Выбрать главу

Juntos se alejaron aprisa de la furgoneta. Apenas habían recorrido unos metros, cuando vieron una luz anaranjada y las llamas se elevaron silbantes del charco de gasolina del pavimento envolviendo el vehículo en brillantes velos. Los dos corrieron más allá de la corona de color intenso que rodeaba la Dodge y luego se detuvieron unos instantes para mirar parpadeando la catástrofe y cambiaron después una mirada.

El ruido de las sirenas se aproximó.

– Estás sangrando -dijo él.

– Me despellejé un poco la frente.

– ¿Estás segura?

– No es nada. ¿Qué me dices de ti?

Bobby inspiró profundamente.

– Me encuentro bien.

– ¿De verdad?

– Sí.

– ¿No te tocaron?

– Ni una señal.

– Escucha, Bobby.

– Dime.

– Si hubieses aparecido muerto ahí dentro no habría podido manejar esto.

– No estoy muerto. Estoy bien.

– Gracias a Dios -dijo ella.

A continuación le dio una patada en la espinilla derecha.

– ¡Ay! ¿Qué diablos significa esto?

Ella le castigó del mismo modo la espinilla izquierda.

– ¡Maldita sea, Julie!

– No me digas nunca más que corte y corra.

– ¿Cómo?

– Yo represento el cincuenta por ciento de esta asociación en todos los terrenos.

– Pero…

– Soy tan inteligente como tú, tan rápida como tú…

Bobby miró al hombre muerto sobre el pavimento y al otro en la furgoneta Ford, visible a medias por la puerta abierta, y dijo:

– De eso no hay duda, chiquita.

– Tan dura como tú…

– Lo sé, lo sé. No des otra patada.

– ¿Qué hay de Rasmussen? -preguntó ella.

Bobby levantó la vista y miró el edificio de la Decodyne.

– ¿Crees que estará todavía ahí dentro?

– Las únicas salidas del aparcamiento están en la Michaelson, y él no ha aparecido por ese lado, por lo tanto a menos que haya huido a pie estará todavía ahí, sin la menor duda. Debemos echarle el guante antes de que se escurra de la trampa con esos discos.

– De cualquier forma no hay nada que valga la pena en los discos -dijo Bobby.

La Decodyne había estado vigilando a Rasmussen desde que éste solicitara el empleo, porque la Dakota amp; Dakota Investigations, contratada para controlar la seguridad de la compañía, había puesto al descubierto el DNI falso y sumamente sofisticado del pirata informático. La gerencia de la Decodyne quería seguir la corriente a Rasmussen el tiempo suficiente para descubrir a quién transferiría los archivos Whizard cuando los consiguiera; luego, se proponía emprender acciones legales contra el capitalista que había alquilado a Rasmussen, pues sin duda el patrón del pirata informático era uno de los principales competidores de la Decodyne. Asimismo, había hecho creer a Rasmussen que él había neutralizado las cámaras de seguridad cuando en realidad había estado bajo observación constante. También le había permitido descifrar los códigos del archivo para tener acceso a la información que codiciaba pero, sin que él lo supiera, había insertado instrucciones secretas en el archivo mediante las cuales se aseguraba que cualquier disco que él obtuviese estaría repleto de datos desdeñables e inservibles.

Las llamas rugieron y crepitaron mientras devoraban la furgoneta. Julie observó sus reflejos en las paredes de cristal y las ventanas negras de la Decodyne, retorciéndose y estirándose como si quisieran alcanzar el tejado y solidificarse allí en forma de gárgolas.

Alzando la voz para competir con el fuego y el alarido de las sirenas ya próximas, dijo:

– Bien, según pensamos, él creyó haber burlado a las cintas magnéticas de las cámaras de seguridad, pero, al parecer, sabía que le estábamos vigilando.

– Claro que sí.

– Por tanto, ha podido ser también lo bastante listo para buscar una directriz anticopia en los archivos… e idear la forma de eludirla.

Bobby frunció el ceño.

– Tienes razón.

– Así, pues, él tendrá, probablemente, el Whizard descifrado en esos pequeños discos.

– No quiero meterme ahí, maldita sea. Por esta noche he recibido ya bastantes disparos.

Dos manzanas más allá, un coche de la Policía dobló la esquina y se les acercó velozmente con la sirena aullando mientras sus luces de urgencia emitían rayos azules y rojos alternativamente.

– Aquí llegan los profesionales -dijo Julie-. ¿Por qué no les dejamos que se hagan cargo de todo?

– Se nos ha contratado para hacer un trabajo. El honor del investigador privado es algo sagrado, ya lo sabes. ¿Qué pensaría de nosotros Sam Spade?

– Por mí, Sam Spade puede ir y escupir a las nubes -dijo ella.

– ¿Qué pensaría Philip Marlowe?

– Philip Marlowe puede ir y escupir a las nubes.

– ¿Qué pensará nuestro cliente?

– Nuestro cliente puede ir y escupir a las nubes.

– Escupir, querida, no es la expresión popular.

– Lo sé, pero yo soy una dama.

Mientras el coche blanco y negro frenaba delante de ellos, otro vehículo de la Policía dobló la esquina con sirena tronante, y un tercero entró en la Michaelson Drive desde la dirección opuesta.

Julie dejó la Uzi sobre el asfalto y alzó ambas manos para evitar cualquier error fatal.

– Me alegra de verdad verte vivo, Bobby.

– ¿Te propones darme otra patada?

– Por ahora, no.

Capítulo 7

Frank Pollard siguió aferrado al portón y recorrió con el camión nueve o diez manzanas sin atraer la atención del conductor. Por el camino vio letreros dándole la bienvenida a la ciudad de Anaheim y, por tanto, supuso que se hallaba en la California meridional, pero continuó sin saber si era allí donde vivía o si procedía de otra ciudad. A juzgar por el frescor del aire debía de ser invierno…, no verdaderamente frío, sino con la frialdad relativa que se suele dar en esos climas. Le intranquilizó comprobar que no sabía en qué día vivía, ni siquiera en qué mes. Entre temblores, se dejó caer del camión aprovechando una aminoración de la marcha y siguió por una calle que atravesaba una zona de almacenes. Sobre el cielo sembrado de estrellas se perfilaron enormes edificios de uralita, unos recién pintados, otros llenos de herrumbre, unos apenas iluminados por lámparas de seguridad, otros, no.

Frank se alejó de los almacenes llevando a cuestas la bolsa de cuero. Las calles de aquella zona estaban formadas por bungalows sórdidos. En muchos lugares los arbustos y árboles crecían de forma desordenada: palmeras sin podar, con unas faldas repletas de hojas muertas; hibiscos tupidos, con capullos pálidos a medio abrir luciendo apenas en la penumbra; buganvillas colgando sobre tejados y vallas, mezcladas con miles de plantas trepadoras, indómitas y avasalladoras. Sus zapatos de suela de goma no hacían ruido sobre la acera, y su sombra se alargaba por delante de él y se encogía por detrás alternativamente a medida que se aproximaba y pasaba una farola tras otra.

Numerosos coches, principalmente modelos antiguos, algunos herrumbrosos y maltrechos, estaban aparcados junto al bordillo y los caminos de entrada. Algunos tenían puestas las llaves, de modo que podría haber elegido uno cualquiera para largarse. Sin embargo, Frank observó que las paredes de separación entre una propiedad y otra, así como las de una casa decrépita y abandonada, estaban cubiertas con pintadas fosforescentes y fantasmales de bandas latinas, y no quiso complicarse la vida con un cacharro de cuatro ruedas que pudiera pertenecer a uno de sus miembros. Si aquellos tipos le sorprendieran intentando robarles uno de sus coches no se molestarían en correr a una cabina para llamar a la Policía, sino que le volarían la cabeza de un balazo o le plantarían una navaja en el cuello. Y como Frank había sufrido ya suficientes percances, aunque su cabeza y su garganta se mantenían intactas, decidió seguir caminando.

Doce manzanas más allá, en un barrio de casas mejor conservadas y coches más presentables, Frank empezó a buscar algo con cuatro ruedas que fuera presa fácil. El décimo vehículo que inspeccionó fue un Chevy verde de buen aspecto, aparcado junto a una farola con las puertas abiertas y las llaves escondidas bajo el asiento del conductor.