En Granada, las nubes se reagruparon y pidieron refuerzos para bañar la ciudad en torrentes de agua. Pero yo estaba de buen humor y, armado con el dinero que me había caído del cielo, entré con paso decidido y me compré el cargador de baterías. ¡Solo 12.000 pesetas! No daba crédito a mi buena suerte. Quedaría lo suficiente para comprar algo especial para comer, y tal vez una bola plateada para colgar de nuestra rama navideña de pino carrasco que goteaba en el rincón del cuarto de estar.
Fui a una tienda y compré un par de botellas de buen vino tinto, algunos adornos de chocolate para el árbol y dos faisanes. Por aquí no se ven muchas de estas aves, así es que suponían un capricho muy especial. De hecho, no habíamos comido faisán desde los días en que vivíamos en una casita de campo alquilada junto a una autovía en el sur de Inglaterra. Ana había tenido allí un admirador que era guarda de caza y, a veces, como prueba de su amor imposible, nos engalanaba el porche con aves de caza muertas. Al volver a casa por la noche, nos golpeaban la cara los faisanes colgados de los lilos junto a la puerta. Nos dábamos verdaderos banquetes con ellos hasta que ya no pudimos aguantarlos más.
Desde Granada, Black Bess y yo regresamos bajo la lluvia a Las Alpujarras. Las míseras porciones de luna delantera que iban despejando los limpiaparabrisas eran totalmente insuficientes para ver la carretera, y la calefacción pronto renunció a su batalla contra el vaho de las ventanillas. El traqueteo del coche, el murmullo de los neumáticos en la carretera, el estruendo de la inútil calefacción y la lluvia aporreando el techo del coche contribuyeron a que al llegar a la encina estuviera temblando y con los nervios destrozados. Este árbol marcaba el lugar en que la pista empezaba a ser peligrosa, por lo que me eché a un lado, paré el motor y cerré los ojos en el silencio de la noche. Me puse a pensar en Chloë y en Ana, esperando en nuestra deprimente casa allí abajo en la profundidad del valle. Pero entonces, incapaz de evitarlo, me quedé dormido.
Cuando me desperté todo estaba en silencio, la lluvia había cesado de aporrear el techo y una media luna avanzaba suavemente con Venus por el cielo entre unas nubes que se deslizaban vertiginosamente. El cargador de baterías era enorme y pesaba mucho. Con técnica de marinero lo amarré a mi mochila y me lo cargué a la espalda. Después me eché los faisanes al hombro e inicié el largo trecho cuesta abajo. Al principio andaba con energía, pero al cabo de unos minutos ya iba a paso de tortuga. La menor sacudida o zarandeo al dar un paso hacían que el borde de la cubierta de acero del cargador chocara contra la parte de atrás de mi cadera. Tardé una hora y media en bajar la pista, que ya era de por sí accidentada pero que en aquella ocasión estaba peor de lo que jamás la había visto, con grandes surcos excavados por la lluvia y llena de rocas esparcidas por los desprendimientos de tierras.
Los faisanes rebotaban resignados en mi espalda y el cargador me rozaba hasta dejarme en carne viva, pero era una noche preciosa. Cuando llegué a la cima del cerro, me detuve anonadado por la vista del profundo valle envuelto en su negrura y, abajo a lo lejos, los dos ríos como de plata fundida saliendo con furia del desfiladero en El Granadino y siguiendo su curso a través de la vega de Tíjola hasta llegar al puente de los Siete Ojos. Me agaché junto a una roca para aliviar un poco mis hombros del escozor del peso y contuve el aliento tratando de escuchar el silencio y el distante sonido de las aguas. De repente se oyó el ruido de un enorme animal pasando al galope. Me puse de pie sobresaltado, con un difícil y doloroso movimiento, y miré en derredor mío para ver desaparecer entre los matorrales los cuartos traseros de un jabalí. Había estado justo a mi lado y casi podía sentir el calor de su aliento.
Tras otra hora más de cauteloso descenso lancé un silbido para que los perros se pusieran a ladrar, y todos ellos se precipitaron en tropel monte arriba para saludarme, meneando la cola con sencillo deleite. Llegamos a la casa juntos y colgué los faisanes por el cuello en el porche -eso es lo que suele hacerse con los faisanes-, tras lo cual metí el cargador en el cobertizo, dispuesto para ser conectado el día de Navidad. Luego, Ana, Chloë y yo pasamos una tranquila velada de Nochebuena sentados bien erguidos en sillas de madera, con las botas de agua puestas, abriendo crismas, leyendo en voz alta retazos de cartas y engullendo los adornos de chocolate que no habían cabido en la rama de pino.
A la mañana siguiente nos despertamos tarde y -oh, milagro de Navidad- en un despejado cielo matutino lucía un sol resplandeciente que iluminaba los pliegues de la Contraviesa con matices de verde y dorado. Yo estaba ilusionado por darle a Chloë su regalo, a pesar de que solo se trataba de una cama de fabricación casera que le había hecho para la muñeca. La había construido con madera blanca y le había pintado un delicado motivo floral en la cabecera, mientras que Ana le había confeccionado sábanas, mantas y almohadas a juego. Chloë se quedó encantada con ella -sobre todo porque habíamos conseguido de algún modo que no se mojaran las sábanas ni las mantas-, así como con los regalitos que Ana le había metido en el tradicional calcetín navideño, consistentes en una o dos mandarinas, unas pocas almendras, algunos higos, unos caramelos y un pedazo de carbón envuelto en papel de plata. Es absolutamente cierto que no se necesita gastar mucho dinero para hacer felices a los niños. Había llegado el espíritu de la Navidad y, con el festín que nos esperaba, el vino y el cargador de baterías, me sentía lleno de regocijo.
Abrí de par en par la puerta para dejar que entrara el sol, y ahí en el porche, girando en los extremos de unas delgadas cuerdas, estaban las cabezas de los faisanes. Recordé que había colgado allí unos faisanes enteros la noche anterior… tal vez se habían podrido por el cuello y se habían caído. No, no había nada en el suelo. Finalmente me di cuenta de la espantosa verdad. Los perros se habían comido el resto de los faisanes, con plumas incluidas, dejándonos solo las cabezas dando vueltas colgadas en el porche.
Yo había querido que los faisanes fuesen una sorpresa para Ana y no le había dicho nada la noche anterior. Me vio mirando por la puerta con la boca abierta y se me acercó rodeándome con el brazo.
– Ay, Chris, qué estupendo, compraste faisanes para nuestra comida de Navidad…
– Sí… pero… ahora solo quedan las… las… -no podía pronunciar la palabra.
– Las cabezas. Quieres decir las cabezas, ¿verdad? Supongo que compraste faisanes enteros y los colgaste donde los perros pudieran cogerlos.
– Sí… -dije en voz baja.
– No importa. La intención es lo que cuenta, y tu intención era muy buena. De todos modos, siempre podemos hacer una sopa con las cabezas -con unas patatas fritas y unos huevos nos vendrá muy bien para una comida de Navidad.
Me fui cabizbajo a conectar el cargador de baterías a nuestro sistema eléctrico. No hizo ni atisbos de funcionar, ni siquiera saltó una chispa. Había algo fundamental que fallaba o, de lo contrario, me habían vendido un trasto inútil.
Pero al menos los perros no se habían bebido el vino. Ana los adornó con trozos de espumillón, tuvimos huevos fritos con patatas para comer y después nos fuimos todos a sentarnos al sol junto al río. He pasado días peores de Navidad.
Una noche en la sierra
Justo por debajo del pico del Mulhacén, que con sus 3.450 metros es el más alto de Sierra Nevada y, de hecho, de toda la Península Ibérica, están los borreguiles. Antaño, se consideraba que un borrego no era apto para comer hasta que no había pasado un verano pastando en la fresca hierba que tapiza estos prados de alta montaña, lo que explica el origen de la palabra.