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– Me encuentro bien, cariño. Estupenda.

– También estoy estupendo. Te quiero, Jules -dijo, encantado, Thomas, pues con Julie él se libraba siempre de la timidez que presidía sus relaciones con el resto del mundo-. Te quiero mucho.

– También te quiero yo, Thomas.

– Temí que… tal vez no vinieras.

– ¿Acaso no vengo siempre?

– Siempre -asintió él. Por fin, soltó a su hermana y miró detrás de ella-. Hola, Bobby.

– Hola, Thomas. Tienes muy buen aspecto.

– ¿Lo tengo?

– Que me muera si miento.

Thomas se rió y dijo a Julie:

– Él es gracioso.

– ¿No me merezco también un fuerte abrazo? -Preguntó Bobby-. ¿O debo quedarme aquí plantado con los brazos abiertos hasta que alguien me confunda con una percha?

Algo dubitativo, Thomas se apartó de su hermana. El y Bobby se abrazaron. Después de tantos años, Thomas no se sentía todavía cómodo con Bobby, no porque hubiese habido mal entendimiento ni sentimientos antagónicos entre ellos sino porque a Thomas no le gustaban mucho los cambios y se adaptaba con lentitud a ellos. Incluso al cabo de siete años la boda de su hermana significaba un cambio, algo que resultaba todavía nuevo para él.

“Pero le gusto -pensó Bobby-, quizá tanto como él me gusta a mí”.

Simpatizar con las víctimas del síndrome de Down no resultaba difícil una vez se superaba la fase de compasión que al principio distanciaba de ellas, pues casi todas tenían una inocencia, una candidez encantadora y refrescante. Exceptuando los momentos en que les coartaba la timidez o la turbación por sus diferencias, solían ser sinceras, más veraces que otras personas e incapaces de esas mezquinas maquinaciones sociales que empañan tantas relaciones entre la gente normal. El verano anterior, durante la celebración del 4 de julio en Cielo Vista, la madre de uno de los pacientes había dicho a Bobby:

– Algunas veces, al mirarlos, creo que hay algo singular en ellos…, una gentileza, una afabilidad especial más cercana a Dios que cualquiera de nuestros atributos.

Ahora, al abrazar a Thomas, Bobby sintió la verdad de esa observación y miró absorto aquel rostro dulce, bobalicón.

– ¿Hemos interrumpido la escritura de un poema? -inquirió Julie.

Thomas soltó a Bobby y corrió al escritorio en donde Julie examinaba la revista de donde él estaba recortando una fotografía cuando ambos llegaron. Thomas abrió su álbum del momento (había otros catorce conteniendo sus creaciones y alineados en una estantería rinconera, junto a su cama) y señaló dos páginas de recortes pegados y ordenados en forma de cuartetos, como una poesía.

– Esto es de ayer. Lo terminé ayer -explicó-. Me costó mucho tiempo y fue difícil, pero ahora… está… en orden.

Hacía cuatro o cinco años que Thomas había decidido ser poeta como alguien a quien había visto y admirado en la televisión. El grado de retraso mental entre las víctimas del síndrome de Down variaba mucho, desde lo leve hasta lo muy grave; Thomas estaba más o menos hacia la mitad del espectro, pero no poseía la capacidad intelectual para aprender a escribir algo que no fuera su nombre. Eso no lo arredraba. Él había pedido papel, goma, un álbum y un montón de revistas viejas. Como él raras veces pedía algo y como Julie era capaz de mover montañas para darle cuanto pidiera, los artículos de su lista estuvieron pronto en su poder.

– Toda clase de revistas -había dicho él-, con fotografías diferentes y bonitas…, pero también feas…, de todas clases.

Cuando tuvo a su disposición Time, Newsweek, Life, Hot Rod, Omni, Seventeen y docenas de otras publicaciones, recortó fotografías enteras y partes de fotografías y las dispuso como si fueran palabras, en una serie de imágenes que componían una declaración de gran importancia para él. Algunos de sus poemas constaban sólo de cinco imágenes y otros requerían centenares de recortes ordenados en estrofas o, más a menudo, en líneas que semejaban el verso libre.

Julie cogió el álbum y marchó hacia el sillón de al lado de la ventana, en donde podría concentrarse para estudiar su composición más reciente. Thomas se quedó ante el escritorio, observándola ansioso.

Sus poemas gráficos no contaban historias ni tenían una narrativa reconocible pero no eran tampoco un montón de imágenes agrupadas al azar. La espiral de una iglesia, un ratón, una mujer hermosa con un traje de noche verde esmeralda, un campo de margaritas, una lata de pina Dole, una luna creciente, rubíes destellando sobre un paño de terciopelo negro, un pez con la boca abierta, un niño riendo, una monja orando, una mujer llorando sobre el cuerpo deshecho de su amante en alguna zona de guerra olvidada de Dios, un paquete de Lifesavers, un cachorro con orejas colgantes, unas monjas vestidas de negro con almidonadas tocas blancas…, él atesoraba todo eso y otras miles de fotografías en cajas de recortes, y allí seleccionaba los elementos de sus composiciones. Desde el principio, Bobby percibió un acierto misterioso en muchos de los poemas, una simetría demasiado fundamental para ser definida, yuxtaposiciones que eran ingenuas y profundas a un tiempo, ritmos tan reales como evasivos, una visión personal sencilla de ver pero demasiado esotérica para su comprensión en un grado significativo. Al correr de los años, Bobby había comprobado que los poemas mejoraban y eran cada vez más satisfactorios aunque él los comprendiera tan poco que le era imposible explicar cómo discernía esas mejoras; sabía sólo que estaban allí.

Julie levantó la vista de las dos páginas del álbum y dijo:

– Esto es magnífico, Thomas. Casi me dan ganas de correr a esa hierba, plantarme bajo el cielo y, quizás, incluso bailar o echar la cabeza hacia atrás y reír. Me hace sentir la alegría de estar viva.

– ¡Sí! -exclamó Thomas, arrastrando la palabra y aplaudiendo.

Ella pasó el libro a Bobby y éste se sentó en el borde de la cama para leerlo.

La cosa más intrigante de los poemas de Thomas era la respuesta emocional que suscitaban de forma invariable. Ninguno dejaba impávido al lector, como lo harían unas cuantas imágenes reunidas al azar. Cuando Bobby veía la obra de Thomas, unas veces reía con ganas, otras se conmovía tanto que necesitaba reprimir las lágrimas y otras sentía miedo o tristeza, compasión o asombro. Él no se explicaba por qué respondía así a aquellas composiciones; el efecto se resistía siempre a todo análisis. Las obras de Thomas funcionaban en algún plano muy primitivo, provocando la reacción de una región del pensamiento mucho más profunda que el subconsciente.

El último poema no fue una excepción. Bobby sintió lo que había sentido Julie: que la vida era buena; que el mundo era hermoso; júbilo ante el mero hecho de la existencia.

Levantó la vista del álbum y vio que Thomas estaba esperando su reacción con tanta ansiedad como la de Julie, quizá una muestra de que apreciaba la opinión de Bobby tanto como la de ella aunque él no mereciera todavía un abrazo tan largo y caluroso como el dado a Julie.

– ¡Vaya! -murmuró-. Escucha, Thomas, esto me produce tal sensación de cosquilleo… que se me encogen los dedos de los pies.

Thomas sonrió.

A veces, Bobby miraba a su cuñado y sentía que dos Thomas compartían aquel cerebro tristemente deformado. El Thomas número uno era el subnormal, dulce pero tonto. El Thomas número dos era tan avispado como cualquiera pero ocupaba sólo una parte pequeña del cerebro lesionado que compartía con el Thomas número uno, una cámara central desde la cual no tenía comunicación directa con el mundo exterior. Todos los pensamientos del Thomas número dos debían pasar por el filtro cerebral del Thomas número uno, así que terminaban asemejándose a los pensamientos de este último; por consiguiente, el mundo no podía saber que el número dos estaba allí pensando, sintiendo y totalmente vivo… a no ser por la prueba de los poemas gráficos, cuya esencia sobrevivía incluso después de haber pasado por el filtro del Thomas número uno.