 27 de abril de 1982 y, como de costumbre, esperaba la llegada de la alumna Florence Lorre que hacía prácticas conmigo.

El descubrimiento me admiró más de lo que pueda decir. Me considero de mentalidad abierta, pero soy consciente de que no es al hombre a quien corresponde la iniciativa, y de que en toda ocasión debemos observar la reserva socialmente atribuida a nuestro sexo. Sin embargo, después de la extrañeza inicial, me puse a reflexionar y llegué hasta a encontrar excusas.

Es idea preconcebida imaginar a los científicos, y a las científicas en particular, con aspecto de autoridad y carentes de belleza. Las mujeres, sin duda alguna, y en mayor medida que los hombres, están dotadas para la investigación. Por otro lado, algunas profesiones en las que la apariencia externa tiene un papel selectivo, como la del actor, implican de por sí una relativamente elevada proporción de Venus. Sin embargo, si se profundiza la cuestión, podrá concluirse con bastante rapidez que una bella matemática no tiene por qué ser más difícil de encontrar que una actriz inteligente. Cierto que hay muchas más matemáticas que actrices. Pero, en cualquier caso, la suerte me favoreciÓ en el sorteo de asignación de internos y, a pesar de que aquel día ni el mas mínimo pensamiento turbador se había deslizado en mi mente, reconocí al instante -y con toda objetividad- el innegable encanto de mi discípula. Encanto que justificaba mi desasosiego de aquel momento.

Puntual por añadidura, llegó como de costumbre a las dos y cinco.

– Estás insoportablemente elegante -le dije, un poco sorprendido por mi propia osadía.

En efecto, traía un ceñido conjunto de tejido verde pálido con reflejos muarés, muy sencillo, sí, pero que seguramente procedía de una factoría de lujo.

– ¿De verdad te gusta, Bob?

– Sí, me gusta mucho.

No soy de los que encuentran el color fuera de lugar, incluso en un atuendo femenino tan clásico como un conjunto de laboratorio. Es más, aun a riesgo de escandalizar, confieso que una mujer con falda es algo que no me ofende.

– A mí me encanta -respondió Florence con acento zumbón.

Debo de tener por lo menos diez años más que ella, pero Florence asegura que parecemos de la misma edad. De ello deriva el que nuestras relaciones difieran un poco de las que se consideran normales entre profesor y discípulo. Le gusta tratarme como a un simple compañero. Cosa que me resulta un tanto embarazosa. Podría, claro está, afeitarme la barba y cortarme el pelo para parecer uno de aquellos antiguos sabios de 1940. Pero ella afirma que eso me daría un aspecto afcminado y que en absoluto contribuiría a que le inspirase más respeto.

– ¿Cómo va tu montaje? -me preguntó.

Hacía alusión a un problema electrónico harto espinoso confiado a mí cuidado por la Oficina Central y que acababa de resolver aquella misma mañana, de manera que me parecía bastante satisfactoria.

– Terminado -respondí.

– ¡Bravo! ¿Y funciona?

– Mañana lo comprobaré -dije-. Las tardes de los viernes, como sabes, las consagro a tu instrucción.

Pareció asaltarle alguna duda, y bajó los ojos. Nada me altera tanto como una mujer tímida, de lo cual ella era muy consciente.

– Bob… Quiero preguntarte una cosa.

Me sentí muy incómodo. Verdaderamente una mujer debería evitar esos melindres tan encantadores en presencia de un hombre.

Por fin continuó:

– ¿Puedes explicarme en qué estás trabajando?

Me llegó a mí el turno de dudar.

– Pero, Florence… se trata de trabajos ultraconfidenciales.

Apoyó la mano en mi brazo.

– Bob… Hasta el último de los hombres de la limpieza de este laboratorio sabe sobre esos secretos casi tanto como… como… como el mejor de los espías de Antares.

– Me… me extrañaría -dije muy preocupado.

Desde hacía semanas la radio nos venía fatigando con los obsesivos estribillos de La gran duquesa de Antares, la opereta planetaria de Francis López. A mí me produce náuseas esa musiquilla de baile de candil. Lo siento, pero no me gustan más que los clásicos: Schoenberg, Duke Ellington o Vincent Scotto.

– ¡Bob! Por favor, dímelo. Quiero saber lo que estás haciendo…

Otra pausa.

– Venga… ¿Qué te pasa, Florence? -dije por fin.