– Tienes mucho talento -dijo Bobby. Y expresó lo que sentía; casi le envidió.
Thomas enrojeció y bajó la vista. Luego, se levantó y caminó hacia el murmurante frigorífico que había junto a la puerta del baño. Las comidas se servían en el comedor colectivo, donde se repartían golosinas y bebidas si se pedían, pero los pacientes con capacidad mental suficiente para mantener limpia y aseada la habitación estaban autorizados a tener frigorífico propio para guardar sus golosinas y bebidas predilectas, con el fin de estimular el mayor sentido de independencia posible. Thomas sacó tres latas de Coca-Cola. Dio una a Bobby y otra a Julie. Con la tercera volvió a la silla ante el escritorio, se sentó y preguntó:
– ¿Seguís cogiendo tipos malos?
– Sí, tenemos llenas las cárceles -respondió Bobby.
– Contadme.
Julie se inclinó hacia delante en el sillón y Thomas se le acercó con su silla de respaldo recto, hasta que sus rodillas se tocaron; ella le refirió a grandes rasgos los acontecimientos acaecidos en la Decodyne la noche anterior. Hizo a Bobby más heroico de lo que había sido y minimizó un poco su papel, no sólo por modestia sino también para no asustar a Thomas con una descripción demasiado verídica del peligro que había corrido. Thomas era una persona recia, a su modo; si no lo hubiese sido se habría acurrucado en su cama, de cara a la pared, y no se hubiera levantado jamás. Pero no era lo bastante fuerte para soportar la pérdida de Julie. Imaginar que ella fuera vulnerable le hubiese destrozado. Así, pues, ella pintaba la conducción disparatada y los tiroteos como algo cómico, emocionante pero no peligroso de verdad. Su versión corregida de los hechos entretuvo a Bobby casi tanto como a Thomas.
Al cabo de un rato, Thomas se sintió abrumado, como de costumbre, por lo que estaba refiriéndole Julie, y el relato se hizo más desconcertante que entretenido.
– ¡Estoy lleno! -exclamó.
Lo cual significaba que estaba intentando digerir todo cuanto se le había contado y no le quedaba espacio para recibir más. Le fascinaba el mundo de fuera de Cielo Vista y anhelaba a menudo formar parte de él, pero al mismo tiempo lo encontraba demasiado bullicioso y pintoresco para poder asimilarlo en más que en pequeñas dosis.
Thomas y Julie se arrellanaron en sus asientos, dejando a un lado las Cocas, rodilla contra rodilla, se inclinaron hacia delante y se cogieron las manos, a ratos mirándose de hito en hito, a ratos no, les bastaba con estar juntos, cerca uno de otro. Julie lo necesitaba tanto como Thomas.
Bobby cogió uno de los álbumes antiguos de la estantería y se sentó en la cama para leer los poemas gráficos.
La madre de Julie había muerto en accidente cuando Julie tenía doce años. Su padre había muerto ocho años después, dos antes de que Bobby y Julie se casaran. Ella tenía sólo veinte años a la sazón, trabajaba como camarera para pagarse los estudios y la mitad del alquiler de un pequeño apartamento que compartía con otra estudiante. Sus padres no habían sido ricos jamás, y aunque mantuvieron a Thomas en casa, los gastos requeridos para cuidarle habían agotado sus pequeños ahorros. Cuando su padre murió, Julie fue incapaz de mantener un apartamento para ella y Thomas, por no hablar del tiempo necesario para ayudarle a sobrevivir en un ambiente civilizado, y por tanto se había visto obligada a ingresarle en una institución estatal para niños con deficiencias mentales. Aunque Thomas no se lo hubiera reprochado jamás, ella veía aquel compromiso como una traición.
Julie había intentado graduarse en criminología, pero había dejado la escuela en el tercer curso para solicitar el ingreso en la Academia de sheriffs. Cuando Bobby la conoció y se casaron, ella trabajaba ya desde hacía catorce meses como comisario; había estado viviendo de cacahuetes, su estilo de vida no era mucho mejor que el de una asistenta, ahorrando casi todo su salario con la esperanza de hacer unos ahorrillos y comprar algún día una pequeña casa para llevarse a Thomas con ella. Poco después de su boda, cuando Dakota Investigations se convertía en Dakota amp; Dakota, ambos decidieron que Thomas viviera con ellos. Pero sus horas de trabajo eran irregulares, y aunque algunas víctimas del síndrome de Down fueran capaces de vivir por su cuenta hasta cierto punto, Thomas necesitaba a alguien cerca en todo momento. El coste de tres turnos diarios de acompañantes expertos era superior al de una institución privada de altos vuelos como Cielo Vista; pero ellos lo habrían soportado si hubiesen podido encontrar ayudantes fiables. Cuando les resultó imposible administrar su negocio, tener la intimidad necesaria y cuidar además a Thomas, lo llevaron a Cielo Vista. Era una institución benéfica tan confortable como la primera, pero Julie también lo vio como una segunda traición a su hermano. El hecho de que él fuera feliz en Cielo Vista e incluso medrara allí no alivió el peso de la culpabilidad.
Una parte del Gran Sueño, una parte importante, era tener tiempo y recursos económicos para hacer volver a Thomas a casa.
Bobby levantó la vista del álbum justo cuando Julie decía:
– Escucha, Thomas, creo que te gustaría salir un rato con nosotros.
Thomas y Julie siguieron cogidos de la mano, y Bobby vio que el apretón de su cuñado se acentuaba ante la perspectiva de una excursión.
– Podríamos dar un largo paseo -prosiguió Julie-. Hasta el mar. Caminar por la playa. Comprar unos helados. ¿Qué me dices?
Thomas miró, nervioso, hacia la ventana más próxima, que enmarcaba una porción de cielo azul y transparente., en donde las gaviotas solían evolucionar.
– Ahí fuera se está mal.
– Sólo un poco ventoso, cariño.
– No me refiero al viento.
– Nos divertiremos.
– Ahí fuera se está mal -repitió él. Y se mordisqueó el labio inferior.
Algunas veces él ansiaba aventurarse en el mundo, pero otras veces se acojinaba ante semejante posibilidad, como si el aire, más allá de Cielo Vista, fuera el más activo de los venenos. Thomas no se dejaba engatusar nunca para abandonar su agorafobia, y Julie lo conocía lo suficiente para no insistir sobre el tema.
– Quizá la próxima vez -dijo.
– Quizá -repitió Thomas, mirando el suelo-. Pero hoy se está verdaderamente mal. Yo… parezco presentir… la maldad…, noto frío por toda la piel.
Durante un rato, Bobby y Julie intentaron proponer varios temas de conversación, pero Thomas se quedó sin palabras. No dijo nada, desdeñó el contacto visual y no dio la menor señal de escucharles siquiera.
Continuaron sentados en silencio y al cabo de unos minutos Thomas dijo:
– No os marchéis todavía…
– No nos vamos -le aseguró Bobby.
– El hecho de que yo no pueda hablar no significa que quiera veros marchar.
– Lo sabemos, pequeño -dijo Julie.
– Os… os necesito.
– También te necesitamos -dijo Julie. Acto seguido, cogió una mano de su hermano y le besó sus gruesos nudillos.
Capítulo 16
Después de comprar una maquinilla de afeitar eléctrica en unos almacenes, Frank Pollard se afeitó y lavó como mejor pudo en los lavabos de una gasolinera. Luego, hizo alto en un centro comercial y compró una maleta, ropa interior, calcetines, un par de camisas, unos pantalones y varios artículos de primera necesidad. En el aparcamiento, dentro del Chevy robado, que se balanceaba un poco con las violentas ráfagas, metió las compras en el maletero. Luego, se dirigió a un motel en Irvine, donde se registró con el nombre de George Farris, empleando uno de los dos documentos de los que poseía identidad, y haciendo un depósito en metálico porque no tenía tarjeta de crédito. Le sobraba el metálico.
Podría haber permanecido en la zona de Laguna; pero intuyó que no debía quedarse demasiado tiempo en un mismo sitio. Quizá su cautela se fundara en la dura experiencia. O quizás hubiera pasado tanto tiempo huyendo que se hubiera convertido en una criatura inquieta, que no podría sentirse nunca más verdaderamente cómoda con el reposo.