Arrodillado bajo los plateados árboles, le rodearon unas tinieblas tan profundas que no le dejaban ver nada del ratón, excepto sus ojillos relucientes. Se llevó la pequeña criatura a la boca. Ésta emitió un leve sonido de terror, más bien piando que chillando. Él le arrancó la cabeza de un bocado, la escupió y aplicó los labios al ensangrentado cuello. La sangre era dulce pero le supo a poco. Tiró a un lado el roedor muerto y alzó otra vez los brazos, palmas hacia fuera, dedos abiertos. Esta vez el fulgor de la luz espectral fue de un intenso azul electrónico. Causó un efecto sorprendente aunque no durara más que antes. Seis descargas de vibraciones golpearon con intervalos de una fracción de segundo la pared inclinada del desfiladero. Los árboles crecidos temblaron, los centenares de trepadoras colgantes batieron el aire y las hojas chocaron unas con otras dejando oír un sonido semejante a enjambres de abejas. Guijarros y piedras pequeñas salieron despedidos del suelo, y las peñas sueltas entrechocaron. Cada tallo de hierba se enderezó como el vello en la nuca de un hombre asustado, y varios terrones se desgajaron del suelo y volaron en la noche junto con una lluvia de hojas muertas, como si los arrebatara un viento huracanado. Pero ningún viento alteraba la noche…, sólo el breve fogonazo de luz azulada y las potentes vibraciones que la acompañaban.
La fauna surgió de sus escondrijos, y algunos animales corrieron hacia él para descender por el desfiladero. Él había aprendido hacía mucho que las bestias no reconocían nunca su olor como el de un ser humano. Así que tanto podían huir de él como correr a su encuentro. Una de dos, o él no tenía un olor que los animales pudieran detectar… o éstos olían algo salvaje en él, algo más parecido a ellos que a un ser humano, y en su pánico no percibían que era un depredador.
Se hicieron visibles, a lo sumo, como formas oscuras sin forma, pasaron raudos por su lado, cual sombras proyectadas por una lámpara giratoria. Pero él los sintió también con su don psíquico. Varios coyotes desfilaron brincando y un espantado mapache le rozó la pierna; pero él no les echó mano porque quiso evitar las acometidas de colmillos y garras. También estuvieron a su alcance dos veintenas por lo menos de ratones, pero él codiciaba algo más lleno de vida y cargado de sangre.
Intentó apresar lo que tomó por una ardilla y falló pero un momento después cogió por las patas traseras a un conejo. Éste chilló, agitó desesperadamente las patas delanteras, pero él se apoderó también de ellas, no sólo inmovilizando al animal sino también paralizándole de miedo.
Se lo acercó a la cara.
Su piel olía a polvo y almizcle.
Sus ojos enrojecidos relucían de terror.
Podía oír los latidos descompasados del corazón.
Le echó una dentellada a la garganta. La piel, los tendones y los músculos ofrecieron resistencia a los dientes, pero la sangre fluyó.
El conejo se debatió, no intentando escapar sino expresando resignación ante su destino; fueron espasmos lentos, extrañamente sensuales, casi como si la criatura acogiera gustosa la muerte. Al correr de los años, Candy había observado ese comportamiento en incontables animales pequeños, particularmente entre los conejos, y eso le había emocionado siempre porque le proporcionaba una sensación embriagadora de poder, le hacía sentirse equiparable al zorro y al lobo.
Los espasmos cesaron y el conejo quedó inerte entre sus manos. Aunque todavía estuviera vivo, el animal había reconocido la inminencia de la muerte y pasaba a un cierto tipo de trance en el cual, evidentemente, no sentía dolor. Esto parecía una gracia que Dios confería a las pequeñas presas.
Candy dio otro mordisco a su gaznate, más fuerte esta vez, más profundo, luego mordió de nuevo, y la vida del conejo surtió y burbujeó dentro de su codiciosa boca.
A lo lejos, en otro desfiladero, aulló un coyote. Le contestaron otros de su manada. Un coro de voces siniestras se alzó, decreció y volvió a alzarse, como si los coyotes percibieran que ellos no eran los únicos cazadores en la noche, como si olfatearan el reciente degüello.
Cuando se hubo saciado, Candy arrojó a un lado los despojos.
Su necesidad era todavía grande. Tendría que abrir los depósitos de sangre de más conejos o ardillas para calmar su sed.
Se levantó y se adentró más en el desfiladero, donde la fauna no había sido todavía perturbada por el primer uso de su poder, donde criaturas de muchas especies esperaban dentro de sus madrigueras y cobijos que se las fuera a buscar. La noche era profunda y pródiga.
Capítulo 25
Tal vez fuera sólo la deprimente hora matinal del lunes. Tal vez fuera el cielo cárdeno y la promesa de lluvia lo que la ponía de mal talante. O tal vez estuviera ella tensa y amargada porque sólo hacía cuatro días de los violentos sucesos de la Decodyne y, por tanto, eran todavía demasiado recientes. Pero, por una u otra razón, Julie no quería aceptar el caso de Frank Pollard. Ellos tenían vigentes unos contratos de seguridad con empresas a las que habían servido durante años, y ella quería atenerse a ese negocio familiar y cómodo. Casi todo el trabajo que hacían implicaba tanto riesgo como ir al supermercado y comprar una botella de leche, pero el peligro era un factor potencial del trabajo y el grado de peligro de cada nuevo caso era una incógnita. Si aquella mañana de lunes, una señora anciana hubiese acudido a ellos solicitando ayuda para buscar a un gato extraviado, probablemente Julie la habría considerado una amenaza comparable a un psicópata blandiendo un hacha. Ella estaba nerviosa. Después de todo, si la suerte no les hubiera acompañado la última semana, Bobby estaría muerto desde hacía cuatro días.
Sentada sobre el borde de su butaca, inclinándose sobre la sólida mesa de metal y fórmica y cruzando los brazos encima del secante verde, Julie examinó a Pollard. Él no pudo sostener su mirada y aquella actitud evasiva le hizo sospechar de él a pesar de su aspecto inofensivo, casi conmovedor.
Por su apariencia se diría que Pollard se llamaba como cualquier comediante de Las Vegas… Shecky, Buddy o algo similar. Tendría unos treinta años, mediría un metro setenta y cinco y pesaría unos ochenta y cinco kilos lo que en su caso significaba veinte kilos de sobra; sin embargo, su cara parecía la más adecuada para una carrera en la comedia. Exceptuando dos o tres arañazos que ya estaban casi curados, era una jeta agradable: abierta, afable, lo bastante redondeada para ser jovial y con profundos hoyuelos. Un enrojecimiento permanente teñía sus mejillas, como si hubiese estado expuesto al viento ártico casi toda su vida. La nariz estaba también enrojecida, al parecer no por una afición excesiva a la bebida sino porque debían de habérsela partido unas cuantas veces; estaba lo bastante deformada para resultar divertida, pero no lo suficiente aplastada para hacerle parecer un rufián.
Se hallaba sentado con los hombros caídos en una de las dos butacas de cuero y cromo que había frente a la mesa de Julie. Su voz era queda y agradable, casi musical.
– Necesito ayuda. No sé adonde recurrir para encontrarla.
A despecho de su aspecto cómico, sus maneras eran tristes; aunque la voz era meliflua, estaba cargada de desesperación y cautela. A cada momento se pasaba la mano por la cara como si se quitara telarañas, y luego se la miraba desconcertado al ver que estaba vacía. Los dorsos de sus manos tenían también arañazos y dos de ellos se veían algo inflamados.