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Un Peterbilt se les acercó tronante remolcando el trailer de mayor tamaño que la ley permitía. Surgiendo de la noche detrás de sus cegadores faros, semejaba un leviatán nadando desde su profunda madriguera marina, todo él poder desnudo y furia glacial, con un hambre que nada podía saciar. Cuando pasó zumbando ante ellos, Bobby recordó, por alguna razón inexplicable, al hombre que viera en la playa de Punaluu, y se estremeció.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Julie.

– Sí.

– ¿Estás seguro?

El asintió.

– Un poco mareado. Eso es todo.

– ¿Qué hacemos ahora?

El la miró.

– ¿Qué otra cosa podemos hacer? Ir a Santa Bárbara. A El Encanto Heights y terminar con este asunto… como podamos.

Candy atravesó la arcada que había entre la sala de estar y el comedor. Ambos aposentos se hallaban desiertos.

Oyó un zumbido al fondo de la casa, y, al cabo de unos instantes, lo identificó con el de una maquinilla de afeitar. El zumbido se extinguió. Luego, oyó correr agua por un lavabo y el ronroneo de un ventilador.

Se propuso ir directamente por el pasillo al cuarto de baño y coger por sorpresa al hombre. Pero entonces oyó un crujido de papel en la dirección opuesta.

Cruzó el comedor y se detuvo en el umbral de la cocina. Era más pequeña que la cocina de su madre, pero estaba tan limpia y ordenada como jamás lo había estado la cocina de su madre desde que muriera.

Una mujer con un vestido azul se sentaba ante la mesa, dándole la espalda. Se inclinaba sobre una revista, volviendo las páginas una tras otra, como si buscara algo interesante para leer.

Candy controlaba mucho mejor que Frank sus talentos telecinéticos y, sobre todo, podía «teletransportarse» con más eficacia y rapidez que él, causando menor desplazamiento de aire y menos ruido de la resistencia molecular. No obstante, le sorprendió que ella no se hubiese levantado para investigar, pues el ruido que él había hecho a la llegada había estado lo bastante cerca de ella y había sido suficientemente raro para picar su curiosidad.

La mujer volvió unas cuantas páginas más y, entonces, se inclinó hacia delante para leer.

Candy no podía verla bien por detrás. Su pelo era espeso y brillante, y parecía haber sido hilado en el mismo telar que el de la noche. Su espalda y hombros eran esbeltos. Sus piernas, ambas a un lado de la silla y con los tobillos cruzados, bien formadas. Supuso que le habría excitado la curva de sus pantorrillas si hubiese sido un hombre interesado por el sexo.

Preguntándose cómo sería su cara y sintiéndose abrumado de repente por la necesidad de probar su sangre, cruzó el umbral y dio tres pasos hacia ella. No se molestó en guardar sigilo, pero la mujer no levantó la vista. La primera noticia que tuvo de su presencia fue cuando él la agarró por el pelo y la levantó de la silla pataleando y manoteando.

La hizo dar media vuelta y se sintió excitado al instante. Le dejaron indiferente sus torneadas piernas, la curva de sus caderas, la delgadez de su cintura y la redondez de sus pechos. Pese a su belleza, no fue su cara lo que le electrizó, sino la extraña calidad de sus ojos grises. Podría llamársele vitalidad. Parecía más viva y vibrante que la mayoría de la gente.

La mujer no gritó pero dejó oír un gruñido de miedo o cólera, y luego le golpeó furiosamente con ambos puños. Le aporreó el pecho y la cara.

¡Vitalidad! Sí, estaba llena de vida, rebosante de vida, lo cual era mucho más emocionante que cualquier ofrenda de encantos sexuales.

Candy oyó todavía las distantes salpicaduras de agua, el murmullo del ventilador del baño, y confió poder hacerse con ella sin atraer la atención del hombre… siempre que lograra acallar sus gritos. Le asestó un puñetazo en la sien antes de que gritara. La mujer se derrumbó sobre él, no inconsciente, pero sí aturdida.

Temblando de placer anticipado, Candy la colocó de espaldas sobre la mesa, con las piernas colgando por el borde. Le separó los muslos y se inclinó entre ambos, pero no para cometer violación, nada tan repugnante como eso. Cuando bajó su rostro hacia el de ella, la mujer le miró parpadeante y confusa, todavía atontada por el golpe recibido. Luego, su mirada empezó a aclararse. Vio en ella una expresión de horrorizada comprensión y se lanzó raudo a por su garganta, le dio un mordisco hondo y encontró sangre… una sangre limpia, dulce, embriagadora.

Ella se debatió bajo su cuerpo.

¡Estaba tan viva! ¡Tan maravillosamente viva! Por un rato.

Cuando el recadero trajo la pizza, Lee Chen la llevó al despacho de Julie y Bobby y ofreció una parte a Hal.

Dejando a un lado su libro pero sin quitar los pies descalzos del velador, Hal dijo:

– ¿No sabes lo que esa porquería hace a tus arterias?

– ¿Por qué se preocupa hoy todo el mundo por mis arterias?

– Eres un joven simpático, y no queremos verte muerto antes de que cumplas los treinta. Además, si fuera así, siempre nos preguntaríamos qué ropa te habrías puesto a continuación si hubieses estado vivo.

– Desde luego, nada parecido a lo que llevas tú, te lo aseguro.

Hal se inclinó e inspeccionó la caja que Lee exponía ante su vista.

– Tiene muy buen aspecto. Regla de oro: sea cual fuere la pizza que te sirvan, el comerciante te está vendiendo servicio y no buen alimento. Pero ésta no tiene mala cara, se ve muy bien dónde termina la pizza y empieza el cartón.

Lee rasgó la cubierta transparente de la caja, la puso sobre el velador y apartó un trozo de pizza.

– Ahí tienes.

– ¿No vas a darme la mitad?

– ¿Qué me dices del colesterol?

– ¡Al infierno! El colesterol es sólo un poco de grasa, no arsénico.

* * *

Cuando el poderoso corazón de la mujer cesó de latir, Candy se apartó de ella. Aunque la sangre seguía manando de su destrozada garganta, no tocó ni una gota. Sólo pensar que pudiera beber de un cadáver, le enfermaba. Recordaba a los gatos de sus hermanas, que se comían a su propia especie cada vez que uno de la manada moría.

Al apartar los labios húmedos de su garganta, oyó abrirse una puerta al fondo de la casa. Y ruido de pasos acercándose.

Candy rodeó rápidamente la mesa para que ésta se interpusiera con la mujer muerta entre él y la entrada del comedor. La visión obtenida del álbum de fotografías del tonto le permitía deducir que Clint no sería tan manejable como otras muchas personas. Por tanto, prefirió poner cierta distancia entre ellos y tomarse el tiempo suficiente para medir a su oponente en vez de cogerlo por sorpresa.

Clint apareció en el umbral. Exceptuarlo su indumentaria, pantalones grises, chaqueta deportiva azul marino y camisa blanca, causó el mismo efecto que la impresión psíquica que dejara en el libro. Su pelo, espejo y negro, estaba peinado muy tirante, hacia atrás. Su rostro parecía esculpido en granito, y sus ojos tenían una mirada dura.

Excitado por la muerte reciente, por el sabor de la sangre todavía en los labios, Candy observó con interés al hombre preguntándose qué sucedería a continuación. Podrían ocurrir muchas cosas y ninguna sería aburrida.

Clint no reaccionó como esperaba Candy. No mostró sorpresa cuando vio a la mujer muerta sobre la mesa. No pareció horrorizado, ni deshecho ni ultrajado por tan irreparable pérdida. Una transformación importarle tuvo lugar en su pétreo rostro, pero sólo bajo la superficie, como placas tectónicas desplazándose bajo la corteza terrestre.

Por fin, cruzó su mirada con Candy y exclamó.

– ¡Tú!

El tono de reconocimiento en aquella única palabra fue perturbador. Por un momento, Candy no pudo imaginar por qué razón le conocía aquel hombre… y entonces recordó a Thomas.