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Pues a aquellas alturas, aunque no hubiese ningún adversario a la vista, Frank tenía la certeza de que era objeto de una persecución. Lo supo con tanta seguridad como una liebre sabe que hay un lobo en el campo.

El viento le bufó otra vez en la espalda, y la música aflautada, aunque casi inaudible y carente de melodía discernible, le resultó obsesionante. Le desgarraba los tímpanos. Agudizó su pavor.

Más allá de la cancela negra de hierro, un paseo flanqueado por plumosos helechos y arbustos seguía adelante entre dos edificios de apartamentos de doble planta. Frank anduvo por él hasta un patio rectangular, apenas alumbrado en los extremos por lámparas de seguridad de escasos vatios. Los apartamentos de la primera planta daban a otro paseo cubierto; las puertas del segundo piso se hallaban bajo el tejadillo de azulejos de una balconada con barandilla de hierro. Ventanas sin luz miraban a un parterre de hierba rodeado de azaleas, plantas carnosas y algunas palmeras.

Una cenefa de sombras puntiagudas, proyectadas por las hojas de la palmera, se extendía sobre una pared tenuemente iluminada, tan inmóvil como si estuviera esculpida en piedra. Pero de pronto la flauta misteriosa emitió otra vez suaves trinos, el viento reanimado bufó con más fuerza que antes y las sombras bailaron y bailaron. La propia sombra de Frank, desmesurada y oscura, se agitó por unos instantes sobre el estuco entre las siluetas danzantes, cuando él atravesó a toda prisa el patio. Entonces encontró otro paseo, otra cancela y, por fin, la calle adonde daba el complejo de apartamentos.

Era una calle apartada, sin faroles. Allí reinaba la noche sin discusión.

El viento bramador persistía más que antes, se revolvía furiosamente. Cuando sus rachas se interrumpieron de forma abrupta junto con una cesación no menos abrupta de la poca melódica flauta, la noche pareció haber sido abandonada en un vacío, como si la turbulencia se hubiese llevado consigo hasta el último ápice de aire respirable. Entonces, los oídos de Frank estallaron, igual que ante un cambio súbito de altitud; cuando corrió por la calle desierta hacia los coches aparcados junto al bordillo, el aire volvió a envolverle.

Intentó forzar cuatro coches antes de encontrar uno abierto, un Ford. Se deslizó detrás del volante y dejó la puerta abierta para tener algo de luz.

Volvió la cabeza para mirar el camino por donde había venido.

El complejo de apartamentos mantenía el silencio mortal de la noche. Envuelto en oscuridad. Unos edificios ordinarios y, sin embargo, inexplicablemente siniestros.

No se veía a nadie.

No obstante, Frank sabía que alguien le seguía de cerca.

Hurgó bajo el tablero, extrajo un revoltijo de alambres y con gran apresuramiento puso el motor en marcha sin detenerse a pensar que aquella destreza en el latrocinio implicaba una vida fuera de la ley. Sin embargo, no se sentía un ladrón. No tenía ninguna sensación de culpabilidad; la Policía no le inspiraba antipatía ni temor. De hecho, en aquel momento, habría acogido gustosamente a un agente para que le ayudara a dilucidar quién o qué estaba pisándole los talones. No se sentía como un criminal sino como un hombre que huía desde hacía demasiado tiempo de un enemigo implacable, despiadado.

Cuando agarró el asa de la puerta para cerrarla, le iluminó un breve fogonazo de luz azulada y el cristal del lado del conductor estalló. Fragmentos de vidrio regaron el asiento trasero. Puesto que la puerta delantera estaba abierta, el cristal de esa ventanilla no le tocó, sino que cayó de su marco al pavimento.

Cerrando la puerta de golpe, Frank miró por el boquete hacia los apartamentos sumidos en tinieblas y no vio a nadie.

Luego, metió la primera velocidad del Ford, soltó el freno y pisó con fuerza el acelerador. Al apartarse del bordillo enganchó el parachoques trasero del coche aparcado delante de él. Un ligero chirrido de metal torturado rasgó el silencio de la noche.

Pero él continuó sometido al ataque: una luz azul centelleante, de un segundo de duración a lo sumo, iluminó el coche; el parabrisas se fragmentó a todo lo ancho en múltiples líneas quebradas, aunque él no vio nada que hubiese podido golpearlo. Hurtó el rostro y contrajo los ojos a tiempo de evitar que le cegara la lluvia de cristales. Durante un momento no pudo ver a dónde se dirigía pero no aflojó el acelerador prefiriendo el peligro de una colisión al riesgo aún mayor de frenar y dar ocasión de alcanzarle a su enemigo invisible. La lluvia de cristales repiqueteó sobre su cabeza agachada; por fortuna, era cristal de seguridad y ninguno de los fragmentos le cortó.

Abrió los ojos y los guiñó contra el vendaval que le salía al encuentro por el marco ahora vacío del parabrisas. Vio que había recorrido media manzana y estaba alcanzando el cruce. Hizo girar el volante hacia la derecha, pisando apenas el pedal del freno, y entró en una vía mejor iluminada.

Una luz azul zafiro, semejante al fuego de Santelmo, brilló en las partes cromadas y, cuando el Ford doblaba la esquina, uno de sus neumáticos traseros explotó. El no había oído disparo alguno. Una fracción de segundo después, el otro neumático trasero corrió la misma suerte.

El coche se balanceó, patinó hacia la izquierda y empezó a colear.

Frank luchó con el volante.

Entonces, los dos neumáticos delanteros reventaron al mismo tiempo.

El Ford se balanceó de nuevo, justo al deslizarse de costado, pero el reventón súbito de los dos neumáticos delanteros compensó el deslizamiento de la parte trasera hacia la izquierda dando a Frank la oportunidad de hacerse con el rebelde volante.

Todo ocurrió de nuevo sin que se dejara oír el menor disparo. No sabía decirse cuál sería la causa de tales acontecimientos y, sin embargo… la intuyó.

Eso fue lo verdaderamente horripilante: en algún plano profundo de la conciencia supo lo que estaba sucediendo, conoció la extraña fuerza que destruía aprisa el coche en torno suyo y supo también que sus probabilidades de escapar eran muy escasas.

Un relampagueo de luz crepuscular…

La ventanilla trasera estalló. El cristal de seguridad voló en trozos gomosos y sin embargo punzantes sobre su cabeza. Algunos le golpearon la nuca y se prendieron en su pelo.

Frank dobló la esquina y siguió adelante sobre cuatro ruedas reventadas. Sobre el rugiente viento que fustigaba su cara podía oír el sonido de la goma colgante, hecha jirones, y el rechinamiento de las llantas metálicas.

Echó una ojeada por el espejo retrovisor. Tras él la noche era un inmenso océano negro, alumbrado a ratos por unas farolas muy espaciadas entre sí, que se sumían en las tinieblas como las luces de un convoy doble de barcos.

Según el cuentakilómetros, marchaba a cuarenta y ocho kilómetros por hora después de doblar la esquina. Intentó aumentar la velocidad a sesenta no obstante los inservibles neumáticos, pero algo traqueteó y aulló bajo el capó, luego el motor tosió y no pudo animarle a cobrar más velocidad.

Cuando se acercaba al siguiente cruce, los faros estallaron o se apagaron. Frank no supo a ciencia cierta el qué. Aunque las farolas estaban muy separadas entre sí, pudo ver lo suficiente para seguir conduciendo.

El motor tosió de nuevo y el Ford empezó a perder velocidad. Frank no paró ante el semáforo del siguiente cruce. Más bien pisó el acelerador, aunque sin resultado alguno.

Por último, falló también la dirección. El volante giró entre sus sudorosas manos sin producir el menor efecto.

Resultaba evidente que los neumáticos estaban ya hechos trizas. El contacto de las llantas de acero con el pavimento hacía volar chispas doradas y azuladas.

Luciérnagas en un vendaval

Frank seguía sin saber lo que significaba aquello.

Ahora, avanzando a unos treinta kilómetros por hora, el coche se dirigió hacia el bordillo de la derecha. Frank accionó todos los frenos pero no respondieron.

El automóvil saltó el bordillo, rascó una farola arrancándole el sonido del beso entre plancha metálica y acero y topó contra el tronco de un inmenso datilero que se alzaba ante un bungalow blanco.