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Björn parecía alicaído. Bajó los ojos retorciéndose las manos, y las pestañas le rozaron las mejillas.

– Lo que pasa es que ha sido un año terrible -dijo en voz baja.

– Desde luego que lo ha sido, Björn: ¡tienes una porquería de ovejas! Pero, en fin, no te preocupes, esta tarde nos ponemos con ellas y en un par de días estarán como nuevas.

– Bueno, entonces, ¿vamos a tomar un bocado? -dijo con un atisbo de sonrisa. Llegué a la conclusión de que Björn me caía bien.

Los padres de Björn, Tord y Mia, estaban esperándonos en la cocina que, a diferencia del establo, tenía un aspecto limpio y alegre -evidentemente, se trataba de los dominios de Mia. De una bandeja colocada sobre una gran mesa de madera emanaba un olor a café y panecillos de canela calientes.

– Venga usted a comer -dijo solemnemente Mia acercándose al horno con dificultad y doblándose por la cintura en una envarada reverencia para sacar otra bandeja más de panecillos. Con una leve mueca de dolor se enderezó de nuevo.

– Espero que se quede -añadió mirando a su marido como para pedirle que apoyara la invitación. Tord, una versión más grande, gruesa y sonrosada de Björn, me dirigió una amplia sonrisa pero no pareció dispuesto a comprometerse de palabra. En lugar de ello se sirvió otro panecillo y me hizo un gesto para que hiciera lo mismo.

– Gracias, estos panecillos están muy buenos -dije con entusiasmo. Era cierto que estaban buenos y que tenían mucha canela y mucho azúcar, pero por otro lado eran iguales a todos los panecillos que había tomado en cualquier momento y en cualquier rincón de la Suecia rural, desde el extremo norte al sur.

– Aah det är de… -sí que lo están… -coincidió Tord haciendo un gesto en dirección a la cafetera.

– Buen café -comenté con algo menos de sinceridad puesto que detesto el café recalentado. Sin embargo, éste no parecía el momento adecuado para ponerse de cháchara.

Miré significativamente a Björn. Éste asintió y nos levantamos de la mesa para regresar al establo de las ovejas. Una vez allí, me cambié para ponerme mi gélida y grasienta ropa de esquilar y colgué mi máquina en un rincón mientras Björn encendía una lámpara de mercurio. No eran más que las dos y media pero el sol bajaba ya rápidamente. Las cochambrosas ovejas negras rumiaban insolentemente a nuestro alrededor, y cuando la lámpara de mercurio alcanzó su máxima potencia me hallé de pronto en el centro de un foco bañado por una luz azulada, semejante a un actor en una obra de teatro alternativo. Björn desapareció en la oscuridad y regresó con una oveja, el primer cliente del día, con lo que le di un tirón al cordón de arranque.

Cuando se esquila una oveja, con el primer movimiento la esquiladora se desliza desde el pecho a la barriga -o al menos así debería ocurrir. Pero la máquina se atascó casi inmediatamente en una maraña de lana apelmazada. Empujé con un poco más de fuerza, saqué el peine y probé de nuevo desde otro ángulo, pero daba lo mismo: por más que empujaba, tiraba de uno y otro lado y me esforzaba, esa primera porción de lana del día se negaba a separarse de la piel. O Björn me había elegido la peor oveja del rebaño, o me esperaba un auténtico suplicio durante una temporada.

La oveja era una auténtica calamidad, pero finalmente conseguí quitarle la mayor parte de la lana a fuerza de empujones y codazos, y de darles tirones con la mano sin piedad a los mechones más reacios. Cuando al fin regresó a la oscuridad, su aspecto era lamentable.

– Lo siento, Björn -dije jadeante-. Está hecha un espantajo, pero me ha llevado casi quince minutos esquilar una maldita oveja. Si hay tantas como dices que hay vamos a pasarnos aquí toda la semana, y ¡menuda semanita va a ser!

Björn adoptó una expresión de abatimiento.

– Tal vez ésta sea un poco mejor -sugirió esperanzado mientras sacaba a rastras de la oscuridad la siguiente oveja.

Pero no lo era. Como tampoco lo era la siguiente. A continuación le llegó el turno a una que solo podía ser descrita con juramentos. Me enderecé dejando escapar un gemido a causa del dolor de espalda. Llevaba una hora trabajando y había esquilado cuatro ovejas. Se suponía que era un rebaño de unas trescientas… lo cual significaba setenta y cinco horas de este suplicio.

Con un gemido me puse a pensar en la larga semana que me esperaba -el frío, el establo maloliente- y más que nada en la soledad, ya que aunque Björn me caía bien, ni él ni sus padres eran el tipo de personas que uno elegiría para pasar con ellos una semana. Empecé a pensar en la posibilidad de escaquearme en aquel mismo momento.

– ¿Quién esquila normalmente estas ovejas, Björn?

– Generalmente lo hago yo, lo que pasa es que me he hecho daño en la espalda, trabajando con la motosierra en el bosque. -El problema de siempre en Suecia.

Me dio la impresión de que Björn me estaba leyendo el pensamiento. Parecía realmente desesperado, y con razón: si no esquilaba yo esas ovejas, no veía cómo iba a llegar nadie más hasta aquí para hacerlo. Me puse a pensar en el largo viaje que había hecho, en el dinero que necesitaba, en la tarea cada vez más difícil que dejaría sin hacer y me ablandé. Le hice señas a Björn para que sacara otra oveja.

Aunque no quiero seguir insistiendo demasiado en el tema del esquilado de las ovejas, cuatro ovejas en una hora es un calvario. Cuando se trata de ovejas en buen estado y limpias, en general puedo esquilar entre veinte y veinticinco por hora. Yendo a esa velocidad, el cuerpo está continuamente en movimiento, con todos los músculos bien ejercitados y moviéndose fluida y libremente en lo que casi parece una danza coreografiada. Pero cuando estás inclinado sobre la misma oveja, forcejeando, empujando y dando tirones en la misma postura terrible, el dolor en la parte baja y media de la espalda, así como en las piernas, es casi insoportable -y para las ovejas tampoco es un placer.

Mientras yo forcejeaba y luchaba con las ovejas, Björn permanecía de pie a mi lado lleno de abatimiento, con el aliento saliéndole en forma de vaho debido al aire frío y húmedo del establo. A medida que avanzaba el día mis pensamientos se iban volviendo cada vez más negros y maldecía en silencio todo y a todos: a Björn, sus desgraciadas ovejas, su repugnante establo y a sus padres. No sentía nada que no fuera amargura y dolor de espalda. ¡Vaya una manera de ganar dinero! ¡Qué pérdida de tiempo!

– Vamos a acabar ya -me rogó Björn viendo que la cólera se apoderaba de mí.

– No, vamos a hacer dos más. Así habrá dos menos al final de la faena.

Björn trajo dos ovejas más y, como si estuviese siendo recompensado por mi perseverancia, ambas resultaron rapidísimas. Jóvenes y de carnes prietas y rollizas, se quedaron sentadas en la tabla dóciles y sumisas mientras la lana se les desprendía como si fuese seda gris.

Me enderecé tambaleándome y me estiré, soñando con una cerveza. Pero entonces recordé que estaba en la Suecia rural. Lo mejor que podía esperar era una cerveza ligera, fabricada mediante algún proceso químico repugnante. Hasta podría ser lättöl -sin alcohol, pero también sin sabor, sin aroma y sin placer. Esta bebida siempre me hace pensar en la «Cerveza de la Victoria» de la novela de George Orwell 1984.

Colgué las tijeras de esquilar y, juntos, atravesamos lentamente el patio helado haciendo crujir la nieve con nuestras botas (lo que quiere decir, si no me equivoco, que la temperatura era de al menos diez grados bajo cero). Björn abrió de un tirón la puerta de la casa y nos colamos en tropel entre hileras de botas y ropa de trabajo malolientes. Nos quitamos las prendas exteriores y entramos en la luminosa cocina arrastrando nuestros calcetines de lana. Tord se encontraba allí, esbozando como siempre una amplia sonrisa, y me pasó una botella de lättöl y un vaso de plástico de color rosáceo.