Silbido, viento: los hermanos regresaban de otra serie de rápidas desmaterializaciones y reconstituciones y ahora eran una criatura nacida de un cataclismo biológico, el cuerpo era inmenso, más de 2 metros de estatura, ancho y voluminoso porque allí se integraban las masas de ambos. La única cabeza tenía un rostro de pesadilla: los ojos castaños de Frank estaban mal alineados; una boca torcida se abría entre ellos donde debiera haber habido una nariz; y una segunda boca hendía la mejilla izquierda. Dos voces torturadas llenaban de alaridos la cocina. Otro rostro estaba implantado en el pecho, sin boca pero con dos cuencas de ojos, una con un ojo azul y estático, el de Candy; la otra cuenca estaba erizada de dientes.
La bestia informe desapareció y, al cabo de un minuto escaso, regresó de nuevo. Esta vez era una masa imprecisa de tejido, oscura por unas partes, de un rosa aborrecible por otras, erizada de fragmentos óseos, salpicada de tufos peludos y surcados de venas que latían con pulsos diferentes entre sí. Por el camino, Frank debía de haberse llevado consigo docenas de cucarachas, no sólo una, y también ratas; todos aquellos animales parecían haberse incorporado al tejido, adondequiera que mirase Bobby, asegurando aún más que la carne de Candy quedara demasiado difusa y contaminada para una reconstitución adecuada. El monstruoso conglomerado, evidentemente incapacitado para toda función, se desplomó entre estremecimientos y, por último, quedó inmóvil. Algunos de los roedores e insectos se retorcieron intentando librarse de sus ligaduras, pero unidos de forma inextricable a la masa muerta perecieron también muy pronto.
Capítulo 57
La casa era sencilla, y estaba edificada en una zona costera que no estaba todavía de moda. El porche trasero miraba al mar, y unos escalones de madera conducían a una explanada cubierta de maleza que concluía en la playa. Había doce palmeras.
La sala estaba amueblada con dos butacas, un confidente, un velador y una Wurlitzer 950 cargada con discos de la época de las grandes orquestas. El suelo era de roble blanqueado y, en ocasiones, corrían los muebles hasta la pared, enrollaban la alfombra, ponían algunos discos en la máquina y bailaban juntos, a solas.
Ocurría casi siempre al atardecer.
Por las mañanas, cuando no hacían el amor, estudiaban detenidamente diversas recetas en la cocina y confeccionaban platos variados y apetitosos, o se sentaban a tomar café ante la ventana, miraban el mar y conversaban.
Tenían libros, dos barajas, se interesaban por las aves y otros animales que vivían en la costa, tenían recuerdos buenos y malos, y se tenían el uno al otro.
Algunas veces hablaban de Thomas, y se preguntaban qué don había tenido y cómo había podido mantenerlo en secreto toda su vida. Ella decía que el hecho de pensar en ello te hacía más humilde, te hacía comprender que cada cual y cada cosa eran más complejos y misteriosos de lo que uno imaginaba.
Para quitarse de encima a la Policía reconocieron haber trabajado en un caso para un tal Frank Pollard de El Encanto Heights, quien creía que su hermano James quería matarle por una desavenencia. Dijeron que, a su entender, James había sido un psicópata absoluto que había matado a sus empleados y a Thomas por creer tan sólo que esa gente se había atrevido a solventar las diferencias entre los hermanos. Consecuentemente, cuando la casa Pollard apareció rociada de gasolina e incendiada, con un confuso amasijo de esqueletos entre los escombros, la presión policial sobre Dakota amp; Dakota se atenuó poco a poco. Entonces, se creyó que el señor James Pollard había matado a sus dos hermanas gemelas y también a su hermano y se había dado a la fuga, armado y peligroso.
Al cabo de un tiempo, la agencia fue puesta en venta. No la echaron de menos. Julie dejó de creerse capaz de salvar al mundo y Bobby no necesitó ya ayudarla para salvarse a sí misma.
Dinero, unos cuantos diamantes rojos más y hábiles negociaciones convencieron a Dyson Manfred y Rogers Gavenall de la necesidad de inventar otra fuente para el bicho creado por la ingeniería biológica, cuando ambos publicaron su obra acerca del tema. De cualquier forma, no habrían conocido nunca la fuente verdadera sin la cooperación de Dakota amp; Dakota.
Una vez terminado el ático de la casa playera, guardaron allí las cajas y bolsas con dinero que habían traído de la Pacific Hill Road. Candy y su madre habían intentado compensar sus caóticas vidas almacenando millones en un dormitorio del segundo piso, como habían sospechado Bobby y Julie antes de ir a El Encanto Heights. Ahora, había sólo una pequeña porción del tesoro Pollard en el ático de la casa playera, pero más de lo que podían gastar dos personas; el resto se había quemado junto con todo lo demás cuando incendiaron la casa de la Pacific Hill Road.
A su debido tiempo, Bobby aceptó el hecho de que podía ser un hombre bueno y, no obstante, tener pensamientos turbios o motivos egoístas. Julie dijo que eso significaba madurez, y que vivir fuera de Disneylandia cuando se alcanzaba una edad mediana no era tan malo.
Julie dijo que le gustaría tener un perro.
Bobby dio su conformidad siempre y cuando se pusieran de acuerdo sobre la raza.
Ella dijo:
– Tú le limpiarás el trasero.
Él dijo:
– No, se lo limpiarás tú. Yo me cuidaré de acariciarle y darle el Frisbee.
Julie reconoció haberse equivocado aquella noche en Santa Bárbara cuando, en su desesperación, había asegurado que ningún sueño se hacía realidad. Sin embargo, se hacían realidad todo el tiempo. El problema era que algunas veces ponías tus miras en un sueño en particular y te perdías todos los demás que te salían al paso: como encontrarte, dijo, y ser amada.
Ella le dijo que uno de aquellos días iba a tener un bebé. Él la estrechó contra sí durante largo rato antes de poder encontrar las palabras apropiadas para expresar su felicidad. Ambos se vistieron para salir a cenar con champaña en el Ritz, y luego decidieron que sería mejor celebrarlo en casa, en el porche, contemplando el mar y escuchando los discos del viejo Tommy Dorsey.
Construyeron castillos de arena. Enormes. Se sentaron en el porche trasero y vieron cómo la marea entrante destruía sus construcciones.
A ratos hablaban de la explosión verbal que él había recibido en el coche, en plena carretera, y de Thomas en el momento de su muerte. Cavilaban sobre las palabras «hay una luz que te quiere» y se atrevieron a soñar con el mayor sueño de todos: que, verdaderamente, las personas no mueren jamás.
Compraron un perro labrador negro. Le llamaron Sookie, sólo porque les pareció un nombre tonto.
Algunas noches ella sentía miedo. A veces, también él. Se tenían el uno al otro. Y tiempo de sobra.
Dean R. Koontz
Dean R. (Ray) Koontz nació el 9 de julio de 1945 en Everett, Pennsylvania (Estados Unidos). Estudió en la Shippensburg State College antes de impartir clase de inglés en una escuela de barrio. Tras una infancia difícil, encontró en los libros su verdadera vocación. Su primer premio literario lo recibió a los doce años y desde entonces no ha dejado de escribir. Su esposa Gerda lo convenció de que intentará escribir. Debutó como novelista con “Star Quest” (1968).
Su literatura se asienta en historias de ciencia-ficción, terror, la intriga y el suspense, escritas con su nombre o con una multitud de seudónimos, entre ellos K. R. Dwyer, Brian Coffey, Owen West, Aaron Wolfe o Leigh Nichols.
Koontz ha publicado numerosos libros de ciencia-ficción, cuentos y novelas, traducidos a 38 idiomas y de los cuales se venden 17 millones de ejemplares al año. Nueve de sus novelas han sido números uno en la lista de best-sellers del New York Times, un logro sólo igualado por doce escritores.