Nos hizo falta la mayor parte de un largo y caluroso día para regresar hasta Pampaneira y el coche. Exhaustos y silenciosos, fuimos bajando trabajosamente, sintiendo con cada sacudida un dolor intenso en los músculos de las rodillas y de los muslos. Al entrar en el valle, observamos una nube de polvo elevándose desde el cauce del río y oímos lo que nos pareció el estruendo de maquinaria pesada.
Cuando llegamos a nuestro puente tuvimos que esperar a que las ovejas de Domingo acabaran de cruzarlo. El propio Domingo estaba al otro lado, contándolas según iban pasando.
– Hay una máquina en el valle -anunció-. Ahí abajo en El Granadino. Han empezao la presa.
Fauna de laguna
A la mañana siguiente nos encaminamos a El Granadino para ver por nosotros mismos lo que estaba haciendo la máquina en el cauce del río. Era un día de fuerte calor sin una brizna de aire, pero cerca del desfiladero siempre corre una brisa y, al aproximarnos a sus altas escarpaduras rojizas, sentimos un aire fresco en la cara. Trepamos por un montón de piedras. «¡Dios mío! ¡Mira eso!», exclamó Ana. Una enorme excavadora amarilla dormitaba bajo las paredes de roca. Junto a ella la superficie del acantilado había quedado desnuda, roída vorazmente por la máquina hasta quedar reducida a su esqueleto. Las mismas raíces de la montaña habían quedado limpias, como si fueran caries excavadas en una muela.
Nos quedamos mirando la espantosa escena en silencio; no había mucho que decir. Parecía tal intromisión, tal acto de violencia gratuita perpetrado en el tranquilo valle y en el cauce de su río, hasta entonces salpicado de rocas desparramadas sin orden. Había sido un lugar de perfecta tranquilidad. A veces veníamos aquí las tardes de verano para disfrutar de la brisa y sentarnos a mirar cómo las golondrinas y los murciélagos volaban casi a ras del agua, lanzándose de repente en picado para beber. Regresamos a paso lento río arriba, inmersos cada uno en nuestros propios pensamientos.
Al llegar al cortijo nos encontramos con Trev, ocupado en arrastrar mangueras de un lado para otro. Hacía tanto tiempo que no habíamos trabajado en serio y de modo organizado en la piscina que tardé un poco en asimilar las implicaciones que este hecho tenía.
– Buenas, maestro -le dije, con bastante más jovialidad de la que sentía-. No me digas que realmente vas a llenar de agua esta piscina…
– No sé que otra cosa podría hacer con estas mangueras -respondió lacónicamente mientras encajaba el extremo de la manguera entre dos rocas junto al estanque de los peces.
– Bueno, será interesante ver si la piscina se llena de agua antes de que el valle se llene de sedimentos -dije con tono sombrío.
Trev me miró de cerca.
– No es típico de ti hablar de ese modo.
– No te extrañes de que lo haga. Ana y yo acabamos de ir a echar un vistazo a la obra de la presa. Ya no nos quedan muchas dudas de que vaya a seguir adelante.
– Chris, no puedes pensar seriamente que toda esa inmensa superficie del valle vaya a llenarse mientras tú vivas. Incluso para alcanzar el nivel del establo la cola tendría que llegar casi hasta Torvizcón.
Torvizcón es un pueblo que está por lo menos seis kilómetros río arriba.
– ¿De veras lo crees? Porque eso es exactamente lo que creo yo, solo que me resulta difícil tomar en serio mis propias opiniones.
– Mira -dijo Trev sentándose a mi lado-. No tienes más que mirar el tamaño de los valles de esos ríos. He estado haciendo algunos cálculos en mi ordenador. Por supuesto, no significan nada: nadie puede dar unas cifras reales para este tipo de cosas. Pero calculo que el volumen de limo que haría falta para alcanzar este nivel donde estamos ahora sentados serían varios miles de millones de metros cúbicos. Las probabilidades de que pierdas siquiera los campos del río mientras vivas son bastante remotas. Realmente no deberías preocuparte, ¿sabes?
El dictamen de Trev no era nada nuevo. Ya llevaba meses diciendo más o menos lo mismo mientras yo no hacía más que preocuparme por la presa. Pero de alguna manera esta vez sus palabras tuvieron eco, ejerciendo un efecto tranquilizador que me cogió por sorpresa. Dirigí una sonrisa a Trev.
– Quizás tengas razón, no deberíamos preocuparnos – dije volviéndome hacia la piscina-. Así que realmente vamos a poder nadar en ella por fin… Casi no puedo creerlo.
– Yo que tú no me entusiasmaría tanto…
– ¿Por qué? ¿Cuándo estará llena?
– Pues, teniendo en cuenta su forma elíptica, el progresivo ensanchamiento de los escalones y el ángulo de inclinación entre la parte poco profunda y la profunda, y calculando un caudal lento de, digamos, once litros por minuto más algo de evaporación, debería llevar como nueve días. -Trev hizo una pausa para frotarse la nariz-. Eso, suponiendo que no utilices el agua para nada más.
Dirigimos la vista hacia el hilo de agua que poco a poco iba extendiéndose por el suelo alicatado de la ecosfera. Corría tan lentamente que resultaba difícil imaginar cómo iba a llegar hasta arriba alguna vez.
Tal como Manolo había señalado al principio, la gente que construye piscinas por estos lugares espera que estén listas para poderse bañar en ellas en un plazo de quince días. Pero no nuestra ecosfera (para nadar). Llevaba ya doce meses en construcción y ni siquiera estaba aún terminada. Trev todavía tenía que construir la noria, aunque por el momento había improvisado una bomba, mucho menos agradable desde el punto de vista estético y bastante menos eficiente.
Al igual que tantas otras veces desde que comenzó el disparatado proyecto, tanto Chloë como Ana se mostraron algo recelosas de mi entusiasmo. A medida que fueron pasando los meses y que aparecieron grandes huecos en el programa de trabajo mientras esperábamos a que nos llegara alguna pieza o material esencial, empezaron a sugerir que había tenido la imprudencia de dejarme subyugar por el arquitecto y sus maquinaciones. Luego habíamos recibido la noticia de la presa, y la piscina de ecosfera empezó a parecemos, incluyéndome a mí, una distracción frívola y costosa. Había semanas en que pasaba de largo por el lugar al parecer abandonado sin querer hacer frente a la idea de que todo ello podía ser un gran elefante blanco. Pero entonces reaparecía Trev y nos sentábamos al borde del agujero de hormigón con las piernas colgando mientras él me explicaba por centésima vez los cálculos de volumen y fuerza de ascensión, y la exquisita complejidad de la forma en sí de la piscina. Yo mantenía una especie de fe en el proyecto y me consolaba con la sencilla belleza del estanque de filtrado, con sus peces, sus rocas y carrizos, sus nenúfares y libélulas negras aterciopeladas, sus zapateros de agua y renacuajos, y la delgada culebra que había decidido instalarse allí.
Cada mañana yo echaba una mirada furtiva a la piscina para ver si realmente el nivel del agua había subido o no. Parecía estar igual, aunque Trev, que andaba enredando por los alrededores con un nivel y un metro o una regla de cálculo, me aseguraba que todo se estaba desarrollando de acuerdo con sus cálculos. Y entonces una mañana, nueve días más tarde, ahí estaba el agua rebosando y derramándose por el borde, corriendo por los canalillos de piedra y cayendo en cascada entre las rocas al estanque de los peces -ante la consternación de estos últimos. Trev la miraba pensativamente mientras se frotaba un lado de la nariz.
– ¡Dios, Trev!… ¡Funciona! Mira, está llena de agua y funciona. ¡Es increíble!
– No -dijo Trev-. No está bien del todo; el agua corre por los canalillos demasiado deprisa para que los rayos ultravioletas sean totalmente eficaces en el proceso de purificación. Vamos a tener que subir los niveles una pizca.