– Gracias te daré -dije utilizando esa curiosa forma de hablar de los suecos.
Tord miró cómo me iba bebiendo sin entusiasmo la cerveza. Esta noche, nos dijo, iríamos a la reunión semanal del Círculo de Estudio de los Granjeros de Norrskog, pues pensaba que sería muy interesante para mí asistir y participar en el encuentro. Pensé en la posibilidad de rehusar. Sabía que por supuesto eso no iba a suponer una noche de diversión desenfrenada, pero por otro lado nos imaginé a todos pasando la velada sentados alrededor de la mesa de la cocina dando sorbitos a nuestro lättöl y contemplando el montón decreciente de bollos de canela. Así pues, fui a coger mi abrigo.
Avanzando a toda velocidad en el coche de Tord por unas carreteras heladas, nos dirigirnos al centro cultural y social del pueblo, situado en un claro del bosque, deteniéndonos de camino para recoger a Ernst, el presidente del Círculo de Estudio, que vivía en una casita roja al borde de la carretera. Ernst era pequeño y enjuto, con una boca de labios delgados ligeramente torcida, y Tord parecía sentir por él un respeto reverencial. Llegados al edificio, Tord me hizo pasar por la cámara de descompresión, unas pesadas puertas dobles, antes de adentrarnos en una cálida habitación de madera intensamente iluminada. Grupos variopintos de hombres altos y corpulentos vestidos con camisas de lana y gorras de béisbol daban vueltas con aire inseguro bebiendo a sorbitos sus refrescos de fruta en vasos de papel. Estos hombres trabajaban solos en lo más profundo del bosque con sus motosierras, o vivían en comunión íntima con sus cerdos en unos establos oscuros cuyas ventanas permanecían tapadas por la nieve, y charlar sobre temas triviales no era lo que mejor sabían hacer. Cuando Tord y Ernst entraron se hizo un silencio que detuvo, para gran alivio de los concurrentes, sus espasmódicos y constreñidos intentos de entablar conversación.
– ¡Hejsan! -hola -exclamó Ernst mientras pasábamos por la sala. Todos bajaron los ojos y movieron nerviosamente los pies de un lado a otro llenos de embarazo.
– ¡Hej, Ernst! -murmuró algún valiente.
– Hej, hej, hej… -añadieron a coro en voz baja. Estaba claro que Ernst era el dueño del cotarro, lo que quiera que éste fuese, y cuando hablaba la gente le escuchaba, acogiendo con alivio cualquier cosa que dijese porque gracias a ello nadie más estaba obligado a decir nada. Por eso todos los reunidos permanecían pendientes de sus palabras.
– Esta noche tenemos a un inglés entre nosotros -anunció Ernst-. Va a hablarnos de la agricultura y la ganadería en Inglaterra.
– Maldita sea, Ernst, no puedo… -farfullé, antes de que mis palabras fueran ahogadas por una ronda de tibios aplausos. Dirigí la mirada al mar de gorras de béisbol (bueno, por lo menos serían veinte) inclinadas hacia arriba y comencé-. Esto…, buenas tardes -dije.
– Go'afton -replicaron uno o dos.
Se hizo una pausa.
– Realmente no soy ningún experto -aventuré tratando de ganar tiempo-. No sé mucho sobre el aspecto técnico de la agricultura, ni siquiera sobre cosas corrientes como las tasas de conversión de materia seca o la recuperación del subsidio… ¿no podría, esto…, simplemente contestar a algunas de vuestras preguntas sobre animales y cosechas?
Las gorras de béisbol apuntaban hacia mí con expectación, pero nadie se decidía a romper el silencio, hasta que finalmente Ernst puso las cosas en marcha.
– Kris -comenzó (kris quiere decir «crisis» en sueco)-, dinos, ¿con qué tamaño vendéis una vaca en Inglaterra?
Por el asentir concertado de las gorras vi que se trataba de un tema que suscitaba un interés universal. Sin embargo, no tenía la menor idea del tamaño con que vendíamos las vacas en Inglaterra. Traté de imaginar una vaca, el tipo de vaca gorda que podría ponerse a la venta. Las vacas son unos bichos enormes, con grandes panzas colgantes y unas cabezas descomunales. Hice un cálculo mental rápido.
– Bien, pues supongo que con un par de toneladas.
De la multitud de gorras surgió un grito ahogado, seguido de un animado murmullo. Evidentemente, me había pasado en mis cálculos.
– Por supuesto -añadí-, una vaca así sería muy grande, en realidad una de las más grandes. Supongo que un tamaño más normal sería de alrededor de una tonelada y media.
Nuevos gritos ahogados aún más incrédulos. Me había hundido hasta el cuello.
– Y por supuesto muchas de ellas son bastante más pequeñas… algunas, incluso, solo pesarían una tonelada, las más canijas, claro está.
Las cosas fueron empeorando cada vez más. Para el final de la velada había pintado una imagen de Inglaterra como una tierra poblada por unos animales de proporciones fabulosas y llena a rebosar de los más inverosímiles cultivos y las más asombrosas cosechas.
Más tarde, una vez en el coche, Björn rompió el denso silencio.
– No te preocupes, Kris -dijo-. La gente da demasiada importancia a los datos.
Hizo una pausa.
– Lo que has dicho ha sido… bueno, digamos que inusual. Ha hecho que la gente se despertara.
– Björn -gemí-. ¿Cómo he podido decir que una vaca pesa dos toneladas? ¡Eso supone casi tres veces su tamaño normal! Deben estar pensando que soy un auténtico gilipollas.
– No sé -dijo Tord desde el asiento trasero. Hablaba sin apenas poder contener la risa-. ¡Tampoco es que hayas dicho que alguna vez les limpiaste el establo!
Le tomé bastante cariño a Björn durante la semana que estuve en Norbo. Los tristes días que pasamos juntos en el establo de las ovejas nos hicieron llegar a un cierto grado de cordialidad; un par de noches cruzamos esquiando el mar a la luz de la luna, y otra fuimos al baile del pueblo, donde nos dedicamos a mirar a las chicas desde las sombras apoyados en una pared mientras bebíamos whisky de una botella de Coca-Cola escondida en una bolsa de papel de estraza.
Cuando Björn anunció que creía que solo quedaban cuatro ovejas, sentí una oleada de afecto hacia mi melancólico amigo, que ni siquiera se disipó cuando esas cuatro se convirtieron en quince o más escondidas en la penumbra. Mientras nos dirigíamos a la puerta del establo salió el sol, y unos rayos finos como agujas se filtraron por los agujeros del revestimiento podrido de las paredes pintando manchas en los palpitantes flancos esquilados de las ovejas, cuyo aliento se escapaba en forma de vaho. Björn miró su rebaño con evidente alivio y, quitándose la manopla, me estrechó solemnemente la mano.
– Gracias te daré -me dijo.
Al día siguiente, lancé mis cosas al interior del coche y volví a cruzar el mar, desplazándome a otra media docena de granjas separadas por fatigosas travesías de bosques infestados de alces.
Como de costumbre, el viaje duró alrededor de un mes: mucho tiempo para estar fuera de casa, y mucho tiempo para pasar a oscuras, en la carretera o entre ovejas. El momento culminante fue la llegada de una carta de mi familia mientras me encontraba en una de las granjas. Chloë me enviaba un breve poema en español acompañado del dibujo de una princesa, y Ana me escribía una maravillosa y divertida carta con unas noticias trascendentales.
Al parecer mis amigos editores de Londres opinaban que tal vez iban a poder sacar algún provecho de mis historias del cortijo, y habían enviado un adelanto para que pudiera ponerme manos a la obra y terminar de escribirlas. «Prepárate para ser un escritor de éxito -advirtió Ana con tono de cansancio-. No tienes más que vender unos cuantos cargamentos de libros y nunca más necesitarás regresar a Suecia para esquilar ovejas.»Ante esta remota perspectiva sonreí bovinamente lo haría una vaca gigante en los prados de Inglaterra.