Julie había estado vigilando detrás de la Decodyne en el extremo más alejado del aparcamiento de la corporación, entre las sombras densas del frondoso laurel de Indias. Tan pronto como Bobby anunció la complicación, ella hizo arrancar el motor del Toyota. Y apenas oyó el tiroteo por los auriculares, metió la velocidad, soltó el freno de mano, encendió las luces y pisó a fondo el acelerador.
Por lo pronto, conservó puestos los auriculares, llamando a Bobby e intentando obtener una respuesta pero oyó sólo una espantosa algarabía. Luego, el transmisor quedó muerto; no podía oír ni el menor sonido así que se arrancó los auriculares y los lanzó al asiento trasero. ¡Corta y corre! ¡Maldito sea!
Cuando alcanzó el otro extremo del aparcamiento, levantó el pie derecho del acelerador y, simultáneamente, pisó el pedal del freno con el pie izquierdo haciendo dar al pequeño vehículo un patinazo que lo llevó hasta la calle que circundaba el gran edificio. Hizo que el volante acompañara a la curva, luego dio otra vez gas, incluso antes de que la cola hubiese cesado de patinar y bambolearse. Los neumáticos ladraron, el motor chilló y el coche saltó hacia delante entre chirridos de metal torturado.
Aquella gente estaba disparando contra Bobby y, probablemente, Bobby no podría responder al fuego porque era reacio a llevar armas en cada trabajo; sólo iba armado cuando parecía que tal o cual empresa podría generar violencia. La misión de la Decodyne había parecido bastante pacífica; algunas veces el espionaje industrial podía tornarse desagradable, pero el mal en este caso era Tom Rasmussen, un borde de los ordenadores y un codicioso hijo de puta, listo como un perro leyendo a Shakespeare sobre la cuerda floja, con una larga lista de latrocinios vía ordenador, pero sin sangre en las manos. En la alta tecnología era el equivalente de un empleado bancario mansurrón y defraudador… o al menos así lo había parecido.
Pero Julie sí iba armada en el trabajo. Bobby era el optimista; ella, la pesimista. Bobby esperaba que la gente fuese razonable y actuara para proteger sus intereses, pero Julie creía que casi cada persona aparentemente normal era, en secreto, un psicópata de cuidado. Una Smith amp; Wesson, Magnum 357 estaba sujeta con un clip al fondo de la guantera, y una Uzi con dos cargadores de repuesto (treinta proyectiles cada uno) descansaba sobre el otro asiento delantero. Por lo que había oído en los auriculares antes de que el transmisor callara, iba a necesitar aquella Uzi.
El Toyota voló, materialmente, junto a la Decodyne; luego, viró bruscamente hacia la izquierda para adentrarse en la Michaelson Drive, casi sobre dos ruedas, a punto de perder el control. Al frente, la Dodge de Bobby junto al bordillo, delante del edificio, y otra furgoneta, una Ford azul marino, detenida en la calle con ambas puertas abiertas. Dos hombres, a todas luces los ocupantes de la Ford, estaban de pie a cuatro o cinco metros de la Dodge, barriéndola con armas automáticas, machacándola con tal ferocidad que no parecían buscar al hombre oculto en su interior sino saldar una extraña cuenta personal con la propia Dodge. Dejaron de hacer fuego cuando la vieron llegar, y apresuradamente introdujeron nuevos cargadores en sus armas.
Lo ideal hubiera sido que Julie se detuviese a unos cien metros de aquellos hombres, retirara el Toyota a un lado de la calle, se apeara y usara el coche como parapeto para reventar los neumáticos de la Ford y retenerlos allí hasta que llegase la Policía. Pero no tenía tiempo para hacer todo eso. Los dos individuos alzaban ya las bocas de sus armas.
Julie se puso nerviosa al ver lo solitarias que estaban las calles a aquella hora en el corazón del metropolitano Orange County, desprovistas de tránsito, bañadas en el resplandor amarillo como la orina de las lámparas de sodio vaporizado. Se hallaban en una zona de bancos y oficinas, en un par de manzanas no se veían viviendas, ni restaurantes ni bares. Igual podría ser una ciudad en la luna, o un panorama del mundo después de haber sido barrido por una epidemia apocalíptica que hubiera dejado sólo un puñado de supervivientes.
Pues bien, ella no tenía tiempo de leerles la cartilla a los dos pistoleros ni podía contar con ninguna ayuda, y por tanto sólo le quedó un recurso que sería lo que menos esperaban ellos: hacer de kamikaze, utilizar el coche como arma.
Tan pronto como tuvo el Toyota bajo control, Julie apretó el acelerador hasta tocar el suelo y se lanzó vertiginosamente contra los dos bastardos. Éstos abrieron fuego, pero ella se había deslizado ya hacia abajo procurando mantener la cabeza por debajo del tablero sin dejar el volante demasiado suelto. Algunas balas pasaron silbando junto al coche. El parabrisas reventó. Un segundo después, Julie embistió a uno de los pistoleros con tal ímpetu que el impacto le lanzó la cabeza hacia delante, sobre el volante, causándole un corte en la frente y haciéndole entrechocar los dientes tan fuertemente que las mandíbulas se le desencajaron; cuando el dolor lacerante se le extendía por toda la cara, oyó que el cuerpo botaba desde el parachoques delantero para caer sobre el capó.
Con un reguero de sangre cayéndole desde la frente y humedeciéndole la ceja derecha, Julie tiró de la palanca del freno y al mismo tiempo se sentó. Entonces se vio frente a frente con el cadáver de un hombre de ojos desorbitados, que estaba empotrado en el marco vacío del parabrisas. Su rostro estaba frente al volante: dientes astillados, labios desgarrados, pómulos hundidos con ausencia del ojo izquierdo… y una de sus piernas rotas dentro del coche, colgando sobre el tablero.
Julie buscó el pedal del freno y lo pisó. Con la pérdida súbita de velocidad el cuerpo inerte del hombre muerto rodó por el capó y, cuando el coche se detuvo entre violentas oscilaciones, desapareció de la vista.
Con el corazón desbocado y parpadeando para evitar que la sangre le nublara la visión del ojo derecho, Julie arrebató la Uzi del asiento contiguo, abrió de un empellón la puerta y rodó sobre sí misma moviéndose aprisa.
Entretanto, el otro pistolero, que estaba ya en la furgoneta Ford, aceleró olvidando meter antes la velocidad, de modo que los neumáticos aullaron y humearon.
Julie disparó dos ráfagas cortas de la Uzi haciendo reventar los dos neumáticos de aquel lado de la furgoneta.
Sin embargo, el pistolero no se detuvo. Por fin, metió la velocidad e intentó pasar por delante de ella con dos neumáticos inutilizados.
Aquel tipo podría haber matado a Bobby y ahora intentaba escapar. Si ella no le detenía tal vez no le volviese a encontrar jamás. Con cierta desgana, Julie alzó un poco más la Uzi y vació el cargador contra la furgoneta en el lado del conductor. La Ford aceleró. Luego, redujo súbitamente la marcha, torció a la derecha con velocidad decreciente y, trazando un gran arco, fue a chocar contra el otro bordillo.
Nadie se apeó.
Sin perder de vista la Ford, Julie metió el brazo en su coche, cogió un cargador de repuesto y lo introdujo en la Uzi. Luego, se aproximó cautelosamente a la furgoneta y abrió la puerta, pero sobró toda cautela porque el hombre que había detrás del volante estaba muerto. Sintiéndose un poco mareada, alargó la mano y paró el motor.
Cuando volvió la espalda a la Ford para correr desatada hacia la Dodge llena de balazos, el único ruido que oyó fue el suspiro de una leve brisa en el lujurioso paisaje vegetal de la corporación, acompañado por el suave silbido y castañeteo de las palmeras. Luego, oyó también el motor al ralentí de la Dodge, y como oliera, simultáneamente, a gasolina, gritó:
– ¡Bobby!
Antes de que Julie alcanzara la furgoneta blanca, sus puertas traseras se abrieron y Bobby saltó al suelo esparciendo partículas de metal, trozos de plástico fragmentos de cristal y jirones de papel. Se quedó allí jadeando, sin duda porque los vapores de la gasolina habían expulsado casi todo el aire respirable del interior de la Dodge. Unas sirenas aullaron en la lejanía.