Se preguntó por qué aceptaba la palabra de Candy sobre el cumplimiento del plazo impuesto, por qué estaba tan seguro de que aquel lunático no había desgarrado ya la garganta de Julie.
Las alcantarillas se desbordaron y un viento súbito arrebató madejas de lluvia, cual tejido plateado, ante sus faros.
Mientras recorrían las calles barridas por la tormenta y giraban hacia el este en dirección a la Pacific Hill Road, Bobby explicó que, mediante su inmolación voluntaria, Frank podría librar al mundo de Candy y reparar el mal causado por su madre, tal como había querido hacer, pero sin éxito, cuando enarboló el hacha contra ella. Fue un concepto simple. Bobby lo repitió varias veces en los pocos minutos que duró su recorrido antes de hacer alto ante la herrumbrosa verja de hierro.
Frank no respondió a nada de lo que le dijo Bobby. No había forma de saber si había entendido lo que debía hacer… o si había escuchado siquiera una palabra de lo dicho. El hombre miraba fijamente hacia el frente, con la boca abierta dos o tres centímetros y balanceando la cabeza al ritmo de las escobillas del parabrisas como si estuviera viendo el cristal de Jackie Jaxx colgando de su cadena de oro.
Cuando se apearon del coche, atravesaron la verja y se aproximaron a la desmoronadiza casa faltando sólo dos minutos para el plazo previsto, Bobby se vio reducido a proceder enteramente a base de fe.
Cuando Candy la llevó a la inmunda cocina y la hizo sentarse en una de las sillas ante la mesa, Julie echó mano instantáneamente del revólver que llevaba en la pistolera, bajo su chaqueta de pana. Sin embargo, él fue más rápido que ella y le arrebató el arma rompiéndole de paso dos dedos.
El dolor fue lacerante y se sumó al que ya sentía en el cuello y la garganta tras el cruel tratamiento que le había infligido Candy en casa de Fogarty, pero Julie evitó llorar o quejarse. Aprovechando que él le daba la espalda para meter el arma en un cajón fuera de su alcance, saltó de la silla y corrió hacia la puerta.
Candy la cogió, la levantó en vilo y, después de balancearla un momento, la descargó sobre la mesa de la cocina con tal violencia que Julie estuvo a punto de desvanecerse. Luego, pegando la cara a la suya dijo:
– Tú vas a saberme tan bien como la mujer de Clint, con toda esa vitalidad y energía en tus venas… Quiero sentir cómo brota en mi boca.
Sus tentativas para ofrecer resistencia y escapar no surgían tanto del coraje como del pavor, debido en su mayor parte a la experiencia de desintegración y reconstitución que esperaba no volver a soportar nunca más. Ahora, su terror aumentó cuando los labios del hombre se aproximaron a dos centímetros de los suyos y su aliento de osario le sopló en la cara. Incapaz de apartar la vista de sus ojos azules, Julie pensó que así deberían ser los ojos de Satanás, no negros como el pecado, ni rojos como las hogueras del infierno, ni reptantes como gusanos, sino espléndida y gloriosamente azules… y carentes de toda gracia y compasión.
Si se pudiera condensar en un individuo todo el salvajismo humano desde fecha inmemorial, si se pudiera materializar en una figura monstruosa todo el hambre de sangre, violencia y fuerza bruta de las especies, ese ser se habría parecido en aquel momento a Candy Pollard. Cuando al fin se apartó de ella como serpiente enroscándose sin decidirse a atacar y cuando la trasladó violentamente de la silla a la mesa, Julie se acobardó, quizá por primera vez en su vida. Supo que si seguía ofreciendo resistencia, el hombre la mataría en el acto y se alimentaría de ella.
Entonces, él dijo una cosa sorprendente:
– Mas tarde, cuando haya terminado con Frank, me contarás dónde obtuvo Thomas su poder.
Se sintió tan intimidada que le costó encontrar su voz.
– ¿Poder? ¿Qué quieres decir?
– Ha sido la única persona que he encontrado así fuera de mi familia Me llamó la «cosa malévola». E intentó repetidas veces mantener contacto conmigo por vía telepática porque sabía que tarde o temprano tu sendero y el mío se cruzarían. ¿Cómo pudo tener un don semejante sin haber nacido de mi madre virgen? Más tarde me lo explicarás.
Al sentarse, demasiado aterrorizada para gritar o temblar, mostrando la calma que precede a la tormenta y acariciándose la mano lesionada con la otra, Julie encontró tiempo para hacerse algunas preguntas ¿Thomas? ¿Dotado psíquicamente? ¿Sería cierto que durante todo el tiempo en que se había preocupado por cuidarle era él quien hasta cierto punto la había cuidado a ella?
Entonces, oyó acercarse un sonido extraño desde la fachada delantera de la casa. Un momento después, veinte gatos por lo menos irrumpieron por la puerta del vestíbulo con las colas entrechocando unas con otras.
Las mellizas Pollard llegaron en medio de la manada, las piernas largas y los pies descalzos, la una en bragas y camiseta roja de manga corta, la otra en bragas y camiseta blanca de manga corta, y ambas tan sinuosas como sus gatos. Parecían tan pálidas como espíritus pero no había ninguna blandura ni ineficacia en ellas. Ambas enjutas y vitales, rebosantes de la energía reprimida que se adivina en un gato aunque parezca estar holgando al sol. Ambas etéreas en cierto modo, pero terrenas y coriáceas al mismo tiempo, tremendamente sensuales. Su presencia en la casa debía acrecentar las tensiones antinaturales de su hermano, quien era doblemente macho por los testículos pero carecía de la válvula crucial para liberar su energía.
Las dos se aproximaron a la mesa. Una examinó atentamente a Julie mientras la otra se apoyaba sobre su hermana y mostraba una mirada huidiza. La primera dijo:
– ¿Eres la novia de Candy?
La pregunta tenía un inconfundible tono de burla.
– Cállate -dijo Candy.
– Si no eres su novia -siguió la más audaz con una voz tan suave como el frufrú de la seda-, puedes venir arriba con nosotras, tenemos una cama, a los gatos no les importará y creo que me gustarás.
– ¡No hables así en casa de tu madre! -gritó, colérico, Candy.
Su furia era real, pero Julie percibió que la hermana perturbaba al hombre.
Las dos mujeres, la tímida también, irradiaban salvajismo, literalmente, como si pudieran hacer sin inhibiciones ni remordimiento cualquier cosa que se les ocurriera por muy desatinada que fuese.
Julie se asustó de ellas casi tanto como de Candy.
Desde la fachada de la ruinosa casa llegó un golpe que levantó ecos por encima de la lluvia que rugía sobre el tejado.
Los gatos salieron disparados, todos a una, de la cocina, pasaron por el vestíbulo hasta la puerta principal, y menos de un minuto después regresaron escoltando a Bobby y Frank.
Al entrar en la cocina, Bobby sintió una gratitud inmensa hacia Dios e incluso hacia Candy, cuando vio que Julie seguía viva. La vio ojerosa y demacrada a causa del miedo y del dolor, pero nunca tan hermosa como entonces.
Asimismo, nunca tan abatida ni tan insegura. Pero encontró la fortaleza suficiente para contener la tristeza y la cólera, pese al coro de emociones que le agitaban.
Aunque esperaba todavía que Frank interviniera en su lugar, Bobby se había preparado para usar su revólver si la cosa empeoraba o si se le brindaba una ventaja inesperada. Pero tan pronto como le vio entrar en la habitación, el demente dijo:
– Saca tu revólver de la funda y vacíalo de balas ante mi vista.
Cuando Bobby hubo entrado, Candy se colocó tras la silla que ocupaba Julie y la agarró de la garganta con dedos semejantes a garfios. Con su sobrehumana fuerza podría desgarrar su cuello en un segundo o dos.
Bobby sacó el Smith amp; Wesson de su pistolera, manejándolo con sumo cuidado para demostrar que no tenía intención de usarlo. Abrió el cilindro, tiró las cinco balas al suelo y puso el revólver en un mostrador cercano.
La agitación de Candy Pollard aumentaba por momentos desde que habían aparecido Bobby y Frank. Ahora, retiró la mano de la garganta de Julie, se apartó unos pasos y miró a Frank con expresión triunfal.
Por lo que Bobby pudo apreciar, aquella mirada fue inútil, pues Frank se encontraba en la cocina con ellos pero no estaba allí. Si percibía todo cuanto sucedía y entendía su significado, no cabía duda de que hacía una labor excelente para fingir lo contrario.