Cambió de emplazamiento el magneto y el filtro del aceite, e hizo una prueba. La cosa no marchaba.
Volvió a colocar cada una de las piezas en sus lugares respectivos y volvió a probar. Ahora sí.
– Bueno -concluyó por fin-. Es el magneto. Me lo temía. Tendremos que buscar un taller.
Llamó a grandes voces a Verge y Joséphine para que empujaran el coche. Pero como se había olvidado de sacar el gato, cuando aquéllos comenzaron sus esfuerzos, el coche basculó y, al caer sobre uno de los pies de Verge, al neumático delantero derecho le dio por reventar.
– ¡Imbécil! -gritó el Mayor, cortando por lo sano las lamentaciones de su amigo-. ¡La culpa ha sido tuya, así que repáralo!
– Desde luego no llegaremos muy lejos empujando el coche -reconocio él mismo poco después-. Será mejor que Joséphine vaya a buscar un mecánico.
La mujer echó a andar por la carretera, y el Mayor se instaló cómodamente a la sombra de un árbol para descabezar una siesta. Entretanto se comía un segundo panecillo birlado en la panadería.
– ¡Eh! ¡Si tienes hambre, tráete un pan al regreso! -gritó a Joséphine según ésta desaparecía tras la curva.
9
Una vez acabado el panecillo, el Mayor se alejó un poco del lugar esperando el regreso de Joséphine. De repente distinguió en el horizonte dos quepís azules que venían en dirección a él.
Echó a correr, o a volar más bien, pues visto de perfil se hubiera podido decir que tenía por lo menos cinco piernas, y llegó de nuevo hasta el coche. Apoyado contra un árbol y canturreando, Verge miraba al vacío.
– ¡A trabajar! -le ordenó el Mayor-. Corta ese árbol. Aquí tienes una llave inglesa.
Con toda diligencia Verge se metió el vacío en el bolsillo y obedeció maquinalmente.
Una vez cortado el árbol, comenzó a hacerlo astillas, siguiendo las indicaciones del Mayor.
Después de ocultar las hojas en un agujero, camuflaron el automóvil dándole apariencia de carbonera, apariencia que completaron recubriéndolo con la tierra que habían sacado al hacer el hoyo. En la cima del artilugio, Verge colocó una varita encendida de sándalo, de la que emanaba olorosa humareda.
El Mayor manchó con carboncillo su cara y la de Verge, y arrugó lo mejor que pudo la ropa de ambos.
Justo a tiempo, pues los gendarmes llegaban. El Mayor temblaba.
– ¿Qué…? -dijo el más grueso.
– ¿…trabajando? -completó el segundo.
– Así es, sí -respondió el Mayor, procurando poner acento de carbonero.
– ¡Qué bien huele vuestro carbón! -observó el más gordo.
– ¿Puede saberse qué es? -preguntó el otro gendarme-. Para mí que huele a puta -sentenció con una risilla cómplice.
– Es canforero mezclado con sándalo -explicó Verge.
– ¿Para la gonorrea? -dijo el gordo.
– ¡Ja, ja, ja! -le rió la gracia su companero.
– ¡Ja, ja, ja! -se la rieron también Verge y el Mayor, un poco tranquilizados.
– Habrá que indicar a Obras Públicas que desvien la carretera -concluyó el primer gendarme-. Ahí donde os habéis puesto, los coches deben molestaros mucho.
– Sí, habrá que avisarles -confirmó el segundo-. Los coches deben molestaros.
– Gracias por anticipado -alcanzó a decir el Mayor.
– ¡Hasta la vista! -gritaron los dos gendarmes comenzando a alejarse.
Verge y el Mayor les contestaron con un sonoro adiós y, en cuanto se encontraron solos, se pusieron a la tarea de demoler la falsa carbonera.
Cuando hubieron terminado, se encontraron con la desagradable sorpresa de constatar que el coche no estaba dentro.
– ¿Cómo puede ser? -se extrañó Verge.
– ¡Y qué sé yo! -dijo el Mayor-. Estoy a punto de perder los estribos.
– ¿Estás seguro de que era un Renault? -preguntó Verge.
– Sí -respondió el Mayor-. Y además ya había pensado en eso. Si fuera un Ford, el asunto tendría explicación. Pero estoy seguro de que era un Renault.
– ¿Pero un Renault de 1927?
– Sí -confirmó el Mayor.
– Entonces todo se explica -aseguró Verge-. Mira.
Dieron media vuelta y vieron al Renault paciendo al pie de un manzano.
– ¿Cómo habrá llegado hasta ahí? -dijo el Mayor.
– Ha cavado un túnel. El de mi padre hacía lo mismo cada vez que lo cubríamos de tierra.
– ¿Lo hacíais a menudo? -se interesó el Mayor.
– ¡Oh! De vez en cuando… Desde luego, no con demasiada frecuencia.
– ¡Ah! -se limitó a decir el Mayor, escamado.
– Se trataba de un Ford -explicó Verge.
Dejaron a su aire el automóvil y se ocuparon de quitar los escombros de la carretera. Casi habían terminado cuando Verge vio al Mayor aplastándose contra la hierba, el ojo fuera de la órbita, haciéndole señales de que guardara silencio.
– ¡Una gallina! -le susurró.
Se levantó bruscamente y volvió a caer todo lo largo que era en la cuneta llena de agua, justo en el punto donde se encontraba el ave. Esta se sumergió, dio algunas brazadas, salió a la superficie un poco más lejos, y se dio a la fuga cacareando desenfrenadamente. Y es que Da Rui también les enseñaba a bucear.
Justo en aquel instante llegó el mecánico.
El Mayor se sacudió, le tendió una mano mojada y le dijo:
– Soy el Mayor. Espero, por lo menos, que usted no sea un gendarme.
– Encantado -respondió el otro-. ¿Se trata del magneto?
– ¿Cómo lo sabe? -se extrañó el Mayor.
– Es la única pieza de recambio de la que no dispongo -dijo el mecánico-. Por eso lo digo.
– Pues no -continuó el Mayor-. Se trata del filtro del aceite.
– En ese caso podré instalarle un magneto nuevo -concluyó el mecanico-. He traído tres conmigo por si acaso… ¡Ja, ja, ja! Lo he engañado, ¿eh?
– Me quedo con los magnetos -dijo el Mayor-. Démelos.
– Dos de ellos no funcionan…
– No importa -le interrumpió el Mayor.
– Y el tercero está averiado…
– ¡Mejor aún! -aseguró el Mayor-. Pero en esas condiciones se los pagare a…
– Son mil quinientos -informó el mecánico-. Para montar uno tiene usted que…
– ¡Sé como se hace! -volvió a interrumpirle el Mayor-. ¿Te importa pagar, Joséphine?
La mujer hizo lo que le pedían. Después de pagar, todavía le quedaban mil francos.
– Gracias -le dijo el Mayor.
Y dando la espalda al mecánico, se fue a buscar el coche.
Cuando lo hubo traído, abrió el capó.
El magneto estaba repleto de hierba. Se la sacó valiéndose de la punta de un cuchillo.
– ¿Me llevan? -preguntó el mecánico.
– Con mucho gusto -respondió el Mayor-. Son mil francos, pagados por adelantado.
– ¡No es nada caro! -comentó el mecánico-. Aquí los tiene.
El Mayor se los embolsó distraídamente.
– ¡Adentro todos! -dijo.
Cuando estuvieron acomodados, el motor se puso en marcha, sin más, al primer intento. Hubo que ir a buscarlo y volverlo a colocar en su sitio. Esta vez, el Mayor no se olvidó de cerrar el capó antes de arrancar.
Al llegar junto al taller, el motor volvió a pararse en seco.
– Se trata, sin duda, del magneto -opinó el mecánico-. Le pondré uno de los míos.
Hizo la reparación.
– ¿Cuánto es? -preguntó el Mayor.
– ¡Por favor…! ¡No merece la pena ni mencionarlo!
Seguía estando de pie delante del automóvil.
El Mayor desembragó y le atropelló, después prosiguieron viaje.
10
Siempre por carreteras secundarias, alcanzaron las latitudes de Poitiers, Angouleme y Chatellerault, y vagaron durante algún tiempo por la región de Bordeaux. El miedo al gendarme alargaba los agraciados rasgos del Mayor. Su humor empeoraba.
En Montmoreau les asaltó la angustia al divisar las barreras de un control de policía. Gracias a su telescopio, el Mayor pudo esquivarlo internándose por la N-709. A Ribérac llegaron sin pizca de gasolina.