– Así que él está incapacitado para el acto sexual -dijo Bobby.
– Con los testículos inmovilizados y sin órgano para la copulación, yo diría que tiene todos los boletos para ser el hombre más casto que exista jamás.
Bobby acabó aborreciendo la risa del anciano.
– Pero con cuatro testículos el hombre está produciendo cantidades ingentes de testosterona y eso sirve para el desarrollo de los músculos, ¿no?
Fogarty asintió.
– Para expresarlo en el lenguaje de las revistas médicas: el exceso de testosterona durante un largo período de tiempo altera el funcionamiento normal del cerebro, a veces radicalmente, y es el factor causante de unos niveles de agresividad inaceptables en el terreno social. Y, para expresarlo en el lenguaje del profano, ese individuo está seriamente cargado de una tensión sexual que no puede liberar, por lo cual ha canalizado esa energía para darle otras salidas, principalmente actos de violencia increíble. Así, pues, es tan peligroso como cualquier monstruo que pudiera soñar un cineasta.
Aunque había dejado suelta a la lechuza cuando la tormenta se acercó, Violet siguió habitando en Darkle y Zitba y espantando su miedo cuando el relámpago despedía su fulgor cegador y el trueno retumbaba. Incluso cuando permaneció de pie ante Candy en el umbral de su habitación, oía cómo Fogarty hablaba a los Dakota de la deformidad de su hermano. Ella lo sabía ya, por supuesto, pues su madre se había referido a ello en la familia como el signo divino de que Candy era el más especial de todos ellos. Asimismo, Violet había percibido que aquella deformidad estaba relacionada con el enorme salvajismo de Candy, y que era lo que le prestaba su tremendo atractivo.
Ahora, plantada ante él, deseó tocar sus inmensos brazos, sentir su musculatura escultural, pero se contuvo.
– Está en casa de Fogarty.
Eso le sorprendió.
– Madre dijo que Fogarty era un instrumento de Dios. El nos trajo al mundo. Cuatro nacimientos vírgenes. ¿Por qué habría de amparar a Frank? Ahora, Frank está en el lado oscuro.
– Pues ahí es donde está -dijo Violet-. Y con una pareja. El se llama Bobby. Ella, Julie.
– Los Dakota -susurró él.
– En casa de Fogarty. Hazle pagar lo de Samantha, Candy. Tráelo aquí después de haberlo matado y démoslo de alimento a los gatos. El aborrece a los gatos y aborrecerá ser parte de ellos para siempre.
El temperamento de Julie, no siempre controlable, estaba cerca del punto de ignición. Mientras el relámpago sacudía fuera la noche y el trueno protestaba de nuevo, ella se recordó la necesidad de ejercitar la diplomacia.
No obstante, preguntó:
– Y, durante todos estos años, sabiendo que Candy es un atroz asesino, ¿no ha hecho usted nada para alertar a alguien del peligro?
– ¿Por qué había de hacerlo? -inquirió Fogarty.
– ¿No ha oído usted hablar de la responsabilidad social? -una frase bonita pero carente de significado.
– Varias personas fueron brutalmente asesinadas porque usted permitió que un hombre…
– Las personas serán objeto, siempre y eternamente, de asesinatos brutales. La historia está llena de asesinatos brutales. Hitler asesinó a millones. Stalin a muchos millones más. Y Mao Tsé-tung a más millones que nadie. Hoy se les tiene por monstruos pero todos tenían admiradores en su tiempo, ¿no? E, incluso ahora, algunas personas dirán que Hitler y Stalin obraron como debían hacerlo, que Mao se redujo a mantener el orden público, eliminando a los rufianes. Muchas personas admiran a esos asesinos porque son audaces y encubren su sed de sangre con causas nobles como fraternidad, reforma política y justicia… ¡ah!, y responsabilidad social. Todos nosotros somos carne, sólo carne, y lo sabemos en el fondo de nuestro corazón, y por tanto aplaudimos en secreto a los hombres con la suficiente audacia para tratarnos como lo que somos. Carne.
A esas alturas, Julie supo ya que aquel hombre era un tipo patológico sin conciencia ni capacidad para amar, sin la facultad de la empatia con otras personas. No todos eran camorristas callejeros o especializados ladrones de guante blanco como aquel Tom Rasmussen que había intentado matar a Bobby la semana anterior. Algunos eran médicos o abogados, administradores de televisión o políticos. No era posible razonar con ninguno de ellos, porque todos carecían de sentimientos humanos normales.
– ¿Por qué había de contar a nadie lo de Candy Pollard? -continuó Fogarty-. Yo estoy a salvo de él, porque su madre me llamó siempre instrumento de Dios y advirtió a sus espantosos retoños que debían respetarme. Él encubrió el asesinato de su madre para evitar que la Policía fisgoneara por toda la casa, contó a la gente que Roselle se había trasladado a una bonita localidad junto al mar, cerca de San Diego. A mi juicio, nadie creyó que aquella perra demencial sintiera un amor repentino por las playas, pero nadie hizo preguntas porque nadie quiso complicarse la vida. Todo el mundo pensó que no era asunto suyo. Y lo mismo digo de mí. Cualesquiera que sean los desafueros que Candy agregue a las penas del mundo, todos serán insignificantes. Por lo menos, dadas sus peculiares psicologías y fisiologías, esos desafueros serán más imaginativos que los de la mayoría. Además, cuando Candy tenía ocho años, Roselle vino para agradecerme el haberla ayudado a traer a sus cuatro vástagos al mundo y el haber guardado el secreto de manera que Satanás no se hubiera percatado de su bendita presencia en la tierra. ¡Así fue como lo expuso ella! Y como prueba de su agradecimiento me entregó un maletín lleno de dinero, el suficiente para hacer posible una jubilación anticipada. No pude imaginar de dónde lo habría obtenido. El dinero que Deeter y Elizabeth acumularon en los años treinta había desaparecido hacía mucho. Me habló un poco de las facultades de Candy, no mucho, pero lo suficiente para explicar el hecho de que no necesitase nunca metálico. Entonces, comprendí por primera vez que había una bendición genética asociada al desastre genético.
Fogarty alzó su vaso de whisky para proponer un brindis al que ellos no respondieron.
– ¡Por los inescrutables caminos de Dios!
Como el arcángel descendió para anunciar el fin del mundo en el Libro del Apocalipsis, Candy llegó justo cuando los cielos se abrían y la lluvia empezaba a caer fuertemente, aunque no era una lluvia negra como el diluvio de Armagedón ni una tormenta de fuego. Todavía no. Todavía no.
Candy se materializó en la oscuridad, entre dos farolas muy separadas entre sí, casi a una manzana de la casa del médico para asegurarse de que nadie en la biblioteca de Fogarty percibiría el suave sonido de las trompetas que indefectiblemente anunciaban su llegada. Mientras caminaba hacia la casa bajo la fustigante lluvia, creyó que aquel poder suyo conferido por Dios se había hecho ahora tan enorme que nada podría impedirle coger o conseguir cuanto ambicionara.
– En el sesenta y seis nacieron las mellizas, y físicamente ambas fueron tan normales como Frank -continuó Fogarty mientras la lluvia martilleaba de repente la ventana-: Allí no hubo diversión. Verdaderamente, no podía creerlo. Tres de los cuatro hijos, perfectamente sanos. Yo había esperado toda clase de lacras: por lo menos labios leporinos, cráneos deformados, caras hendidas, extremidades atrofiadas ¡o incluso dos cabezas!
Bobby cogió la mano de Julie. Necesitaba su contacto. Quería salir de allí. Se sentía arder por dentro. ¿Es que no habían oído ya lo suficiente?
Pero aquél era el problema: no sabía lo que les quedaba por oír ni qué información podría ser crucial para encontrar el medio de enfrentarse con los Pollard.
– Por cierto, cuando Roselle me trajo aquel maletín lleno de dinero, empecé a descubrir que todos los hijos eran engendros, al menos mentalmente, si no físicamente. Y hace siete años, cuando Frank la asesinó vino a mí pidiendo comprensión y cobijo… como si yo le debiera algo. Me contó muchas más cosas de ellos de las que yo hubiera querido saber, demasiadas. Durante los dos años siguientes, me visitó con regularidad, aparecía como un fantasma que quisiera espantarme y no buscar refugio. Pero, por fin, comprendió que aquí no se le había perdido nada, y durante cinco años se mantuvo alejado de mi vida. Hasta hoy, esta noche.