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Candy no apreciaba mucho a los gatos pero los toleraba, no sólo porque pertenecían a sus hermanas, sino también porque en cierto modo eran, virtualmente, una extensión de Violet y Verbina. Hacerles daño o tratarlos con aspereza habría sido lo mismo que golpear a sus hermanas, lo cual él no podría hacer jamás porque su madre le había encomendado en su lecho de muerte que cuidara a las chicas y las protegiera.

Los gatos cumplieron su misión en menos de un minuto, y casi al unísono, le abandonaron. Con mucha agitación de colas, flexión de músculos felinos y movimiento ondulatorio de la piel se abalanzaron como una sola bestia a la escalera y bajaron por ella.

Cuando Candy alcanzó el primer peldaño ellos estaban ya en el descansillo y se escabullían hasta perderse de vista. Él descendió al vestíbulo inferior sin ver ni rastro de los gatos. Pasó ante el salón oscuro y con olor a rancio. Un tufo a moho surgió del estudio, en donde las estanterías estaban repletas de las enmohecidas novelas rosa que su madre apreciara tanto, y cuando atravesó el mal alumbrado comedor los desperdicios crujieron bajo sus zapatos.

Violet y Verbina estaban en la cocina. Eran mellizas idénticas. Rubias por igual, con la misma piel clara y tersa, con los mismos ojos azules de porcelana, cejas suaves, pómulos altos, narices rectas delicadamente esculpidas, labios de un rojo natural sin necesidad de carmín y pequeños dientes tan blancos como los de sus gatos.

Candy intentaba congeniar con sus hermanas y fracasaba. Por amor a su madre no podía encontrarlas desagradables, así que permanecía neutral compartiendo la casa con ellas aunque no como lo haría una familia auténtica. Son demasiado flacas -pensó-, de constitución frágil, casi endeble, y están demasiado pálidas, como criaturas que raras veces ven el sol… Y en verdad éste no las calentaba apenas por la sencilla razón de que no salían casi nunca. Sus delgadas manos lucían una buena manicura porque ambas se acicalaban con tanta constancia como si fueran gatos; pero, a juicio de Candy, sus dedos eran excesivamente largos y de una flexibilidad poco natural. Su madre había sido robusta, con facciones recias y buen color, y Candy solía preguntarse cómo era posible que una mujer tan vital hubiera parido a aquella macilenta pareja.

Las mellizas habían amontonado en un rincón de la enorme cocina varias mantas de algodón, hasta seis, con objeto de que los gatos pudieran descansar cómodamente allí, pero aquel acolchado era, en realidad, para que Violet y Verbina se sentaran en el suelo durante horas entre sus gatos. Cuando Candy entró en la habitación, las dos estaban sobre las mantas con gatos a su alrededor y en sus regazos. Violet estaba arreglando las uñas a Verbina con una pequeña lima. Ninguna de las dos levantó la vista, aunque le habían saludado ya por medio de los gatos. Verbina no había pronunciado nunca una palabra en presencia de Candy, ni una sola en sus veinticinco años (las mellizas eran cuatro años más jóvenes que él), y él no sabía a ciencia cierta si la chica era incapaz de hablar, no tenía deseo de hablar o le intimidaba hacerlo delante de él. Violet era casi tan silenciosa como su hermana pero hablaba cuando era necesario; al parecer, en ese momento no tenía nada que decir.

Candy se quedó de pie ante el frigorífico observándolas mientras ellas se afanaban sobre la pálida mano derecha de Verbina, acicalándola, y se dijo que tal vez fuera injusto al juzgarlas. Algunos hombres podrían encontrarlas atractivas, de un modo extraño. Aunque sus extremidades le parecieran demasiado delgadas, otros hombres podrían creerlas esbeltas y eróticas, como piernas de bailarinas y brazos de acróbatas. Su piel era clara como la leche y sus pechos, llenos. Dado que él se hallaba libre de todo interés por lo sexual, no estaba capacitado para emitir juicios sobre su atractivo.

Por lo general, ellas llevaban encima lo menos posible, lo mínimo que él toleraría antes de ordenarles que se pusieran más ropa. Mantenían la casa excesivamente caldeada en invierno, y vestían casi siempre, como ahora, camisetas de manga corta y exiguos shorts o bragas, iban descalzas y sin medias. Sólo la habitación de su madre, ahora la suya, estaba más fresca, porque él había cerrado allí los radiadores. Si él no hubiera estado allí para exigir cierto grado de decencia, las dos se hubieran paseado desnudas por la casa.

Con movimientos perezosos, Violet limó la uña del pulgar de Verbina; ambas miraron absortas la obra, como si el significado de la vida pudiese leerse en la curva de la media luna o el arco de la uña.

Candy registró el frigorífico y tomó un trozo de jamón ahumado, un paquete de queso suizo, mostaza, unos cuantos pepinillos y un cuarto de leche. Luego, sacó pan de un armario y se sentó en una silla de barrotes ante la amarillenta mesa.

Las mesas y las sillas, los armarios y las maderas habían sido antaño de un blanco reluciente, pero no se habían pintado desde que muriera su madre. Ahora, eran de un blanco amarillento, con esquinas y bordes grisáceos, agrietados por el paso del tiempo. El papel de la pared, con dibujos de margaritas, amarilleaba y en algunos lugares se pelaba; las cortinas de zaraza colgaban lacias, llenas de grasa y polvo.

Candy preparó y engulló dos gruesos emparedados de jamón y queso. Bebió la leche directamente del envase.

De repente, los veintiséis gatos, que habían remoloneado lánguidamente alrededor de las mellizas, saltaron a un tiempo, se encaminaron hacia la gatera que había al pie de la gran puerta de la cocina y salieron por allí ordenadamente. Evidentemente, era su hora de hacerse su limpieza. Ni Violet ni Verbina querían que sus pequeñas cajas apestaran la casa.

Candy cerró los ojos y bebió un largo trago de leche. La hubiera preferido a temperatura ambiente o incluso algo tibia. Tenía un vago sabor a sangre aunque sin el agradable regusto acre; si no hubiese estado casi helada, se habría parecido más a la sangre.

Al cabo de dos o tres minutos, los gatos regresaron. Ahora Verbina estaba tendida de espaldas, con la cabeza sobre una almohada, los ojos cerrados, los labios moviéndose como si hablara consigo misma pero sin dejar escapar ningún sonido. De pronto, tendió la otra mano para que su hermana pudiera limarle también aquellas uñas. Como tenía abiertas las largas piernas, Candy pudo ver los detalles entre sus suaves muslos. La muchacha llevaba sólo una camiseta de manga corta y unas bragas casi transparentes de color melocotón que en vez de ocultar la hendidura de su órgano sexual lo definían. Los silenciosos gatos bulleron a su alrededor, la cubrieron, más preocupados que ella por la decencia, y miraron acusadoramente a Candy como si supiesen lo que él había estado mirando.

Él bajó la vista y examinó las migas sobre la mesa.

– Frankie ha estado aquí -dijo Violet.

Al principio le sorprendió más el hecho de que ella hablase que el contenido de su frase. Luego, el significado de aquellas cuatro palabras le conmocionó como si él fuese un gong sacudido por un mazo. Se levantó de forma tan brusca que volcó la silla.

– ¿Estuvo aquí? ¿En casa?

Ni el golpe de la silla ni la brusquedad de su voz sobresaltaron a los gatos y a Verbina. Los animales siguieron soñolientos e indiferentes.

– Fuera -dijo Violet, sentada todavía en el suelo junto a su postrada hermana, y arreglando las uñas de la otra melliza. Añadió casi en un susurro-: Vigilando la casa desde el seto Eugenia.

Candy miró la noche, más allá de las ventanas.

– ¿Cuándo?

– Alrededor de las cuatro.

– ¿Por qué no me despertaste?

– No estuvo mucho tiempo ahí. Jamás lo está. Un minuto o dos, luego se marchó. Está atemorizado.

– ¿Lo viste?

– Supe que estaba allí.

– ¿No hiciste nada para impedir que se marchara?