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Deseando poner la mayor distancia posible entre él y el desierto edificio de apartamentos en donde encontró por última vez a su desconocido perseguidor, Frank hizo arrancar el motor del Chevy y condujo desde Anaheim hasta Santa Ana y luego en dirección sur por la avenida Bristol hacia Costa Mesa. Le sorprendió lo familiarizado que estaba con aquellas calles. Parecía conocer bien la zona. Reconoció edificios y centros comerciales, parques y barrios por los que pasaba aunque su contemplación no sirvió para reavivar su anquilosada memoria. Seguía sin recordar de quién huía y por qué había despertado dentro de un callejón en plena noche.

Calculó que incluso a aquella hora neutra (el reloj del coche marcaba las 2.48) las probabilidades de encontrarse con un agente de tráfico serían mayores en la autovía, así que se mantuvo en las calles periféricas de Costa Mesa y los términos oriental y meridional de Newport Beach. En Corona del Mar optó por la autovía Costa del Pacífico y la siguió hasta Laguna Beach encontrando una niebla tenue que fue espesándose a medida que proseguía hacia el sur.

Laguna, una pintoresca localidad turística y colonia de artistas, se extendía entre una serie de fragosas colinas y paredes de desfiladeros hasta el mar, y ahora estaba envuelta en una espesa niebla. Frank se cruzó sólo con dos o tres coches, y la bruma procedente del Pacífico, ganando cada vez más densidad, le obligó a reducir la velocidad hasta treinta kilómetros por hora.

Bostezando y con escozor de ojos, tomó una calle lateral de la autovía y aparcó junto al bordillo ante una casa típica de Cape Cod, un edificio oscuro de dos plantas y tejado de dos aguas que parecía fuera de lugar en aquella vertiente occidental. Quería alquilar una habitación de motel, pero antes de alojarse en un sitio u otro necesitaba saber si tenía dinero o tarjetas de crédito. Por primera vez en aquella noche, tuvo oportunidad de buscar también algún documento de identidad. Se registró los bolsillos del pantalón sin resultado alguno.

Entonces, encendió la luz del techo, se puso la bolsa de cuero sobre las rodillas y la abrió: estaba atestada de fajos muy prietos de billetes de veinte y cien dólares.

Capítulo 8

La sopa clara de neblina gris fue condensándose poco a poco hasta formar un espeso caldo. Probablemente, tres o cuatro kilómetros más cerca del océano, la noche se vestiría con una niebla tan densa que casi tendría grumos.

Sin abrigo y protegido del helor nocturno por un simple suéter pero reconfortado por el hecho de haber escapado a una muerte casi segura, Bobby se apoyó sobre uno de los coches patrulla y observó a Julie, que paseaba arriba y abajo con las manos en los bolsillos de su cazadora de cuero marrón. No se cansaba nunca de mirarla. Hacía ya siete años que estaban casados y durante ese tiempo habían vivido, trabajado y jugado juntos casi las veinticuatro horas del día y siete días a la semana. Bobby no había sido nunca uno de esos tipos aficionados a frecuentar bares o salas de billar con un puñado de individuos…, en parte porque le resultaba difícil encontrar amigos de treinta y tantos años que se interesaran por las cosas que le gustaban: música de grandes orquestas, el arte y la cultura popular de los años treinta y cuarenta y las historietas clásicas de Disney. Julie no era tampoco aficionada a confraternizar con las chicas, porque no muchas mujeres de treinta años admiraban la era de las grandes orquestas, los dibujos animados de la Warner Brothers, las artes marciales o el entrenamiento con armas alambicadas. A pesar de estar tanto tiempo juntos, cada uno conservaba su frescura para el otro, y ella era todavía la mujer más interesante y atractiva que Bobby jamás había conocido.

– ¿Qué les estará reteniendo tanto tiempo? -inquirió ella mirando hacia las ventanas, ahora encendidas, de la Decodyne, rectángulos relucientes pero borrosos en la niebla.

– Sé paciente con ellos, querida -dijo Bobby-. Esa gente no tiene el dinamismo de Dakota y Dakota. Es sólo un modesto equipo SWAT.

La Michaelson Drive estaba bloqueada. Ocho vehículos policiales, entre coches y furgonetas, aparecían diseminados por la calle. La helada noche crepitaba con la estática y las voces metálicas que emitían las radios policiales. Un agente estaba tras el volante de uno de los coches, otros hombres uniformados ocupaban posiciones a ambos extremos de la manzana y dos más se dejaban ver en la puerta principal de la Decodyne; el resto estaba dentro buscando a Rasmussen. Entretanto, varios hombres del laboratorio policial y del juzgado hacían fotografías, tomando medidas y retirando los cuerpos de los dos pistoleros.

– ¿Qué pasará si consigue escabullirse con los discos? -preguntó Julie.

– No lo hará.

Ella asintió.

– Claro, sé lo que estás pensando…, el Whizard ha sido desarrollado en un circuito cerrado de ordenadores sin conexiones fuera de la Decodyne. Pero, ¿no es cierto que hay otro sistema dentro de la compañía con módem y todo lo demás? ¿Qué sucederá si él lleva los discos a esos terminales y los envía por teléfono?

– No puede. El segundo sistema, el de conexiones externas, difiere por completo del que sirvió para desarrollar el Whizard. Incompatibles.

– Rasmussen es listo.

– Hay también un cierre nocturno que neutraliza el sistema de conexiones externas.

– Rasmussen es listo -repitió ella. Y continuó paseando delante de Bobby.

El corte en la frente, donde ella topara con el volante al pisar el freno, no sangraba ya, aunque siguiera abierto y húmedo. Julie se había limpiado la cara con papel de seda pero los rasguños de sangre reseca, que semejaban casi contusiones, le adornaban todavía el ojo derecho y la mandíbula.

Cada vez que Bobby fijaba la mirada en aquellas magulladuras o en el corte superficial le estremecía una punzada de ansiedad al imaginar lo que pudiera haberles sucedido a ella y a él.

No fue sorprendente que su herida y la sangre en su rostro sirvieran sólo para acentuar su belleza, haciéndola parecer más frágil y, por ende, más inapreciable. Julie era hermosa, aunque Bobby reconociera que a él se lo parecía más que a otros, lo que era natural porque, después de todo, sus propios ojos eran el único medio con que podía mirarla. Aunque su pelo castaño se encrespara un poco ahora con la humedad del aire nocturno, era por lo general espeso y lustroso. Tenía los ojos muy separados entre sí, tan oscuros como el chocolate amargo, la piel tan suave y morena como el helado de caramelo y una boca generosa que a él le sabía siempre dulce. Siempre que la observaba sin que ella se percatara de su intensa atención, o cuando intentaba conjurar su imagen si no la tenía cerca, Bobby la evocaba en términos de comida: castañas, chocolate y caramelo, crema de azúcar y mantequilla. Eso le divertía, pero al mismo tiempo comprendía el sentido profundo de su elección de símiles: Julie le recordaba la comida porque ella le sustentaba más que cualquier alimento.

La actividad en la entrada de la Decodyne, a unos dieciocho metros y al final de un paseo flanqueado de palmeras, atrajo la atención de Julie y luego la de Bobby. Alguien del equipo SWAT había acudido a la puerta para informar sobre algo a los vigilantes apostados allí. Poco después, uno de los agentes hizo señas a Julie y Bobby para que se acercaran.

Cuando ambos se le aproximaron, les dijo:

– Han encontrado a ese Rasmussen. ¿Quieren verlo ustedes y cerciorarse de que tiene los discos en cuestión?

– Sí -contestó Bobby.

– Por supuesto -dijo Julie. Y su voz algo ronca no tuvo nada de sensual esta vez. Fue bien seca.

Capítulo 9

Manteniéndose atento por si aparecía algún policía de Laguna Beach que estuviera patrullando en el turno de noche, Frank Pollard sacó los fajos de la bolsa y los apiló en el asiento contiguo. Contó quince de billetes de veinte dólares y once fajos de cien dólares. Por el grosor de los fajos calculó que cada uno tendría más o menos cien billetes, y cuando hizo mentalmente algunas operaciones aritméticas llegó al total de 140.000 dólares. No supo decirse de dónde procedía aquel dinero ni si le pertenecía.