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Se sentía feliz tras la larga y productiva sesión en el país del silicio y el arseniuro de galio, se levantó, se desperezó, bostezó y miró su reloj. Poco más de las nueve. Había estado trabajando doce horas.

Debería desear sólo tumbarse en la cama a dormir durante medio día. Pero prefirió volver volando a su alojamiento, que distaba sólo diez minutos de la oficina, refrescarse un poco y disfrutar de la vida nocturna. La semana pasada había descubierto un nuevo club, el Nuclear Grin, donde la música era agresiva y estridente, el licor no estaba bautizado, la actitud de la gente mostraba una inconsciencia liberal y las mujeres eran ardientes. Deseaba bailar un poco, beber otro poco y encontrar a alguna persona dispuesta a soltarse el pelo.

En esta época de nuevas enfermedades las relaciones sexuales resultaban arriesgadas; algunas veces, parecía suicida beber de un vaso ajeno. Pero después de una jornada en el universo estrictamente lógico de los microprocesadores, era necesario desmelenarse un poco, correr algunos riesgos, bailar hasta el borde del caos para recobrar el equilibrio en la vida. Entonces, recordó que Frank y Bobby se habían desvanecido ante su vista. Se preguntó si no habría visto ya suficientes desatinos por un día.

Recogió los últimos impresos. Era más material que había cosechado de los registros policiales, referidos al comportamiento decididamente esotérico del señor Luz Azul, quien no necesitaría nunca desmelenarse para mantener el equilibrio porque él mismo personificaba el caos. Lee abrió la puerta, apagó las luces y, andando por el pasillo, pasó por otra puerta a la recepción, pues se proponía dejar los impresos sobre la mesa de Julie y dar las buenas noches a Hal antes de largarse.

Cuando entró en el despacho de Bobby y Julie tuvo la impresión de que la Federación Nacional de Lucha Libre había autorizado la celebración de un encuentro, allí mismo, entre dos equipos de bárbaros con ciento veinte kilos de peso. Los muebles estaban volcados y los vasos de whisky, algunos rotos, esparcidos por el suelo. La mesa de Julie estaba desvencijada, balanceándose sobre una pata, como si alguien la hubiese molido a martillazos.

– ¿Hal?

No hubo respuesta.

Con mucha cautela, Lee abrió la puerta del baño contiguo.

– ¿Hal?

El cuarto de baño estaba desierto.

Lee se acercó a la ventana rota. Unos cuantos fragmentos afilados de cristal colgaban todavía del marco.

Apoyando una mano en la pared, Lee se asomó cautelosamente y miró hacia abajo. Con un tono de voz muy distinto, murmuró:

– ¡Hal!

Candy se materializó en el vestíbulo de la casa de los Dakota, que estaba oscura y silenciosa. Durante un momento, se mantuvo quieto, con la cabeza ladeada, hasta tener la seguridad de que estaba solo. A todo esto, la garganta se le había curado ya. Había recobrado la normalidad y le excitaban las perspectivas de la noche.

Inició la búsqueda allí mismo; puso la mano sobre el pomo de la puerta esperando encontrar algún residuo que, aun careciendo de sustancia física, pudiera alimentar sus visiones. No sintió nada, sin duda porque los Dakota apenas lo habrían tocado al entrar y salir de la casa.

Además, una persona podía tocar un centenar de objetos y dejar sólo en uno de ellos la imagen psíquica de sí misma, tocar una hora después el mismo centenar y contaminar cada uno con su aura. La razón de aquello era una cosa tan misteriosa para Candy como el interés de muchas personas por el sexo. Se sentía tan agradecido a su madre por aquella facultad como por todas las demás, pero detectar a su presa por las facultades psíquicas no era siempre un proceso fácil o infalible.

La sala y el comedor de los Dakota estaban desamueblados lo que le proporcionaba pocos medios para trabajar, si bien, por una razón u otra, aquel vacío le hacía sentirse cómodo y a sus anchas. Aquel hecho le desconcertó. En casa de su madre todas las habitaciones estaban amuebladas…, en aquellos días con tanto moho y polvo como butacas, sofás, mesas y lámparas. Pero, de repente, comprendió que, a semejanza de los Dakota, él vivía en una parte reducida de la casa, y no le hubiera importado que los demás aposentos estuviesen desnudos y tapiados.

La cocina y el cuarto de estar de los Dakota estaban amueblados y, evidentemente, vivían en ellos. Aunque era improbable que hubiesen utilizado el cuarto de estar durante su breve parada entre la oficina y el lugar adonde hubieran ido desde allí, Candy esperaba que se hubieran entretenido en la cocina para comer o beber algo. Pero no hubo transmisión de imágenes en los pomos de armarios, microondas, cocina y frigorífico.

En su camino hacia el segundo piso, Candy subió despacio los escalones, dejando que su mano izquierda se deslizara tanteando por la barandilla de roble. En varios puntos del recorrido se vio recompensado con imágenes psíquicas que, aun siendo breves y borrosas, le animaron e indujeron a creer que encontraría lo que necesitaba en el dormitorio o el baño.

Capítulo 54

En lugar de marcar inmediatamente el 911 para dar cuenta del asesinato de Hal Yamataka, Lee corrió primero a la mesa de recepción, como se le había enseñado, y cogió una pequeña agenda marrón del fondo del cajón inferior, en la hilera de la derecha. Bobby había compuesto una lista de los más eficientes, razonables y fiables agentes, detectives y administradores de cualquier jurisdicción importante para los empleados que, como Lee, no solían trabajar en la calle y raras veces se relacionaban con las numerosas agencias policiales del condado, pero podían necesitar tratar con ellas en un caso de urgencia. La agenda marrón contenía una segunda lista de polis que convenía esquivar: aquellos a quienes por instinto les desagradaban los detectives privados y el negocio de la seguridad; los equivalentes, por lo general, a un furúnculo en el trasero; y los que siempre estaban alerta por si pescaban un poco de lubricante verde para engrasar los engranajes de la justicia. El hecho de que la primera lista fuera mucho más larga que la segunda atestiguaba la alta calidad de los representantes de la ley en el condado.

Según Bobby y Julie, siempre era preferible intentar «encauzar» la intervención de la Policía cuando se la necesitase, e incluso llegar a seleccionar a alguno de los detectives que pudieran aparecer en el escenario…, si el escenario necesitaba detectives. Fiarse de la suerte o de los caprichos de un organizador se consideraba poco juicioso.

Lee se preguntó incluso si valdría la pena llamar a los polis. Sabía, sin ninguna duda, quién había matado a Hal. El señor Luz Azul. Candy. Pero sabía también que Bobby no querría revelar nada de Frank y del caso a menos que fuese absolutamente necesario. Desde el punto de vista legal, la relación agencia-cliente no era tan hermética como la de abogado-cliente o médico-paciente, pero tenía también su importancia. Puesto que Julie y Bobby estaban de viaje y no eran localizables en aquel momento, no podía consultarles sobre qué y cuánto decir a la Policía.

Pero tampoco podía dejar el cuerpo delante del edificio ¡esperando que nadie lo observara! Sobre todo, cuando la víctima era un hombre a quien había conocido y querido.

Entonces, decidió llamar a los polis. Pero haciéndose el tonto.

Después de consultar la agenda, Lee marcó el número de la Policía de Newport Beach y preguntó por el detective Harry Ladsbroke. Este estaba libre de servicio. Como la detective Janet Heisinger. Sin embargo, el detective Kyle Ostov estaba disponible y, cuando se puso al teléfono, pareció enérgico y competente, lo que resultaba tranquilizador; su voz era de barítono, cortante pero bien timbrada.

Lee se identificó y se dio cuenta de que su tono de voz era más alto que de costumbre, casi agudo, y de que hablaba demasiado de prisa.

– Ha habido…, bueno, un asesinato.

Antes de que pudiera continuar, Ostov dijo: