En el monitor, Tom Rasmussen se levantó del sillón en el penumbroso despacho de Ackroyd. Bostezó otra vez, se desperezó y cruzó la habitación hacia los grandes ventanales que daban a la Michaelson Drive, la calle en donde estaba aparcado Bobby.
Si Bobby se hubiese deslizado hacia delante para asomarse por la cabina del conductor, probablemente habría visto a Rasmussen plantado allá arriba ante la ventana del segundo piso, perfilándose en el resplandor de la lámpara de mesa de Ackroyd y contemplando la noche. Sin embargo, permaneció donde estaba, dándose por satisfecho con la visión de la pantalla.
La orquesta de Miller tocaba una y otra vez el famoso Riff In the Mood extinguiéndose por momentos hasta casi desaparecer pero… retornando luego a pleno volumen para repetir el ciclo entero.
Por fin, en la oficina de Ackroyd, Rasmussen se apartó de la ventana y miró la cámara de seguridad que estaba montada en la pared. Pareció mirar directamente a Bobby como si se diera cuenta de que estaban observándole. Después, se acercó unos pasos a la cámara, sonriente.
– Alto la música -dijo Bobby. Y la orquesta de Miller enmudeció al instante. Y a Julie le dijo-: Aquí ocurre algo extraño…
– ¿Complicaciones?
Rasmussen se detuvo bajo la cámara de seguridad, todavía sonriendo. Sacó del bolsillo de su camisa militar una hoja de papel plegada, que desdobló para exponerla ante la lente. Allí había escrito un mensaje con negras letras mayúsculas: ADIÓS, TONTO DEL CULO.
– Complicaciones, a buen seguro -dijo Bobby.
– ¿Graves?
– No lo sé.
Un instante después lo supo: fuego de armas automáticas hizo vibrar la noche… él pudo oír los estampidos incluso a través de los auriculares… balas perforadoras atravesaron las paredes de la furgoneta.
Evidentemente, Julie captó los estampidos por sus auriculares.
– ¡No, Bobby!
– ¡Lárgate de ahí, chiquita! ¡Corre!
Mientras hablaba, Bobby se desembarazó de los auriculares y se tiró del sillón al suelo apretándose contra los tablones tanto como pudo.
Capítulo 3
Frank Pollard corrió desatado de una calle a otra, de un callejón a otro, acortando algunas veces por los jardines de las casas oscuras y silenciosas. En uno de los patios traseros, un perro enorme y negro de ojos amarillentos ladró y le persiguió furiosamente hasta una valla de madera, rasgándole ligeramente una pernera cuando él se encaramó por aquella barrera. El corazón le latía hasta dolerle y la garganta se le resecaba porque aspiraba grandes bocanadas de aire frío y seco con la boca abierta. Las piernas le dolían sobremanera. La bolsa le pesaba en el brazo derecho como si fuera de hierro y, con cada zancada que daba, el dolor le latía en la muñeca y la articulación del hombro. Pero no cejó ni miró hacia atrás porque intuyó que algo monstruoso le pisaba los talones, una criatura que jamás necesitaba descansar y que le transformaría en piedra si osaba ponerle la vista encima.
Al cabo de un rato, Frank cruzó una avenida carente de tráfico a hora tan tardía, y corrió hacia la entrada de otro complejo de apartamentos. Por una cancela pasó a otro patio, éste presidido en el centro por una piscina vacía con paredes agrietadas.
Aunque el lugar estaba a oscuras, Frank, cuya visión se había adaptado a la noche, pudo ver lo suficiente para evitar caer dentro. Buscó algún refugio. Quizás hubiese una lavandería comunitaria y pudiera forzar su cerradura para esconderse.
Había descubierto algo sobre sí mismo mientras huía de su desconocido perseguidor: pesaba quince o veinte kilos de más y estaba en baja forma. Ante todo, le urgía recobrar el aliento… y reflexionar.
Cuando pasaba velozmente ante las puertas de la planta baja, observó que dos o tres estaban abiertas, colgando de goznes herrumbrosos. Luego, vio que algunos cristales de las ventanas tenían resquebrajaduras, otros cuantos, boquetes, y otros cristales faltaban por completo. Por otra parte, la hierba estaba muerta, tan quebradiza como papel viejo, y los arbustos se marchitaban; una palmera desmochada se inclinaba en un ángulo precario. A todas luces, el edificio había sido abandonado y esperaba la llegada del equipo de demolición.
Frank llegó a unas escaleras de cemento medio derruidas y miró hacia atrás. Quienquiera… o lo que quiera que le siguiese, continuaba sin dejarse ver. Ascendió jadeando hasta los balcones del segundo piso y pasó de un apartamento a otro hasta encontrar una puerta entreabierta. Estaba alabeada; aunque los goznes parecían agarrotados funcionaron sin hacer demasiado ruido. Se deslizó adentro y cerró la puerta.
El apartamento era un pozo de sombras, profundas, negras como el petróleo. Una luz tenue, cenicienta, perfilaba las ventanas pero resultaba insuficiente para iluminar la habitación.
Frank aguzó el oído.
El silencio y la oscuridad tenían profundidades equiparables.
Se acercó cautelosamente a la ventana más próxima, frente al balcón y al patio. El marco conservaba sólo algunos fragmentos cortantes de vidrio, pero bajo sus pies crujieron muchos trozos de cristal. Pisó con cuidado para evitar cortarse y hacer el menor ruido posible.
Se detuvo ante la ventana y escuchó otra vez.
Quietud.
Cual ectoplasma gélido de algún fantasma indolente, una corriente de aire frío se deslizó perezosamente entre las puntas dentadas de cristal que todavía no habían caído del marco.
Frank vio su propio aliento fluctuando ante su nariz, cintas pálidas de vapor en la penumbra.
Nada rompió el silencio durante diez segundos, veinte, treinta, un minuto entero.
Quizás hubiese tenido éxito su huida.
Pero cuando Frank se disponía a apartarse de la ventana, oyó pasos fuera. En el extremo más alejado del patio. Por el paseo que conducía hasta allí desde la calle. Zapatos de suela dura golpearon el cemento, cada pisada despertó ecos retumbantes en las paredes estucadas de los edificios circundantes.
Frank se mantuvo inmóvil y procuró respirar por la boca como si esperase que el merodeador tuviera el oído de un gato montes.
Cuando el desconocido penetró en el patio desde el paseo de entrada, se detuvo. Tras una larga pausa, empezó a moverse otra vez; aunque los ecos superpuestos emitían sonidos engañosos, pareció caminar despacio en dirección norte, siguiendo la piscina, hacia las mismas escaleras por donde Frank había ascendido al segundo piso del edificio de apartamentos.
Cada paso deliberado, de milimétrica exactitud, semejaba el poderoso tictac del reloj de un verdugo, montado en la barandilla de una guillotina contando los segundos hasta la hora prevista para el descenso de la hoja.
Capítulo 4
Como si estuviera viva, la furgoneta Dodge aulló con cada bala que atravesó sus paredes de plancha metálica, y las heridas infligidas no fueron una cada vez sino una veintena, y con una furia tan despiadada que el asalto debió de correr a cargo de dos metralletas por lo menos. Mientras Bobby Dakota yacía pegado al suelo, intentando atraer la atención de Dios con fervientes oraciones dirigidas al cielo, una multitud de fragmentos metálicos llovió sobre su cuerpo. La pantalla de un ordenador explotó, luego lo hizo el otro Terminal, y todas las luces indicadoras se apagaron pero el interior de la furgoneta no quedó completamente a oscuras; chispas ambarinas y verdes surgieron de las unidades electrónicas dañadas a medida que cada ráfaga perforaba los alojamientos del equipo y hacía añicos los tableros del circuito. También le llovieron cristal y partículas de plástico, trozos de madera y jirones de papel; el aire se llenó con una auténtica ventisca de residuos. Pero el estruendo fue lo peor de todo; Bobby se vio mentalmente encerrado en un gran bidón mientras media docena de descomunales motoristas golpeaban la cara externa de su prisión con barras de hierro, motoristas verdaderamente inmensos con musculatura maciza y recios cogotes, barbas hirsutas y calaveras de colores chillones tatuadas en los brazos… sí, e incluso en la cara, tipos tan grandes como Thor, el rey vikingo, pero con ojos llameantes, psicóticos.