Él se llamaba James, pero su madre…, un alma generosa, sobremanera afable, rebosante de amor, una verdadera santa…, su madre decía siempre que él era su pequeño niño candy. Jamás James. Jamás Jim, ni Jimmy. Su madre solía decir también que él era la cosa más dulce de la tierra, y el pequeño niño candy se había transformado con el tiempo en el niño candy, y al cumplir los seis años su apodo había recibido una letra mayúscula y él había resultado ser Candy para siempre. Ahora, a los veintinueve años, respondía sólo a ese nombre.
Muchas personas creían que asesinar era pecado. El tenía una noción muy distinta. Algunos nacían con un gusto por la sangre. Dios los había hecho así y esperaba de ellos que mataran a las víctimas elegidas. Todo era parte de Su misterioso plan.
El único pecado era matar cuando ni Dios ni tu madre aprobaban la elección de la víctima, y eso era, precisamente, lo que iba a hacer ahora. Estaba avergonzado. Pero también muy necesitado.
Aguzó el oído. Silencio absoluto en la casa.
Las formas tenebrosas de los muebles de la sala le rodearon cual bestias sobrenaturales y sombrías.
Jadeante y tembloroso, Candy atravesó el comedor, la cocina y la sala de estar, luego avanzó despacio por el vestíbulo que conducía a la parte delantera de la casa. No hizo ningún ruido que pudiera alertar a la gente que dormía arriba. Parecía deslizarse más que caminar, como si fuera un espectro y no un hombre de carne y hueso.
Se detuvo al pie de las escaleras e hizo un último esfuerzo por dominar su instinto homicida. Viéndose condenado al fracaso, se estremeció y dio rienda suelta al aliento reprimido. Empezó a ascender hacia el segundo piso, donde, probablemente, dormiría la familia.
Su madre lo entendería y le perdonaría.
Ella le había enseñado que matar era bueno y moral… siempre que fuera necesario, sólo cuando beneficiaba a la familia. Y se había enfurecido terriblemente en las ocasiones en que él había matado por puro impulso, sin ninguna razón justificada. Ella no necesitaba imponerle un castigo físico por sus métodos errados, porque su desagrado le angustiaba más que cualquier correctivo. Durante días, se negaba a hablarle, y aquel tratamiento de silencio hacía que su pecho estallara de dolor dándole la sensación de que su corazón sufriría un espasmo y cesaría de latir. Asimismo, le miraba como si no le viera.
Cuando los otros niños hablaban de él, su madre decía:
– ¡Ah! ¿Os referís a vuestro hermano difunto, Candy, vuestro pobre hermano muerto? Bueno, recordadle si queréis, pero sólo entre vosotros, no conmigo, porque yo no quiero recordarle… A esa mala semilla, ¡ni hablar! Ese no era bueno, ni mucho menos, no quería escuchar a su madre, creía saberlo todo mejor. La mera mención de su nombre me enferma, me revuelve el estómago, de modo que no lo mencionéis en mi presencia.
Cada vez que Candy se desvanecía temporalmente en el país de los muertos por haberse portado mal, no se ponían cubiertos para él en la mesa, y el chico debía mantenerse en un rincón mirando comer a los otros como si fuera un espíritu de visita. Ella no fruncía el ceño, ni le dedicaba una sonrisa, no le acariciaba el pelo, ni le tocaba la cara con sus manos suaves y cálidas, no le permitía recostarse contra su cuerpo ni apoyar la fatigada cabeza sobre su pecho, y por la noche debía arreglárselas para conciliar un sueño inquieto sin que le acompañaran sus cuentos junto a la cama ni sus dulces nanas. En aquel destierro total, él aprendía más del infierno de lo que jamás esperara saber.
Pero ella comprendería por qué Candy no podía dominarse esta noche, y le perdonaría. Tarde o temprano su madre le perdonaba, porque su amor por él era como el amor de Dios por todos sus hijos: perfecto, lleno de indulgencia y gracia. Cuando ella juzgaba que Candy había sufrido lo suficiente, le miraba siempre de nuevo, le sonreía y le abría los brazos. Con aquella nueva aceptación, él experimentaba, tanto como necesitaba saberlo, lo que era el cielo.
Ahora ella misma estaba en el cielo. ¡Ya hacía siete largos años! ¡Dios, cómo la echaba de menos! Pero ella seguía vigilándole, incluso ahora. Sabría que él había perdido el control esta noche y quedaría decepcionada.
Candy subió los escalones de dos en dos manteniéndose pegado a la pared porque así habría menos probabilidades de que crujieran los peldaños. Era un hombre grande pero de pies ágiles, y aunque algunas escaleras estuvieran destartaladas o fatigadas por la edad, no chirriaban bajo su peso.
En el vestíbulo superior, hizo una pausa para escuchar. Nada. Una tenue lamparilla formaba parte de la alarma de incendios. Su resplandor fue suficiente para que Candy viera dos puertas en la parte derecha del vestíbulo, otras dos en la izquierda y una al fondo.
Se acercó sigilosamente a la primera puerta de la derecha, la abrió y se deslizó dentro de la habitación. Cerró la puerta y se apoyó contra ella.
Aunque su necesidad era grande, se impuso una espera para que sus ojos se ajustaran a las tinieblas. La luz cenicienta de una farola situada a media manzana de allí iluminó débilmente las dos ventanas. Observó primero el espejo, un rectángulo glacial en donde apenas se reflejaba el escaso resplandor; luego, distinguió el perfil de la cómoda debajo de él. Un momento después pudo ver ya la cama y, vagamente, la forma acurrucada de alguien descansando bajo una manta de color claro, que era algo fosforescente.
Candy avanzó cautelosamente hasta la cama, agarró manta y sábana y vaciló unos instantes escuchando la respiración suave y rítmica de la persona dormida. Oliscó un leve efluvio de perfume, mezclado con un aroma agradable de piel cálida y pelo recién lavado. Una chica. Él sabía diferenciar siempre el olor de chica y el de chico. Intuyó también que aquélla era joven, quizás una adolescente. Si su necesidad no hubiera sido tan intensa, podría haber vacilado mucho más de lo que lo hizo, pues los momentos que precedían a la muerte eran excitantes, casi mejores que el propio acto.
Con un dramático gesto del brazo, como el mago que arrebata el paño sobre una jaula vacía para revelar una paloma cautiva de origen cabalístico, descubrió a la durmiente. Luego, se arrojó sobre ella aplastándola con el peso de su cuerpo contra el colchón.
Ella despertó al instante e intentó gritar, a pesar de que él le habría cortado el aliento con toda seguridad. Por fortuna, Candy, que tenía manos poderosas y brazos extremadamente largos, encontró su cara antes de que la chica empezara a alzar la voz, y pudo plantarle la palma bajo la barbilla, hincarle los dedos en las mejillas y mantenerle la boca cerrada.
– Cállate o te mataré -susurró, rozando con sus labios el delicado lóbulo de su oreja.
Dejando escapar un sordo berrido de pánico, la víctima se retorció bajo su cuerpo sin conseguir nada. A juzgar por sus formas era una jovencita, no una mujer, no menor de doce años y sin duda no mayor de quince. No pudo competir con él.
– No quiero hacerte daño. Sólo te deseo, y cuando haya terminado contigo me marcharé.
Eso era un embuste, pues Candy no tenía la menor intención de violarla. Lo sexual le repugnaba; el acto sexual era indeciblemente repelente, pues requería la intervención de fluidos innominables y dependía del uso desvergonzado de los órganos asociados a la orina. La fascinación que causaba a otras personas servía sólo para demostrar a Candy que los hombres y las mujeres eran miembros de una especie decadente y que el mundo era un vertedero de pecado y demencia.
La muchacha cesó de ofrecer resistencia, bien porque creyó su promesa de no matarla o porque quedó casi paralizada de miedo. Tal vez necesitara todas sus energías para respirar. El peso total de Candy, ciento diez kilos, oprimió su pecho ejerciendo presión sobre los pulmones. Él notó en la mano que mantenía cerrada la boca, sus frías inhalaciones cuando las ventanas de la nariz se abrían, seguidas de exhalaciones breves y candentes.