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Capítulo 14

Después de dormir sólo dos o tres horas, Frank Pollard despertó en el asiento trasero del Chevy robado. El sol matinal penetrando por las ventanillas era ya lo bastante brillante como para hacerle espabilar.

Se sintió rígido, dolorido e inquieto. La boca reseca y los ojos irritados como si no hubiese dormido durante días.

Dando un gemido, Frank puso ambas piernas en el suelo, se sentó y se aclaró la garganta. Notó que tenía muertas ambas manos, frías e insensibles, cerradas en puño. Resultaba evidente que había dormido así durante un buen rato, porque al principio no pudo abrirlas. Con un considerable esfuerzo consiguió aflojar el puño derecho… y un puñado de partículas negras y granulares se derramó entre sus agarrotados dedos.

Miró, perplejo, los microscópicos granos que habían caído sobre sus pantalones y el zapato derecho. Levantó la mano para mirar de cerca los residuos que habían quedado adheridos a la palma. Parecía arena y olía como ella.

¿Arena negra? ¿En dónde la habría cogido?

Cuando abrió la mano izquierda se derramó más arena.

Confuso y adormilado, examinó por la ventanilla el barrio residencial que había a su alrededor. Vio parcelas de verde césped, mantillo en algunos trozos donde escaseaba la hierba, pajote cubriendo arriates y ramitas de secoya amontonadas alrededor de algunos arbustos, pero nada que se asemejara a lo que había apretado en los puños.

Se hallaba en Laguna Niguel, así que el océano Pacífico estaba cerca, bordeado de vastas playas. Pero aquellas playas eran blancas, no negras.

Cuando la circulación sanguínea volvió a sus agarrotados dedos, Frank se recostó en el asiento, alzó las manos hasta la cara y miró, absorto, los granos negros que moteaban su sudorosa piel. La arena, incluso la arena negra, era una sustancia humilde e inocente, pero aquellos residuos en sus manos le inquietaron tanto como si hubieran sido sangre.

– ¿Quién diablos soy? -Se preguntó en voz alta-. ¿Qué me está sucediendo?

Supo que necesitaba ayuda. Pero no sabía a quién recurrir.

Capítulo 15

Un viento de Santa Ana murmurando entre los árboles cercanos despertó a Bobby. Silbó bajo los aleros y desató un coro de gemidos y crujidos en el tejado de tablillas de cedro y las paredes del desván.

Bobby parpadeó con los ojos cargados de sueño y guiñó a los números que aparecían en el techo del dormitorio: 12.07. Dado que algunas veces trabajaban a horas anómalas y dormían durante el día, habían hecho instalar unos postigos de seguridad Rolladen que dejaban la habitación tan tenebrosa como una mina de carbón, salvo por la proyección de las cifras verdosas del reloj, que flotaban en el techo cual mensaje enviado por un portentoso espíritu desde el más allá. Como se había acostado al alba y había caído dormido al instante, supo que los números del techo significaban poco más del mediodía, no de la medianoche. Tal vez hubiera dormido unas seis horas. Permaneció inmóvil durante un momento preguntándose si Julie estaría despierta.

– Lo estoy -dijo ella.

– Eres espectral. Sabías lo que estaba pensando.

– Eso no es ser espectral, es estar casada.

Bobby extendió los brazos hacia Julie y ella se refugió en ellos.

Durante un rato permanecieron abrazados, bastándoles ese contacto directo. Pero obedeciendo a un deseo mutuo y tácito, empezaron a hacer el amor.

Las cifras verdosas proyectadas por el reloj resultaban insuficientes para disipar la oscuridad absoluta, de modo que Bobby no podía ver nada de Julie mientras permanecían unidos. Sin embargo, la veía con sus manos. Al deleitarse con la suavidad y el calor de su piel, las curvas elegantes de sus pechos, al descubrir las angulosidades justamente allá donde cada angulosidad era deseable, la tensión muscular y el movimiento fluido de músculos y huesos, Bobby podría haber sido un ciego que empleara sus manos para describir una visión interna de la belleza ideal.

El viento sacudió el mundo exterior coincidiendo con el clímax que estremeció a Julie. Y cuando Bobby no pudo resistir más tiempo, cuando gritó y se vació en ella, el viento aullador gritó también y un pájaro que se había refugiado en un alero cercano fue arrastrado fuera de su cobijo entre batir de alas y chillidos de alarma.

Durante un rato, permanecieron ambos frente a frente en la oscuridad, sus alientos se mezclaron, se tocaron uno a otro casi de forma reverencial. No necesitaron hablar; las palabras hubieran restado solemnidad a aquel momento.

Los postigos de aluminio vibraron quietamente con el arisco viento.

Poco a poco, los vestigios de su pasión amorosa dieron paso a una extraña inquietud, cuya causa resultó incomprensible para Bobby. La oscuridad envolvente empezó a parecer opresiva, como si la inexistencia continuada de luz contribuyera de algún modo a condensar el aire, hasta hacerlo tan viscoso e irrespirable como un jarabe.

Aunque ambos acababan de hacer el amor se le ocurrió la idea demencial de que Julie no había estado a su lado, de que él se había apareado con un sueño o con la misma negrura petrificante, de que algún poder insondable se la había arrebatado alejándola para siempre de su alcance.

Ese temor infantil le hizo sentir estúpido y, no obstante, se incorporó sobre un codo y encendió uno de los apliques que había sobre la cama.

Cuando vio a Julie tendida a su lado, sonriente, con la cabeza descansando en una almohada, la intensidad de su inexplicable ansiedad decreció de forma abrupta. Dejó escapar el aliento, sorprendido de haberlo contenido durante tanto rato. Pero una tensión peculiar subsistió en su interior, la aparición de Julie, sana y salva, exceptuando la costra en la frente, fue insuficiente para tranquilizarle.

– ¿Algo va mal? -inquirió ella, tan perceptiva como siempre.

– No, nada -mintió él.

– ¿Quizás una pequeña jaqueca por todo ese ron del ponche?

Lo que le preocupaba no era una resaca sino la sensación misteriosa e insoslayable de que iba a perder a Julie, de que algo allí fuera, en un mundo hostil, se disponía a arrebatársela. Siendo el optimista de la familia, Bobby no era dado a presagiar destinos fatales; por consiguiente, aquel extraño estremecimiento augural le horrorizó más de lo que lo habría hecho si hubiese sido un sujeto propenso a tales trastornos.

– ¿Qué ocurre, Bobby? -preguntó ella, frunciendo el ceño.

– Dolor de cabeza -contestó él para tranquilizarla.

Luego, se inclinó y besó sus ojos, y lo hizo otra vez obligándola a cerrarlos para que no pudiera ver su cara ni descubrir la ansiedad que le era imposible disimular.

Poco después, cuando se hubieron duchado y vestido, tomaron un desayuno apresurado, de pie en el mostrador de la cocina: panecillos ingleses y mermelada de frambuesa, medio plátano cada uno y café cargado. Por mutuo acuerdo se abstuvieron de ir a la oficina. Un telefonazo a Clint Karaghiosis confirmó que las diligencias sobre el caso Decodyne estaban casi terminadas y que ningún otro asunto requería su atención personal y urgente.

Su Suzuki Samurai era un pequeño todo terreno con tracción en las cuatro ruedas. El había justificado aquella compra ante Julie, haciendo hincapié sobre su doble finalidad, utilitaria y recreativa, y su precio comparativamente razonable, pero de hecho lo quería porque le divertía mucho conducirlo. Julie no se había dejado engañar, y si lo había aprobado era porque también ella encontraba divertida su conducción. Esta vez, se mostró dispuesta a dejarle el volante aunque él insistió en cederle el puesto.

– Ya conduje bastante anoche -dijo mientras se colocaba el cinturón de seguridad.

Hojas muertas, ramas, jirones de papel y otros desperdicios menos identificables se arremolinaban y volaban por las calles barridas por el viento. Polvaredas diabólicas surgieron del este cuando el viento de Santa Ana, bautizado con el nombre de las montañas que lo originaban, sopló por los desfiladeros y las áridas colinas que los industriosos promotores de Orange County no habían logrado cubrir todavía con los millares de cabañas casi idénticas, de troncos y estuco, del sueño americano. Los árboles se arquearon bajo los impetuosos océanos de aire que se movían en poderosas y erráticas mareas hacia el océano auténtico, en el oeste. Entretanto, la niebla nocturna se había disipado y el día era tan claro que desde las colinas se podía ver la isla Catalina, a veintiséis millas de la costa del Pacífico.