– ¿A través de su periódico, no podría Annie recomendarnos en la Prefectura? -dijo de repente la Bisonne-. Porque has de saber que no opondré a que viajemos contigo si no dispones de autorizaciÓn.
– ¡Excelente idea! -exclamó el Mayor-. Y por lo demás, tranquila. Los polis me gustan tan poco como a ti. Cada vez que veo un agente se me hace un nudo en el intestino delgado.
– En cualquier caso será necesario hacer las cosas de prisa -advirtió el Bison-. Mis vacaciones empiezan dentro de tres semanas.
– ¡Perfecto! -aseguró el Mayor, pensando que así le daría tiempo a gastar los quinientos francos.
Bebió un último trago de tinto, cogió un cigarrillo del paquete de la Bisonne, eructó violentamente, y se puso en pie.
– Voy a ver si veo coches -anunció al irse.
3
– Escuche -dijo Annie-. Voy a ponerlo en contacto con Pistoletti, el individuo que en la Prefectura se ocupa de las autorizaciones para el periódico. Ya vera cómo todo sale bien. Se trata de una persona muy agradable.
– De acuerdo -dijo el Mayor-. Así todo se arreglará. Se arreglará, sin duda alguna. Pistoletti es un hombre admirable.
Sentados en la terraza del Café Duflor, esperaban a la Bisonne y a su hijo, que llegaban con un poco de retraso.
– Creo que trae un certificado médico referente al niño -continuó el Mayor-. Ello nos ayudará a conseguir el salvoconducto. Según tengo entendido, hoy mismo iba a sacarlo.
– ¿Ah, sí?-dijo Annie-. ¿Y qué es lo que certifica?
– Que no puede soportar viajes en tren -contestó el Mayor, limpiando su monóculo de cristal ahumado.
– ¡Ahí llegan! -advirtió Annie.
La Bisonne corría detrás del Bisonnot, que acababa de soltársele de la mano. La criatura corrió en línea recta durante unos quince metros y acabó encontrándose con un velador del Café Les Deux Mâghos [10], velador con mesada de mármol un instante antes del choque, y con mesada hecha pedazos un instante después.
El Mayor se levantó e intentó separar a la criatura del velador. Un camarero se llegó hasta ellos y comenzó a protestar.
– Permítame que le diga -argumentó el Mayor- que he tenido ocasión de verlo todo. Ha sido el velador el que ha empezado. No insista en sus lamentaciones, o me veré en la obligación de detenerle.
Palabras sobre las cuales mostró su falsificada documentación del Cuerpo de Seguridad, ante lo que el camarero se desmayó. Entonces el Mayor le quitó el reloj y, tirando de la mano del niño, se reunió con Annie y con la Bisonne.
– Deberías cuidar mejor de tu hijo -dijo a ésta.
– No me des la lata. Traigo el certificado. Este niño es raquítico y no puede soportar un viaje en ferrocarril.
Dicho lo cual, obsequió a su hijo con un estremecedor sopapo que dejó sumido al infante en una especie de plácida hilaridad.
– Felizmente para la Red de Ferrocarriles… -comentó el Mayor.
– ¿Acaso quieres insinuar que tú nunca te has cargado una mesa de terraza? -repuso, amenazadora, la Bisonne.
– ¡A su edad, desde luego no! -aseguró el Mayor.
– ¡No me extraña! ¡Siempre fuiste un poco retrasado!
– ¡Está bien! -cortó el Mayor-. No vamos a discutir ahora. Dame el certificado.
– Déjemelo ver -intervino Annie.
– El doctor no nos ha puesto ninguna pega -informó la Bisonne-. Como todo el mundo puede ver, este niño padece de raquitismo… ¡Quieres dejar esa silla de una vez!
El Bisonnot acababa de coger el respaldo de la silla de un cliente vecino, y silla y cliente dieron en tierra, arrastrando en su caída algunas copas en medio de cierto alboroto.
Eclipsándose discretamente, el Mayor compuso la figura de estar meando contra un árbol. Por su parte, Annie intentaba poner cara de quien no conoce a nadie.
– ¿Quién ha sido? -preguntó el camarero.
– El Mayor -acusó el Bisonnot.
– ¿Seguro? -insistió el camarero con aire incrédulo-. ¿No habrá sido el niño, señora?
– Está usted loco -respondió ésta-. No tiene más que tres años y medio.
– Mientras que Mauriac está chocho -concluyó el niño.
– Eso es una gran verdad -concedió el camarero, y a continuación se sentó a la mesa para discutir con él de literatura.
Tranquilizado, el Mayor regresó y volvió a sentarse entre las dos mujeres.
– Así pues -comenzó Annie-, ahora sólo se trata de ir a ver a Pistoletti…
– ¿Y cuál es tu opinión sobre Duhamel? -preguntó el camarero.
– ¿De verdad cree que funcionará? -se interesó el Mayor.
– A Duhamel se le alaba en exceso -contestó el Bisonnot.
– Seguro que sí-respondió Annie-. Con la carta de recomendación del periódico…
– En ese caso, iré mañana mismo -dijo el Mayor.
– Te voy a pasar un manuscrito mío para que me digas lo que te parece -dijo el camarero-. La acción discurre en la superficie de una cara velluda. Me parece que tú y yo tenemos los mismos gustos.
– ¿Cuánto le debemos, camarero? -preguntó Annie.
– No, déjalo, -se interpuso la Bisonne-. Me toca a mí.
– ¡Con permiso! -sentenció el Mayor.
Como no llevaba un céntimo encima, el camarero le prestó dinero para pagar, y, tras dejar una generosa propina, el Mayor sin darse cuenta se embolsó lo que sobraba.
4
– ¡Abro yo! -gritó el Bisonnot.
– ¡No marees! -replicó su padre-. De sobra sabes que eres demasiado pequeño para llegar hasta el cerrojo.
Preso de furor, aquél se lanzó al aire tomando impulso con los dos pies, y, tras saltar como un gato, quedó muy sorprendido al encontrarse sentado sobre el trasero viendo un gran destello verde.
Era el Mayor. Tenía un aspecto normal, a pesar de que su aplastado sombrero reverberaba con rebuscados y cambiantes reflejos: había comido pavo.
– ¿Y bien? -dijo el Bison.
– ¡Tengo el coche! Un Renault de 1927, modelo coach, con el maletero en la parte posterior.
– ¿Y el capó que se levanta por delante? -interrogó, inquieto, el Bison.
– Sí… -concedió el Mayor de mala gana-. Y con encendido mediante magneto, y freno esotérico en el tubo de escape.
– Se trata de un sistema muy antiguo -observo su interlocutor.
– Lo sé bien -dijo el Mayor.
– ¿Cuánto?
– Veinte mil.
– No es caro -estimó el Bison-. Pero la verdad es que tampoco es una ganga.
– No. Y, precisamente, deberás dejarme cinco mil francos para acabar de pagarlo.
– ¿Cuándo me los devolverás?
El Bison parecía no fiarse.
– El lunes por la tarde, sin falta -aseguró el Mayor.
– ¡Hum! -dijo el Bison-. No te tengo demasiada confianza.
– Lo entiendo -repuso el Mayor, y cogió los cinco mil francos sin dar las gracias.
– ¿Has pasado por la Prefectura?
– Ahora pensaba ir… Me cuesta mucho trabajo meterme en aquella guarida de aduaneros testarudos y escandalosos.
– Venga, venga, espabila -dijo el Bison empujándole hacia el descansillo- y apúrate un poco.
– ¡Hasta luego! -gritó el Mayor desde el piso de abajo.
Regresó dos horas después.
– Querido, la cosa no marcha todavía -dijo-. Es necesario que me firmes una declaración que certifique que dispones de la gasolina necesaria.
– ¡Me estás hartando! -se irritó el Bison-. ¡Estoy hasta las narices de tanto retraso! Hace ya una semana que me dieron las vacaciones, y te aseguro que no me hace ninguna gracia seguir aquí. Creo que haríamos mucho mejor tomando de una vez el tren todos juntos.
– Espera, espera. Considera que es mucho más agradable hacer el viaje en coche. Y para ir de compras una vez que estemos allí, también nos vendrá muy bien.