Frank se agitó en su butaca. Cambió de posición y ladeó la cabeza de derecha a izquierda. Aparte de eso, no estaba más despierto de lo que había estado desde que habían entrado en la habitación. El anciano aseguraba que Frank había vuelto en sí varias veces y se había mostrado muy locuaz, pero su comportamiento durante la hora transcurrida no lo evidenciaba así.
Julie, que estaba más cerca de Frank, frunció el ceño y se inclinó sobre él, escrutando el lado derecho de su cabeza.
– ¡Oh, Dios mío!
Pronunció aquellas tres palabras con un tono apagado que resultó tan efectivo a modo de refrigerador como cualquier artefacto utilizado para acondicionar el aire.
Sintiendo un escalofrío por la espina dorsal, Bobby la empujó hacia atrás y miró la cabeza de Frank. Deseó no haberlo hecho. Intentó desviar la mirada. No pudo.
Cuando Frank había desviado la cabeza hacia la derecha dejándola caer casi sobre el hombro, no pudieron verle la sien. Evidentemente, después de dejar a Bobby en la oficina y todavía sin control, Frank había seguido viajando contra su voluntad y había vuelto a uno de aquellos cráteres donde los insectos mecanizados escupían sus diamantes, pues su carne estaba hinchada desde la sien hasta la mandíbula y las gemas causantes de la hinchazón salían en algunos lugares a flor de piel, reluciendo e íntimamente incrustadas en el tejido. Por una razón u otra, había cogido un puñado para traérselas consigo, pero al reconstituirse había cometido un error.
Bobby se preguntó qué tesoros podrían estar enterrados en la blanda materia gris del cráneo de Frank.
– Ya las he visto -dijo Fogarty-. Y miren la palma de su mano derecha.
A pesar de las protestas de Julie, Bobby cogió con dos dedos la manga de Frank y tiró de ella hasta que el brazo se torció lo suficiente para mostrar la palma. Allí encontró parte de la cucaracha que había estado soldada a su zapato. Por lo menos, parecía la misma. Sobresalía de la parte carnosa de la mano con el caparazón reluciente y los ojos muertos, mirando fijamente hacia el dedo índice de Frank.
Candy rodeó la casa bajo la lluvia cruzándose con un gato negro que estaba encaramado al antepecho de una ventana. El animal volvió la cabeza para mirarle y luego pegó otra vez el hocico al cristal de la ventana.
Candy entró en el porche de la parte trasera de la casa e intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave.
Una pálida luz azul surgió de su mano cuando asió el pomo. La cerradura se corrió, la puerta se abrió y pasó adentro.
Julie había oído lo suficiente, demasiado.
Ansiando alejarse de Frank, se levantó del sofá, anduvo hasta la mesa y contempló inquisitivamente su whisky sin terminar. Pero no encontró respuesta alguna. Se sentía tremendamente fatigada, luchando consigo misma para contener su dolor por Thomas y esforzándose cuanto podía por sacar algo en claro de la grotesca historia familiar que les había revelado Fogarty. No necesitaba aturdirse aún más con el whisky por mucho que le atrajera.
– Entonces, ¿qué esperanza tenemos de tratar con Candy? -preguntó al anciano.
– Ninguna.
– Debe de haber algún medio.
– No.
– ¡Debe de haberlo!
– ¿Por qué?
– Porque no se le puede permitir que venza.
Fogarty sonrió.
– ¿Por qué no?
– ¡Porque es un malvado, maldición! Y nosotros somos los buenos. Quizá no perfectos, no sin deficiencias, pero así y todo somos los buenos. Y ésa es la razón de que tengamos que vencer, porque si no lo hacemos todo este juego perderá su significado.
Fogarty se respaldó en su butaca.
– He aquí mi opinión. Todo carece de significado. Nosotros no somos buenos ni malos, somos sólo carne. No cabe esperar trascendencia de un trozo de carne, pues no tenemos alma. Usted no esperará que una hamburguesa vaya al cielo después de que alguien se la haya comido.
Julie no había odiado nunca a nadie tanto como odiaba a Fogarty en aquel momento, en parte porque era un hombre jactancioso y aborrecible, y en parte porque vislumbraba en sus argumentos algo peligrosamente similar a lo que ella misma había dicho a Bobby en el motel después de conocer la muerte de Thomas. Había dicho que era inútil tener sueños, que éstos no se realizaban jamás, que la muerte estaba siempre ahí, vigilante por mucha suerte que tuvieras. Y aborrecer la vida sólo porque te conducía tarde o temprano a la muerte…, bueno, eso equivalía a decir que las personas no eran más que carne.
– Nosotros tenemos sólo placer y dolor -siguió el anciano médico-, por lo tanto no importa saber quién tiene razón o quién está equivocado, quién vence o pierde.
– ¿Cuál es su punto flaco? -inquirió, encolerizada, ella.
– Ninguno, que yo sepa. -Fogarty parecía complacido con la desesperanza de su posición. Si había ejercido la medicina a principios de los años cuarenta, ahora tendría casi ochenta años aunque pareciera más joven. Se daba perfecta cuenta del poco tiempo que le quedaba y sin duda envidiaba a cualquiera más joven; y, por la frialdad con que consideraba la vida, sus muertes en manos de Candy Pollard le divertiría-. Ningún punto flaco.
Bobby no estuvo de acuerdo, o intentó no estarlo.
– Algunos dirían que su punto flaco es su mente, su tortuosa psicología.
Fogarty sacudió la cabeza.
– Y yo se lo rebatiría diciendo que ha convertido su tortuosa psicología en una fuerza irresistible. Ha aprovechado la idea de ser el instrumento de la venganza divina para acorazarse contra la depresión, las dudas sobre sí mismo y cualquier otra cosa que pudiera hacerle zozobrar.
De improviso, Frank se enderezó en su butaca y se enderezó como si quisiera desterrar toda confusión mental, como se sacudiría un perro empapado de agua al salir de la lluvia. Y exclamó:
– ¿Dónde…? ¿Por qué yo…? ¿Es eso… es eso… es eso…?
– ¿Es eso qué, Frank? -le preguntó Bobby.
– ¿Es eso lo que está sucediendo? -dijo Frank. Sus ojos parecieron aclararse poco a poco-. ¿Ha sucedido al fin?
– ¿Qué ha sucedido al fin, Frank?
Su voz fue ronca.
– La muerte. ¿Ha sucedido al fin?
Candy atravesó sigilosamente la casa hasta el vestíbulo que conducía a la biblioteca. Cuando avanzaba hacia la puerta abierta a la izquierda, oyó voces. Apenas reconoció una de ellas como la de Frank, tuvo que hacer un gran esfuerzo por contenerse.
Según Violet, Frank estaba lisiado. El control de su facultad telecinética había sido siempre errático, por cuya razón Candy había acariciado la esperanza de cazarlo un día y terminar con él antes de que pudiera viajar a un lugar seguro. Quizás hubiese llegado el momento del triunfo.
Cuando alcanzó la puerta, vio la espalda de una mujer. No podía ver su cara pero estaba seguro de que era la misma que había aparecido rodeada de un resplandor beatífico en la mente de Thomas.
Más allá de ella atisbo a Frank, y vio que los ojos de éste se abrían mucho al descubrir su presencia. Si el matricida sufría una excesiva confusión mental para utilizar el «teletransporte», como aseguraba Violet, ahora no dejaba entrever tal confusión. Parecía dispuesto a esfumarse de allí mucho antes de que Candy pudiera ponerle las manos encima.
Candy se había propuesto convertir la biblioteca en una barahúnda, proyectando una onda de energía a través de la puerta o incendiando los libros y haciendo explotar las lámparas con el fin de atemorizar y distraer a los Dakota y al doctor Fogarty, lo que le daría la oportunidad de ir a por Frank. Pero ahora se vio forzado a cambiar sus planes al observar que su hermano estaba temblando, se hallaba al borde de la desmaterialización.