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Le sonreí a Ana y ella me respondió con otra sonrisa de puro deleite y felicidad. Ya solo el llegar hasta aquí había merecido la pena, aunque yo sabía que aún quedaba un larguísimo trecho hasta los borreguiles, donde planeábamos pasar la noche. Existe un refrán en España que dice que «si rey con tus amigos te quieres sentir, a un lugar hermoso los has de conducir», y creo que tiene mucha razón.

Horas más tarde el sol se había escondido por detrás del pico del Veleta y los valles estaban llenos de sombras. Ana y yo avanzábamos penosamente, sumidos en un pesado silencio tras casi seis horas de una subida de más de 1.500 metros. Yo estaba decidido a que llegáramos a los borreguiles antes de que se hiciera de noche.

Este último valle, donde el recién nacido río Poqueira se precipita a gran velocidad entre las rocas y la hierba, era tan empinado y difícil como la primera cuesta de la mañana, solo que ahora ya no nos quedaban muchas fuerzas. Sin embargo, seguimos trepando lentamente hasta alcanzar por fin el más bajo de los prados. Casi había oscurecido, y las pocas gencianas que había en este borreguil se habían ido a dormir, cerrando apretadamente sus pétalos para abrigarse del frío de la noche que se avecinaba.

Ana y yo nos dejamos caer en una roca que aún conservaba el calor del intenso sol diurno y allí permanecimos hasta que nos echó el aire glacial de la noche. Me puse a sacar las cosas de la mochila. Sacos de dormir, jerseys, botellas de agua -ahora totalmente helada-, comida, una linterna, tiritas, crema hidratante… ¡Crema hidratante!

– ¿Para qué demonios quieres crema hidratante?

Ana dijo que ella no iba a ninguna parte sin crema hidratante.

– Eso me parece muy bien, ¡pero yo soy el pobre desgraciado que tiene que acarrearla!

– Bueno, si quieres yo la llevo de bajada -se ofreció.

Encontramos un lecho blando donde poner los sacos de dormir y estiramos nuestras doloridas extremidades para descansar en lo posible. Una hora más tarde, o tal vez dos, después de darnos vueltas y más vueltas y hacer otra serie de intentos de encontrar una postura cómoda, una luna llena se elevó por encima de las negras rocas hacia el este y su fría luz plateada inundó nuestro pequeño valle. Me di otra vuelta más y miré a Ana.

– ¿Estás dormida?

– No, claro que no.

Nos levantamos y nos asomamos al borde del prado. A nuestros pies se extendían Las Alpujarras, bañadas en la luz de la luna. Había una bruma que se arremolinaba en los valles como un mar de leche, y los montes eran como unas oscuras islas, las Islas Afortunadas, al parecer. La escena estaba envuelta en un profundo silencio, hasta que un perro comenzó a ladrar en algún lugar de la inmensidad de la noche. Otra serie de perros respondieron a su llamada en la lejanía, y durante breves momentos los valles resonaron con sus ladridos; pero después el silencio volvió a invadir la noche.

Nos quedamos absortos sin pronunciar palabra, casi sin respirar por miedo a que se rompiera el hechizo. Entonces Ana se estremeció con un pequeño escalofrío.

– Dios mío, y pensar que vivimos ahí abajo, en ese lugar.

Lancé un gruñido. Cuando dos personas se han conocido durante mucho tiempo, a veces un gruñido es suficiente.

– Es increíble, un privilegio -continuó mientras nos arrebujábamos en nuestros sacos de dormir.

Volví a gruñir y cambié de postura el brazo con que le rodeaba el hombro, que se me estaba quedando dormido.

Los valles de Las Alpujarras se extendían inmediatamente por debajo de nosotros y, hacia el sur, elevándose oscura entre las neblinas, se alzaba la gran masa de la Contraviesa y de la Sierra de Lújar. Si levantábamos los ojos por encima de las sierras de la costa, veíamos la luz de la luna sobre el lejano Mediterráneo.

– Chris -susurró Ana.

Esperé unos momentos.

– Tú sabes que van a seguir adelante con la construcción de la presa en el valle, ¿verdad?

– Sí -respondí en la oscuridad-. Sí que lo sé.

Por primera vez desde que habíamos oído la noticia, de algún modo nos parecía soportable. Seguimos hablando hasta bien entrada la noche, liberados por decir lo que habíamos dejado sin decir, y descubrimos que habíamos llegado prácticamente a las mismas conclusiones. Queríamos quedarnos, incluso si el agua y los sedimentos fluviales se comían el cortijo, y Chloë también lo quería, que nosotros supiéramos. Pasara lo que pasase, primero intentaríamos adaptar a ello nuestras vidas. Ya habíamos echado raíces aquí, y levantar el campo y marcharnos no era la opción que había sido en otro tiempo.

Por otro lado, nos sentíamos en cierto modo responsables de quedarnos para vigilar lo que le sucedía a la tierra -no solo a nuestro propio cortijo, sino al valle y al panorama más amplio de Las Alpujarras. Aunque hubiésemos perdido la batalla de la presa, podíamos aceptarlo y utilizar lo que habíamos aprendido para batallas futuras.

En cualquier caso, estuvimos de acuerdo en que no iba a pasar nada durante algún tiempo. Nada sucede deprisa en España.

Por muy bonito que sea, no se duerme demasiado bien enfundado en un saco de dormir en un prado de montaña. Nos dimos vuelta tras vuelta, revolviéndonos y tintando mientras procurábamos que no nos deslumbrara la luz de la luna, pero fue solo al salir el sol cuando nos quedamos por fin dormidos. Y así permanecimos hasta que el astro estuvo lo suficientemente alto en el cielo como para empezar a calentar los sacos de dormir.

Salimos arrastrándonos de nuestros sacos, guiñando los ojos por la intensidad de la luz. Por todas partes a nuestro alrededor se habían abierto las gencianas, y la hierba estaba oculta bajo una nube de intensísimo azul. El cielo era de color azul claro, y allí estaban las oscuras rocas y la alfombra azul intenso del prado con su transparente lago en el centro. Nos parecía como si nos hubiésemos despertado en un mundo totalmente diferente.

Resultaba imposible decir nada; nos limitamos a quedarnos boquiabiertos. Nos hizo falta algún tiempo para acostumbrarnos al fenómeno pero después, poco a poco, bajamos de la nube y nos desayunamos con cerezas y agua de manantial. Todo ese dolor, todo ese ascenso implacable y sudoroso habían merecido la pena para poder despertar una mañana de tu vida en un lugar como éste. Ana estuvo de acuerdo conmigo.

Mientras estábamos sentados disfrutando del calor del día oímos un roce, un resbalar de rocas y por último el inconfundible tintineo del cencerro de una oveja. Uno de estos animales se deslizaba por la ladera pizarrosa de encima del prado y, al vernos, se detuvo, se agachó y se puso a hacer pis mientras nos miraba inexpresivamente. Se le unió otra oveja, que hizo exactamente lo mismo. Por alguna razón las ovejas siempre suelen hacer esto: cuando ven a una persona, se agachan y hacen pis -a menos, por supuesto, que se trate de carneros, en cuyo caso simplemente se quedan de pie y babean.

A este par de ovejas se le unió otra y luego otra, y pronto había todo un rebaño de varios centenares de ovejas bajando de las rocas a toda velocidad hacia el prado, balando y tintineando con docenas de cencerros. Se desplegaron por el valle, ocupándolo de un extremo al otro y, tras beber en el lago hasta saciarse, se pusieron a comerse las gencianas. Les llevó aproximadamente media hora, y cuando terminaron no quedaba ni una sola flor; el prado había vuelto a su verde habitual.

Ana y yo fuimos las últimas personas en ver las gencianas aquel año. Echamos a andar pendiente abajo mientras nos preguntábamos si acabábamos de ver demostrada alguna cuestión filosófica, aunque sin conseguir establecer de qué podía tratarse. Tal vez tuviera algo que ver con aprovechar el momento fugaz antes de que llegue algún condenado herbívoro y lo aproveche primero.