– Entonces -dijo alargando la mano con una amplia sonrisa-, ¿cómo te ha ío en Suecia?
– No me ha ido mal -respondí y, espoleado por este comienzo inusitadamente expansivo, le conté lo de mi contrato para escribir un libro mientras él me escuchaba en silencio.
– ¡Um!, no está mal si te gustan esas cosas -comentó, comenzando acto seguido a hablarme de una disputa sobre pastizales. Me sentí curiosamente decepcionado por su falta de interés.
– ¿Y tú, Domingo, cómo van las cosas en tu lado del río? ¿Y cómo está Antonia?
– 'Tamos bien -respondió-. También he estao haciendo otras cosas. Tendrías que venir a verlas. ¿Por qué no vienes… -dijo bajando los ojos mientras empujaba una piedra con la punta del zapato-… o venís tós a cenar mañana por la noche?
Y eso fue todo, una simple invitación, hecha con una cierta dosis de embarazo. Pero creo que los dos la reconocimos como algo diferente. En los trece años que llevaba viviendo en el valle, nunca antes me había invitado Domingo formalmente a cenar a su casa. Era evidente que la vida de cada uno de nosotros se había desviado levemente de su eje: yo me encontraba de pronto con un contrato en la mano para escribir un libro, y Domingo se dedicaba a extender invitaciones para cenar.
Le miré socarronamente durante unos momentos.
– Bueno… sí, por supuesto que iremos -le dije.
Seguimos de pie un rato más mientras Domingo me explicaba los problemas que estaba teniendo con unos cazadores y unos propietarios del cerro que había a nuestras espaldas. Después, desatando su burra de los carrizos donde la había amarrado, mi vecino se montó en ella y echó a andar al trote camino arriba, mientras yo seguía andando hacia el puente absorto en mis pensamientos y preguntándome qué capricho del destino había querido que Domingo hubiera formado pareja con una escultora holandesa.
Durante casi cuarenta años Domingo había llevado una vida tranquila y más bien solitaria en el cortijo de su familia. Parecía bastante satisfecho, pero su vida y su trabajo apenas se beneficiaban de su aguda inteligencia y su sed de nuevas ideas y conocimientos. Una breve temporada trabajando en Barcelona en una fábrica había puesto fin a las ansias de conocer mundo que hubiera podido sentir, pero a cambio se puso a aprender todo lo posible acerca de las ideas y costumbres noreuropeas de sus vecinos extranjeros, Joop yMarijke, una pareja holandesa que vivía valle abajo, en La Cenicera, y nosotros.
Y entonces un verano llegó una holandesa pecosa de pelo castaño llamada Antonia. Se dedicaba a hacer esculturas de los distintos animales que había en nuestro valle y decidió quedarse, haciendo un improvisado hogar del cortijo abandonado de La Herradura. Las ovejas de Domingo pacían de vez en cuando en La Herradura, pero el verano en que Antonia empezó a vivir allí se convirtieron en parte de la decoración, pastando en la finca hasta dejarla como una mesa de billar. Para cuando empezaron las lluvias de octubre, Domingo había convencido a Antonia para que se fuera a vivir con él a su cortijo, e inmediatamente después comenzó a reconstruir la casa para alojar a su primer y único amor |unto con su taller de artesanía.
Antonia regresó a Holanda, en donde pasó gran parte del invierno obteniendo encargos y ocupándose del fundido en bronce de sus modelos, pero a principios de primavera regresó al valle. Ana me había escrito diciendo que se habían hecho inseparables y que en aquellos momentos estaban trabajando juntos arreglando el viejo y destartalado cortijo de Domingo. Yo estaba intrigado por ver qué es lo que estaba sucediendo.
Atravesé nuestro desvencijado puente de madera hasta alcanzar los verdes campos a orillas del río. Allí, los penachos gigantes del bosque de eucaliptos se elevan por encima de los olivos que bordean el campo de alfalfa. La propia alfalfa, salpicada de florecillas azules, tiene el más profundo color verde que uno pueda imaginar, y en verano con solo mirarla sientes una sensación de frescor. En este lugar el camino atraviesa lo que es prácticamente un túnel de gigantescas zarzamoras, tamariscos y retama, y a partir de ahí comienza la cuesta que asciende hasta la casa.
Éste es el momento en que siempre suelen empezar a asaltarme preocupaciones acerca de mi vuelta a casa. ¿Estarían Ana y Chloë tan contentas de verme como me habría gustado pensar que lo estaban, o se mostrarían frías y un tanto molestas de que hubiera vuelto a introducirme en sus vidas justo cuando se habían acostumbrado a estar sin mí? ¿Les decepcionaría que después de tantas semanas de separación siguiera siendo el mismo tipo normal y corriente de antes? A medida que subía penosamente la cuesta iba dándole vueltas a estos pensamientos, hasta que de pronto, bajando a toda velocidad, llegaron los perros meneando el rabo locos de alegría, saltando y cubriéndome de polvo y de babas. Ellos sí sabían quién era yo y les importaba un bledo que fuera del montón. Eso me dio ánimos.
Entonces, antes de que me diera tiempo a extender los brazos, Chloë se lanzó de golpe contra mi pecho. Cuando miré hacia arriba entre aquel amasijo de brazos, piernas y patas vi a Ana sonriendo en la terraza. Chloë miró al mismo tiempo y los tres nos sonreímos tímidamente.
A la tarde siguiente, con una botella de vino bajo un brazo y balanceando a Chloë entre Ana y yo con el otro, atravesamos el valle y nos encaminamos a paso lento a la casa de Domingo y Antonia. Por detrás se oía el aullido lejano de los perros, que veían con malos ojos que les dejáramos atados en la terraza. El aire era mucho más fresco en el fondo del valle, y una casi imperceptible brisa nos traía el olor embriagador de la retama en flor, junto con alguna que otra esporádica vaharada a estiércol de oveja.
El tinao de Domingo (el pequeño patio cubierto que constituye la principal zona de estar de todas las casas alpujarreñas) tenía muchas más flores y plantas de las que yo recordaba, y la oscura cocina de antes contaba ahora con una claraboya, una reciente innovación que consistía en un agujero abierto en el tejado y cubierto por el parabrisas de la vieja furgoneta Mercedes que, desde que yo recordaba, había permanecido arrumbada entre los matorrales junto al gallinero. Esto había mejorado las cosas de tal manera que ahora uno podía ver lo que estaba haciendo en la cocina. Antes la madre de Domingo había tenido que efectuar sus tareas más bien al tacto y por instinto.
Acercamos nuestras sillas a la mesa, en el centro de la cual había un tarro de mermelada con una de esas hermosas etiquetas adhesivas para conservas caseras pegada en su exterior. Lo cogí y le di la vuelta distraídamente. En la etiqueta se leían las palabras «Mermelada de membrillo y nueces», escritas con una cuidadosa letra.
– Es buena, pero me parece que le puse demasiao membrillo -dijo Domingo-. Ésta es mejor, llévatela a tu casa -y me entregó otro tarro que había en un estante, esta vez con una etiqueta donde ponía «Níspero y jengibre».
– ¿Quién ha hecho las etiquetas? -pregunté.
– Yo -dijo Domingo.
– Domingo tiene unas ideas extrañas sobre la mermelada -comentó Antonia, como si el experimentar con mermeladas fuera la ocupación más natural de un pastor alpujarreño-. Pero a veces dan un resultado muy bueno. Esa de ahí es deliciosa.
Ana me miró con intención y me dio un puntapié por debajo de la mesa para que no me quedara con la boca abierta, mientras Antonia nos servía a todos un misterioso mejunje que había preparado, sazonado con jengibre y cilantro recién cortado. A medida que sus sabores orientales inundaban mis sentidos, me puse a pensar que algo extraño estaba sucediendo en nuestro pequeño valle.
Después de comer fuimos a visitar el estudio, que era la habitación antes dedicada a los cerdos y cuya transformación Domingo estaba llevando a cabo. Chloë y Ana se pusieron a deambular admirando las figuras de bronce, algunas de las cuales eran antiguas conocidas, entre otras una excelente reproducción de Lola y un temible jabalí. Ana cogió una nueva, una cabra montés maravillosamente reproducida y, sosteniéndola con cuidado en la mano, se volvió para mostrármela.