Cuando ambos se le aproximaron, les dijo:
– Han encontrado a ese Rasmussen. ¿Quieren verlo ustedes y cerciorarse de que tiene los discos en cuestión?
– Sí -contestó Bobby.
– Por supuesto -dijo Julie. Y su voz algo ronca no tuvo nada de sensual esta vez. Fue bien seca.
Capítulo 9
Manteniéndose atento por si aparecía algún policía de Laguna Beach que estuviera patrullando en el turno de noche, Frank Pollard sacó los fajos de la bolsa y los apiló en el asiento contiguo. Contó quince de billetes de veinte dólares y once fajos de cien dólares. Por el grosor de los fajos calculó que cada uno tendría más o menos cien billetes, y cuando hizo mentalmente algunas operaciones aritméticas llegó al total de 140.000 dólares. No supo decirse de dónde procedía aquel dinero ni si le pertenecía.
El primero de los dos bolsillos con cremallera de la bolsa le procuró otra sorpresa: una cartera cuyo interior no contenía dinero ni tarjetas de crédito sino dos importantes documentos de identificación: un carné de la Seguridad Social y un permiso de conducir extendido en California. Con la cartera había también un pasaporte estadounidense. Las fotografías del pasaporte y el permiso de conducir eran del mismo hombre: unos treinta años, pelo castaño, cara redonda, orejas prominentes, ojos castaños y sonrisa fácil con hoyuelos. Dándose cuenta de que había olvidado también cuál era su aspecto, ladeó el espejo retrovisor y pudo ver lo suficiente de su rostro para comprobar su semejanza con el del DNI. Pero había un problema: el permiso de conducir y el pasaporte estaban expedidos a nombre de James Román, no de Frank Pollard.
Frank abrió el segundo de los dos compartimentos y encontró duplicados de los mismos documentos… Seguridad Social, pasaporte y permiso de conducir extendido en California. Éstos estaban a nombre de George Farris pero las fotos también eran de Frank.
James Román no significó nada para él.
George Farris careció también de significado.
Y Frank Pollard, quien él creía ser, fue sólo una cifra, un hombre sin pasado, al menos que él recordara.
– ¿En qué enredo del diablo estaré metido? -dijo para sí. Necesitó oír su propia voz para convencerse de que era un ser real y no un mero fantasma reacio a abandonar este mundo para encaminarse hacia el otro que la muerte le había reservado.
Cuando la niebla se cerró alrededor del coche aparcado aislándolo casi por completo de la noche, Frank tuvo una sensación horrible de soledad. No se le ocurrió nadie a quien recurrir, ningún lugar en donde poder refugiarse y sentirse a salvo. Un hombre sin pasado era también un hombre sin futuro.
Capítulo 10
Cuando Julie y Bobby salieron del ascensor al tercer piso acompañados de un agente llamado McGrath, Julie vio a Tom Rasmussen sentado sobre las relucientes baldosas grises, la espalda contra la pared del pasillo, las manos esposadas delante de él y unidas mediante una cadena a unos grilletes que le atenazaban los tobillos. El hombre estaba haciendo pucheros. Había intentado robar programación de ordenador valorada en decenas de millones de dólares, si no centenares de millones, y desde la ventana del despacho de Ackroyd había hecho con la mayor sangre fría la señal para que mataran a Bobby, y sin embargo ahora hacía pucheros como un niño porque le habían atrapado. Su cara de comadreja estaba crispada, el labio inferior se proyectaba hacia delante y los ojos castaño amarillentos parecían llorosos, como si el hombre pudiera prorrumpir en llanto si alguien se atrevía a imprecarle. Su mera presencia enfureció a Julie, quien deseó poder asestarle una patada en los dientes y hacérselos tragar hasta el estómago para que el maldito pudiera volver a masticar su última comida.
La Policía lo había encontrado en un armario de accesorios, tras unas cajas que él mismo había dispuesto con gran cuidado para hacerse un escondite tan patente que daba lástima. Resultó evidente que el hombre, apostado ante la ventana de Ackroyd para presenciar los fuegos artificiales, había quedado sorprendido cuando Julie apareció con el Toyota. Varias horas antes, ella había conducido el Toyota hasta el aparcamiento de la Decodyne y se había mantenido alejada del edificio bajo las frondosas ramas del laurel sin que nadie se percatara de su presencia. En lugar de huir al ver el atropello del primer pistolero, Rasmussen había titubeado, preguntándose sin duda quién más estaría allí fuera. Luego, oyó las sirenas, y su única opción fue la de esconderse con la esperanza de que los agentes hicieran sólo un registro rutinario y llegaran a la conclusión de que había escapado. Rasmussen era un genio con un ordenador, mas cuando se trataba de tomar decisiones bajo fuego graneado no era ni mucho menos tan genial como él se imaginaba.
Dos agentes armados hasta los dientes estaban vigilándole, pero como el hombre estaba acurrucado, tembloroso y a punto de llorar, resultaban un poco ridículos con sus chalecos antibalas, sus armas automáticas listas para disparar y su torvo aspecto.
Julie conocía a uno de aquellos agentes, Sansón Garfeuss, de sus días en la oficina del sheriff, en donde Sampson había servido también antes de incorporarse a las fuerzas policiales de la ciudad de Invine. Una de dos, o sus padres habían tenido presciencia o él se había esforzado lo suyo para hacer honor a su nombre pues era alto, ancho y coriáceo. Tenía entre las manos una caja sin tapadera que contenía cuatro pequeños discos. Se la mostró a Julie y preguntó:
– ¿Es esto lo que él buscaba?
– Podría ser -contestó ella, haciéndose cargo de la caja.
Bobby le cogió los discos y dijo:
– Tendré que bajar al despacho de Ackroyd para encender el ordenador, alimentarlo con esto y ver lo que hay en ellos.
– Adelante -indicó Sansón.
– Tendrá que acompañarme -dijo Bobby a McGrath, el agente que los llevó en el ascensor-. Para vigilarme y asegurarse de que no manipulo estas cosas. -Señaló a Rasmussen-. No sea que esta especie de baba alegue que eran discos en blanco y que yo he copiado en ellos la información genuina para comprometerle.
Mientras Bobby y McGrath marchaban a uno de los ascensores para descender al segundo piso, Julie se cuadró ante Rasmussen.
– ¿Sabe usted quién soy?
Rasmussen la miró pero no dijo nada.
– Soy la esposa de Bobby Dakota. Bobby estaba en la furgoneta que sus matones ametrallaron.
Rasmussen apartó la mirada de ella para examinar sus muñecas esposadas.
– ¿Sabe lo que me gustaría hacer con usted? -preguntó Julie mientras alzaba las manos delante de su nariz y agitaba las uñas de excelente manicura-. Para comenzar, me gustaría aferrarle por la garganta, apretarle la cabeza contra la pared y meterle estas bonitas y afiladas uñas en los ojos hasta dentro, bien adentro, de forma que hurgaran en su febril e insignificante cerebro para ver si puedo descifrar el revoltijo que hay ahí.
– ¡Por Dios, señora! -exclamó el compañero de Sansón, que se llamaba Burdock y podría pasar por un hombretón si no estuviera presente Sansón.
– Bueno -respondió ella-, es que está demasiado revuelto para que pueda ayudarle el psiquiatra de la penitenciaría.
– No hagas insensateces, Julie -dijo Sansón.
Rasmussen la miró de hito en hito durante un segundo pero esto fue tiempo suficiente para permitirle comprender la intensidad de su cólera y para asustarse. Antes, un arrebato de furia infantil había acompañado sus pucheros pero ahora el rostro se le quedó lívido. Con voz demasiado estridente y trémula para resultar tan áspera como se proponía, dijo a Sansón:
– Mantenga lejos de mí a esta perra demencial.
– A decir verdad, ella no tiene nada de demencial -repuso Sansón-. Por lo menos, en términos médicos. Me temo que hoy día es muy difícil declarar loco a alguien. Ahí intervienen montones de intereses acerca de sus derechos civiles, ya sabe. No, yo no diría que ella está loca.