Frank abrió la puerta, asió la bolsa de cuero del asiento contiguo y se apeó desparramando fragmentos de cristal gomoso a su alrededor.
Aunque el aire sólo era fresco le congeló el rostro porque le caía sudor por la frente. Al lamerse los labios, notó el sabor a sal.
Entretanto, un hombre había abierto la puerta del bungalow para salir al porche. Se encendieron algunas luces en la casa contigua.
Frank miró el camino por donde había venido. Una polvareda luminosa de color zafiro parecía avanzar por la calle. Las bombillas de las farolas de las dos manzanas que quedaban tras de él estallaron como si hubiesen sufrido un aumento súbito y brutal de corriente, y muchos filamentos de cristal, relucientes como el hielo, regaron el asfalto. En la tenebrosidad resultante, le pareció ver, a una manzana de distancia, la sombra de una figura alta que se le acercaba, pero no pudo cerciorarse.
A la izquierda de Frank, el hombre del bungalow corrió por la acera hacia el datilero en donde se empotraba el Ford. Dijo algo, pero Frank no le escuchó. Aferrando la bolsa de cuero, dio media vuelta y corrió. No sabía a ciencia cierta adonde se dirigía, ni por qué estaba tan asustado, ni dónde podría encontrar refugio, pero corrió a pesar de todo porque sabía que si permanecía allí sólo unos segundos más, acabaría muerto.
Capítulo 2
El compartimento trasero sin ventanillas de la furgoneta Dodge estaba iluminado por minúsculas lámparas indicadoras rojas y azules, verdes, blancas y ámbar en baterías de equipo para la vigilancia electrónica pero, fundamentalmente, por el suave resplandor verdoso de dos pantallas de ordenador que hacían parecer aquel espacio claustrofóbico la cámara de un submarino.
Vestido con zapatos Rockport, pantalón de pana beige y suéter marrón, Robert Dakota estaba sentado en un sillón giratorio frente a los dos terminales gemelos de vídeo. Marcaba el ritmo con el pie contra las tablas del suelo, y empleaba la mano derecha para dirigir extasiado una orquesta invisible.
Bobby se había puesto unos auriculares estereofónicos y llevaba un pequeño micrófono suspendido a pocos milímetros ante sus labios. En ese momento, estaba oyendo One O'ClockJump de Benny Goodman, la colosal versión de la composición swing clásica de Count Basie, a seis minutos y medio del cielo. Cuando Jess Stacy emprendió otro estribillo del piano y Harry James se lanzó a un brillante solo de trompeta, que servía para introducir la más famosa cabalgada en la historia del swing, Bobby se sumió por completo en la música.
Pero se mostraba también muy atento a la actividad que se desarrollaba en los terminales. El de la derecha estaba conectado, vía microonda, con el sistema de ordenadores de la Corporación Decodyne, frente a la que estaba aparcada su furgoneta. Allí se revelaba lo que urdía Tom Rasmussen en aquellas oficinas el jueves por la mañana a la 1:10 horas; nada bueno.
Tras obtener acceso a ellos, Rasmussen copiaba, uno tras otro, los archivos del equipo diseñador de programación de la Decodyne, que había concebido recientemente un programa nuevo y revolucionario para el tratamiento de textos, denominado Whizard. Los archivos Whizard contenían instrucciones concienzudas para el cierre: puentes levadizos electrónicos, fosos y murallas. Sin embargo, Tom Rasmussen era un experto en seguridad de ordenadores, y no había fortaleza que él no pudiera asaltar si se le daba suficiente tiempo para ello. Verdaderamente, si el Whizard no hubiese sido desarrollado mediante un sistema de ordenadores interno sin ninguna conexión con el mundo exterior, Rasmussen se habría introducido en los archivos desde allende las paredes de la Decodyne por un módem y una línea telefónica.
Irónicamente, él trabajaba como vigilante nocturno de seguridad en la Decodyne desde hacía cinco semanas, habiendo sido contratado en base a unos elaborados y casi convincentes documentos falsos. Esta noche había roto las últimas defensas del Whizard. Dentro de un rato saldría de la Decodyne con un paquete de discos pequeños e insignificantes que valdrían una fortuna para los competidores de la compañía.
One O'Clock Jump dio fin.
Bobby dijo por el micrófono:
– Alto la música.
Esta orden verbal sirvió para desconectar su sistema computadorizador de disco compacto y abrir los auriculares para la comunicación con Julie, su esposa y socia comercial.
– ¿Sigues ahí, chiquita?
Ella había estado escuchando la misma música con sus auriculares desde su posición de vigilancia dentro de un coche, en el extremo más alejado del aparcamiento, detrás de la Decodyne. Suspiró y contestó:
– ¿Acaso Vernon Brown ha tocado mejor el trombón que en la noche del concierto del Carnegie?
– ¿Y qué me dices de Krupa con la batería?
– Ambrosia para el auditorio. Y un afrodisíaco. La música me hace desear irme a la cama contigo.
– No puedo. No tengo sueño. Además, ¿no recuerdas que somos detectives privados?
– Prefiero que seamos amantes.
– No ganamos nuestro pan de cada día haciendo el amor.
– Yo te pagaría -dijo ella.
– ¡Ah! ¿Sí? ¿Cuánto?
– Bueno, en términos de pan… media hogaza.
– Yo valgo una hogaza entera.
– A decir verdad -dijo Julie-, tú vales una hogaza entera, dos croissants y un panecillo de salvado.
La chica tenía una voz agradable, algo ronca y absolutamente sensual, que a él le encantaba escuchar sobre todo a través de los auriculares, pues entonces le sonaba como un ángel susurrándole al oído. Ella era una gran bailarina de swing pero a la hora de tararear una melodía no tenía ni idea; cuando se sentía de humor para cantar junto con un disco antiguo de Margaret Whiting o las hermanas Andrew, de Rosemary Clooney o Marión Hutton, Bobby se creía obligado a abandonar la habitación aunque fuera sólo por respeto a la música.
– ¿Qué está haciendo Rasmussen? -inquirió ella.
Bobby inspeccionó la segunda pantalla, a su izquierda, que estaba conectada con las cámaras de seguridad interna de la Decodyne. Rasmussen creía haber anulado las cámaras y, por ello, pasar inadvertido; pero ellos le habían vigilado noche tras noche durante las últimas semanas, grabando cada uno de sus traidores movimientos en cinta magnética.
– El viejo Tom está todavía en el despacho de George Ackroyd, ante el VDT de allí. -Ackroyd era director de proyectos para el Whizard. Bobby echó una mirada a la otra pantalla, que duplicaba lo que Rasmussen estaba viendo en la pantalla del ordenador de Ackroyd-. Acaba de copiar en un disco el último archivo del Whizard.
Rasmussen apagó el ordenador en el despacho de Ackroyd.
Simultáneamente, el VDT izquierdo frente a Bobby quedó en blanco.
– Ha terminado -dijo Bobby-. Ahora ya lo ha conseguido todo.
– ¡Menudo gusano! -exclamó Julie-. Debe de sentirse muy pagado de sí mismo.
Bobby se volvió hacia la exposición de su izquierda. Se inclinó hacia delante y observó la imagen en blanco y negro de Rasmussen evolucionando ante el Terminal de Ackroyd.
– Creo que está sonriendo para sí.
– Le borraremos esa sonrisa de la cara.
– Veamos cuál es su siguiente movimiento. ¿Quieres hacer una apuesta? ¿Permanecerá ahí hasta terminar su turno y se largará por la mañana… o abandonará todo ahora mismo?
– Ahora -dijo Julie-. O pronto. No se arriesgará a que le sorprendan con la mercancía. Se marchara aprovechando el momento en que no hay nadie más ahí.
– No apuesto. Creo que tienes razón.
La imagen transmitida al monitor parpadeó pero Rasmussen no se levantó del sillón de Ackroyd. De hecho, se arrellanó como si estuviera exhausto. Bostezó y se frotó ambos ojos con las palmas de las manos.
– Parece estar descansando, sacando fuerzas de flaqueza -dijo Bobby.
– Oigamos otra melodía mientras esperamos a que se mueva.
– Buena idea. -Bobby dio al reproductor de CD la consigna para comenzar-. Adelante la música. -Y se vio recompensado con In the Mood, de Glenn Miller.