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– Pero, ¿cómo descubriría que Frank era cliente nuestro?

– No lo sé. Me vio en la playa de Punaluu…

– Sí, pero no te siguió. Le era imposible saber quién eras. Y, por amor de Dios, ¿cómo averiguó nuestra relación con Thomas?

– Aquí falta una parte crucial de información, de modo que nos es imposible entender el esquema.

– ¿Qué perseguirá ese bastardo? -Ahora, había tanta cólera como dolor en la voz de Julie, y era buena señal.

– Está dando caza a Frank -dijo Bobby-. Durante siete años Frank ha sido un solitario, y eso dificultó la búsqueda. Ahora, tiene amigos, lo que proporciona a Candy más medios para buscarlo.

– Yo misma maté a Thomas cuando acepté el caso -dijo ella.

– Recuerda que no querías aceptarlo. Hube de convencerte. Si hubiera alguna culpabilidad ambos la compartiríamos, pero no la hay.

Julie asintió y, por fin, le miró a los ojos. Aunque la voz de él se había mantenido firme, las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Preocupada por su propia aflicción, había olvidado que los amigos perdidos lo eran de ambos, y que él había llegado a querer a Thomas casi tanto como ella. Una vez más, Julie tuvo que desviar la mirada.

– ¿Estás bien? -preguntó él.

– Tengo que estarlo, por ahora. Más adelante quiero que hablemos de Thomas para comentar con cuánta valentía soportaba ser diferente, sin dejar oír jamás ni una queja, y lo dulce que era. Quiero hablar de todo esto, entre nosotros, y quiero que no lo olvidemos nunca. Nadie levantará un monumento a Thomas porque no era famoso, era sólo un pequeño personaje que no hizo jamás nada grandioso salvo ser la mejor persona que conozco, y el único monumento que tendrá será el de nuestro recuerdo. Así que lo mantendremos vivo, ¿verdad?

– Sí.

– Lo mantendremos vivo…, hasta que nosotros mismos desaparezcamos. Pero eso será más tarde, cuando haya tiempo. Ahora, necesitamos permanecer vivos porque ese hijo de perra vendrá en nuestra busca, ¿no te parece?

– Creo que sí -respondió Bobby.

Acto seguido, se puso en pie y la hizo levantar de la butaca.

Él llevaba su chaqueta marrón oscuro Ultraseude con la pistolera bajo la axila. Ella se había quitado la chaqueta de pana y la pistolera pero ahora se las puso otra vez. El peso del revólver junto al costado izquierdo le causó una sensación grata. Esperaba tener la oportunidad de usarlo.

Su visión se aclaró; los ojos se le secaron.

– Una cosa es segura -dijo-, no más sueños para mí. ¿De qué sirve tener sueños cuando ninguno de ellos se hace realidad?

– A veces, sí.

– No. Jamás se hicieron realidad para mis padres. Jamás se hicieron realidad para Thomas, ¿no es cierto? Pregunta a Clint y Felina si sus sueños se hicieron realidad y verás lo que te dicen. Pregúntale a la familia de George Farris si ser asesinada por un maníaco representó la culminación de sus sueños.

– Pregúntales a los Phan -repuso, muy tranquilo, Bobby-. Eran marineros en el mar de China, con poco alimento que llevarse a la boca y menos dinero, y ahora poseen tintorerías y reconstruyen casas de doscientos mil dólares para venderlas y tienen esos formidables hijos.

– Tarde o temprano también les llegará su hora -replicó ella, algo asustada por la amargura de su propia voz y la negra desesperación que se revolvía como un remolino en su interior amenazando con engullirla-. Pregúntale a Park Hampson, allá abajo en El Toro, si él y su mujer se encandilaron cuando ella contrajo un cáncer terminal, y pregúntale qué fue de su sueño con Maralee Román cuando pudo superar al fin la muerte de su mujer. Pregunta a todos esos pobres infelices que yacen en el hospital con hemorragias cerebrales y cáncer. Pregunta a los que han contraído el mal de Alzheimer a los cincuenta años, justo cuando se supone que comienzan los años dorados. Pregunta a los pequeños en sillas de ruedas, aquejados de distrofia muscular, y pregunta a los padres de esos otros niños de Cielo Vista si el síndrome de Down es compatible con sus sueños. Pregunta…

Julie se interrumpió. Comprendía que estaba perdiendo el control y que no podía permitirse tal cosa.

– Bueno, vamonos -dijo.

– ¿Adonde?

– Primero, busquemos la casa en donde esa perra le crió. Pasemos por delante y obtengamos una visión general. Tal vez verla nos sugiera ideas.

– Yo la he visto.

– Yo no.

– Está bien. -Bobby se acercó a la mesilla de noche y sacó del cajón una guía telefónica de Santa Bárbara, Montecito, Goleta, Hope Ranch, El Encanto Heights y otras localidades. La llevó hasta la puerta.

– ¿Para qué quieres eso? -preguntó ella.

– La necesitaremos más tarde. Te lo explicaré en el coche.

La lluvia comenzó a caer otra vez. Pero a pesar del frío aire nocturno, el motor del Toyota estaba todavía tan caliente de la marcha acelerada hacia el norte, que las gotas de agua se evaporaron. A lo lejos, un trueno profundo rodó por el cielo. Thomas estaba muerto.

Candy recibía imágenes tan débiles y desdibujadas como los reflejos en la superficie de un estanque ondulada por el viento. Todas le llegaban repetidamente cuando tocaba los grifos, el borde del lavabo, el espejo, el botiquín y su contenido, el interruptor y los mandos de la ducha. Pero ninguna de aquellas imágenes era detallada, y ninguna le procuraba una clave sobre el paradero de los Dakota.

Le sorprendieron dos veces unas imágenes claras, pero estaban relacionadas con repugnantes episodios sexuales entre los Dakota. Un tubo de lubricante vaginal y una caja de Kleenex aparecieron contaminados de antiguos residuos psíquicos que inexplicablemente habían sobrevivido al tiempo, haciéndole espectador de prácticas pecaminosas que hubiera querido no presenciar. Así que retiró raudo las manos de aquellas superficies y esperó a que le pasara la náusea. Le irritaba que la necesidad de localizar a Frank mediante aquellas personas decadentes le impusiera una situación en la que se ultrajaba de forma brutal a sus sentidos.

Enfurecido por su fracaso y por el contacto impuro con imágenes del pecado (que parecieron resistirse a salir de su mente), Candy se creyó obligado a quemar el mal imperante sobre aquella casa, en nombre de Dios. Quemarlo hasta los cimientos. Incinerarlo. Tal vez así se purificara también su mente.

Salió del baño, alzó las manos y desencadenó una ola de poder inmensamente destructora por todo el dormitorio. La cabecera de madera de la enorme cama se desintegró, las llamas lamieron el edredón y las mantas, las mesillas de noche se hicieron añicos, los cajones de la cómoda salieron disparados derramando su contenido por el suelo e incendiándose. Las cortinas se consumieron como si estuviesen hechas del papel volátil de los ilusionistas y las dos ventanas de la pared más distante estallaron dejando pasar una corriente que avivó las llamas.

No pocas veces había deseado Candy que la luz misteriosa que irradiaba su cuerpo afectara a personas y animales y no sólo a objetos inanimados, plantas y algunos insectos. Querría entrar en una ciudad y fundir la carne de miles de pecadores en una sola noche, centenares de miles. Poco importaba qué ciudad fuera, todas eran apestosas cloacas de iniquidad, habitadas por masas humanas depravadas, que adoraban el mal y practicaban la más repulsiva degeneración. En ninguna había visto una sola persona que pareciera gozar de la gracia de Dios. Las habría hecho correr lanzando alaridos de terror, las habría perseguido hasta sus escondrijos secretos, les habría astillado los huesos con su poder, habría hecho explotar sus cabezas y desgarrado los ofensivos órganos sexuales que tanto les preocupaban. Si hubiese tenido ese don no les habría mostrado la clemencia con que su Creador las trataba siempre, y así aquellas personas hubieran comprendido que hubieran debido mostrar agradecimiento y obediencia a su Dios, quien había sido siempre paciente y tolerante ante tremendas transgresiones.

Sólo Dios y su madre habían hecho gala de esa compasión ilimitada. Él no la compartía.

La alarma de incendios empezó a sonar en el vestíbulo. Caminó hasta allí, la apuntó con un dedo y la hizo volar en pedazos.