– ¿Qué os parece? -preguntó Antonia sonriendo.
– Es maravillosa -replicamos los dos al mismo tiempo-. Una de las mejores que has hecho, Antonia -añadí-. Reproduce a la perfección la gracia de movimientos de una cabra montés.
– También les pareció eso a los trabajadores de la fundición, y ellos no suelen hacer comentarios sobre los objetos que funden -añadió-. Me sentiría halagada si fuera mía. -Y se volvió para sonreír a Domingo-. Él no sabe el talento que tiene.
Ana y yo nos quedamos boquiabiertos, dirigiendo nuestros ojos desde la cabra montés a su escultor. Esta era otra noticia extraordinaria cuya trascendencia me costaba asimilar, pero Ana, como de costumbre, me había tomado la delantera.
– ¿Quieres decir que la has hecho tú? -exclamó.
– Bah, no es ná -respondió Domingo encogiéndose de hombros-. Simplemente la estuve mirando un rato y la copié.
Después, entusiasmándose con su papel de artista expositor, se fue a buscar los diferentes toros, cabras montesas y caballos que había modelado en cera con herramientas de madera y caña que se había fabricado él mismo.
Si a Antonia le inquietaba mínimamente el que Domingo se revelara también como escultor, lo ocultaba muy bien. Recordé cómo le había enseñado yo a esquilar ovejas y cómo el alumno había aventajado a su maestro en muy poco tiempo.
– Voy a intentar vender algunas -continuó Domingo-. Antonia cree que puede conseguir que una galería de la costa exhiba algunos de mis animales. A lo mejor es algo que puedo hacer cuando ya esté demasiao viejo para pasarme el día yendo detrás de las ovejas por estos montes.
De vuelta a El Valero, decidí que había llegado el momento de coger por los cuernos mi propio nuevo futuro profesional. Me levanté inusitadamente temprano y me sumergí en mis faenas matutinas. El ejemplo de Domingo me había dado la idea y hoy iba a ser el día en que iba a conseguirme un estudio y a convertirme en escritor.
En primer lugar, le serví a Ana su taza de té bastante más temprano de lo que ella hubiera deseado; a continuación di de comer a las gallinas, después a las palomas y más tarde bajé al establo para soltar las ovejas. Una vez hecho esto, eché a andar por el sendero que rodea la casa hasta llegar a un edificio bajo que se encuentra justo debajo de la antigua era y empujé su puerta de madera. Se trataba de la «cámara», o almacén, donde Pedro Romero, el último propietario del cortijo, había guardado sus alimentos no perecederos. Cuando nosotros llegamos estaba festoneado por ristras de pimientos, cebollas, ajos y pedazos amarillentos de tocino. Extendidos por el suelo había montones de sal y de farfollas de maíz, sacos de grano y, en un rincón, una vieja máquina de hierro para despinochar maíz con un volante y una manivela.
La máquina de despinochar todavía seguía en el rincón, aunque ahora rodeada de un tipo diferente de detritos: viejas macetas, cajas llenas de ropa, juguetes jubilados y libros polvorientos, así como una guitarra que, semejante a un perro muy querido, esperaba ahí pendiente de mi antojo. Éste iba a ser el lugar donde iba a sentarme a escribir el libro.
Quité de en medio la máquina de despinochar maíz, di un soplido a la mesa para eliminar el polvo y la limpié con una camiseta vieja. A continuación me senté, saqué punta a algunos lápices, llené de tinta mi estilográfica y me puse a buscar el tipo adecuado de papel para dar comienzo a mi trabajo. Con un gesto triunfal escribí las palabras «El Libro» en la parte superior de la página.
Me detuve unos instantes para mirarlas con satisfacción, y entonces dirigí los ojos hacia la ventana y vi las palomas volando alrededor del eucalipto a cuyos pies se encuentra el huerto de Ana. De pronto noté un pequeño movimiento en el rincón de las fresas… ¡Maldición! ¡Era una oveja! ¡Las ovejas estaban atacando el huerto! Crucé la puerta como una exhalación y salí disparado camino abajo. Esto podía ser el principio de una catástrofe de grado A. Ana se pondría furiosa y las ovejas, cuya popularidad con las mujeres de mi familia se encontraba ya en un punto bastante bajo, correrían el riesgo de ser expulsadas del cortijo.
– ¿Qué pasa? -gritó Ana al verme pasar corriendo agitadamente por delante de la casa.
– ¡Nada, solamente voy a dar un paseo! -respondí a gritos, mientras desaparecía cuesta abajo en medio de una nube de polvo con los perros ladrando eufóricamente a mi alrededor.
– Como esas malditas ovejas se hayan metido otra vez en el huerto… -comenzó a decir Ana, pero la amenaza quedó ahogada por el estrépito que produje al saltar la cerca y abrirme paso entre los matorrales de barrilla.
Entre los perros y yo, y a fuerza de gritos y ladridos, conseguimos que las ovejas salieran del huerto dejando solo unos pocos daños colaterales. Tras alejarlas con horribles maldiciones, me puse a tapar los agujeros por donde se habían introducido.
Y en eso quedó mi primera mañana como escritor.
Pasé aquel primer mes desde mi regreso a casa sufriendo toda una serie de retrasos e interrupciones en mis primeras tentativas literarias. Durante mi ausencia se habían acumulado en el cortijo multitud de tareas: había que desbrozar las acequias, limpiar el establo y segar la cosecha de alfalfa. Era necesario llevar y recoger a Chloë de la parada del autobús escolar en el otro extremo del valle, había que arreglar como es debido la cerca del huerto de Ana, además hacía falta desmontar el coche (tras lo cual había que encontrar a alguien para que lo montara de nuevo) y así sucesivamente, hasta que, como ocurre a menudo, llegamos a una situación límite y me vi obligado a buscar ayuda.
El día que finalmente decidí que las cosas se habían pasado de la raya y que era necesario tomar algún tipo de medida vino marcado por un acontecimiento singular. Había atravesado el valle a primera hora de la tarde con idea de ir a ver a Joop, no recuerdo con qué intención, antes de recoger a Chloë del autobús escolar. Ciertamente había reservado esa hora para escribir, pero sin duda tenía urgentes asuntos que discutir con mi vecino.
Cortando desde el valle, el sendero hasta la casa de Joop serpentea por una zona llena de matorrales, árboles y chumberas entre los que crece una multitud de enredaderas y plantas trepadoras. Una pequeña curva pedregosa discurre entre un profundo tajo y una chumbera donde, si uno resbala, en una fracción de segundo tiene que decidir si rodar barranco abajo o caer en la chumbera y pasarse un mes extrayendo millones de púas microscópicas. Esta vez sorteé la curva sin contratiempos y subí jadeando el último tramo del camino hasta llegar a la carretera, donde encontré a Joop mirando hacia las ramas de una alta higuera que se inclinaba sobre el sendero.
Mi vecino me sonrió apesadumbrado mientras miraba hacia arriba rascándose la barbilla cubierta de una barba incipiente. Me detuve a su lado.
– Hola, Joop, ¿qué tal?
– Buenos días, Cristóbal, no estoy mal, no me puedo quejar, pero tengo un pequeño problema aquí.
– ¿Qué ocurre?
Como respuesta señaló la copa de la higuera. Miré hacia las ramas de arriba protegiéndome los ojos del sol con la mano: en lo alto del árbol había algo que parecía ser un perrito. Miré socarronamente a Joop.
– Sí -dijo-. ¿Ves?, es der Moffli.
– Sí, ya veo que es el Moffli, pero ¿qué diablos está haciendo en lo alto de ese árbol?
– Está muerto -dijo Joop con cierta solemnidad.
– Ah -dije aliviado de haber descubierto la explicación del extraño aspecto del perro, si bien ello arrojaba poca luz sobre la razón por la que se encontraba ahí. El Moffli era el perro de la familia de Joop, un pequeño pequinés muy querido de los niños. Al principio habían sido dos -llamados los Mofflis por los personajes de una historieta holandesa- pero el primero había sucumbido a alguna enfermedad el año anterior, para gran disgusto de los niños. Y ahora parecía que el otro había seguido el mismo camino.