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Transmitió instrucciones a la lechuza para que sobrevolara el coche a una altura de dieciocho o veinte metros. Luego, la envió delante del coche y la hizo descender aún más, a unos seis metros antes de guiarla alrededor de él para aproximarse finalmente de frente al curioso automovilista.

Desde una altura de sólo seis metros la visión de la lechuza era lo bastante aguda para ver al conductor y al pasajero que le acompañaba. Había una mujer a quien Violet no había visto jamás…, pero el conductor le resultaba familiar. Un momento después Violet lo reconoció como el hombre que había aparecido con Frank ¡aquel mismo día a la hora del crepúsculo!

Frank había matado a su preciosa Samantha y por ello debía morir. Ahora, aparecía allí el hombre que conocía a Frank y que podía conducirles hasta él…

Los gatos que estaban sobre la cama alrededor de Violet se agitaron y emitieron sordos gruñidos cuando ella les transmitió su sed de venganza. Un Manx rabicorto y un mestizo negro saltaron de la cama, atravesaron raudos la puerta abierta del dormitorio, descendieron la escalera, entraron en la cocina y, escurriéndose por la gatera, salieron a la calle. En ese momento, el coche se alejaba ganando velocidad cuesta abajo, y Violet no sólo quería perseguirlo por aire sino también por tierra, para asegurarse de que no iba a perder su pista.

* * *

Candy llegó a la recepción de Dakota amp; Dakota. Frías corrientes de aire circulaban entre la ventana rota de la habitación contigua y las dos puertas abiertas, generando corrientes opuestas. Evidentemente, los ruidos sordos que anunciaban su llegada habían sido amortiguados por las explosiones de la estática y las voces estridentes de las radios portátiles que los polis llevaban en el cinto. Un agente estaba apostado en la entrada del despacho de Julie y Bobby y otro ante la puerta abierta del rellano de la sexta planta. Ambos hablaban por la radio con alguien, de espaldas a Candy. Lo interpretó como una señal de que Dios todavía velaba por él.

Aunque le irritaba aquella situación que obstaculizaba su búsqueda, Candy salió de allí al instante y se materializó en su dormitorio, casi a ciento veinte kilómetros hacia el norte. Necesitó tiempo para pensar si habría algún medio de captar otra vez su pista, algún lugar donde hubiesen estado ellos aquella noche, aparte de su oficina y su casa, y en el que él pudiera encontrar más visiones de la pareja.

Cuando regresaron a la estación Union 76, el melenudo y bigotudo individuo que les había orientado antes hacia la Pacific Hill Road les explicó también cómo encontrar la calle en donde vivía Fogarty. Incluso dijo conocer al hombre.

– Un anciano simpático. Se detiene aquí de vez en cuando para repostar.

– Es médico, ¿verdad? -preguntó Bobby.

– Lo era. Se jubiló hace bastante tiempo.

Poco después de las diez, Bobby aparcó junto al bordillo ante la casa de Lawrence Fogarty. Era un extraño edificio de dos plantas, de estilo hispano, con las mismas ventanas francesas que había visto en el despacho al que habían viajado dos veces Bobby y Frank. Había luz en todo el primer piso. El cristal de casi todas las ventanas era esmerilado, por lo menos en la fachada principal y las luces interiores se refractaban cálidamente. Cuando se apearon del coche, Bobby olió a madera quemada y vio una voluta de humo blanquecino surgiendo de la chimenea al aire estático, frío y húmedo, que anunciaba tormenta. Bajo el resplandor extraño y crepuscular de una farola cercana se podían ver unas cuantas flores rosadas en las azaleas pero los arbustos no estaban tan cargados de capullos como los de más al sur en Orange County. Un árbol viejo, de tronco múltiple y enormes ramas, cubría más de media casa y semejaba un maravilloso y acogedor cobijo en una versión española del mundo fantástico de Hobbity.

Cuando los dos marchaban por el camino de entrada, algo salió disparado de entre dos farolas Malibú, se cruzó en el camino y sobresaltó a Julie. Se detuvo en el sendero después de que hubieran pasado y los escrutó con ojos verdes, radiantes.

– Sólo es un gato -dijo Bobby.

A él le gustaban los gatos pero cuando vio a aquél se estremeció. El animal se movió de nuevo y desapareció entre las sombras y los arbustos, en un lado de la casa.

Lo que le había asustado no había sido aquel animal concreto, sino el recuerdo de la horda felina que se había precipitado a atacarles a él y Frank en la casa Pollard, al principio en un silencio espectral pero luego con el chillido estridente de un ejército de hadas malignas, con unanimidad nada gatuna. Aquel gato resultaba muy corriente, merodeando solo, fugaz y curiosamente, tenía la altanería y el misterio propios de cualquier miembro de su especie.

Al final del camino, encontraron tres escalones que conducían a un arco por el que pasaron a una pequeña terraza.

Julie tocó el timbre, que emitió un sonido suave y musical y volvió a tocarlo después de un minuto porque nadie atendía la llamada.

Cuando el segundo timbrazo se extinguió, un revuelo de alas plumosas perturbó la quietud y un ave nocturna se posó en el tejado de la terraza.

Julie se disponía a pulsar otra vez el timbre cuando se encendió la luz del porche, y Bobby sintió que alguien les escrutaba por la mirilla. Al cabo de un momento la puerta se abrió y el doctor Fogarty apareció ante ellos bajo un raudal de luz procedente del vestíbulo.

Tenía el mismo aspecto que recordaba Bobby, y él le reconoció también.

– Pasen -dijo, haciéndose a un lado-. Casi estaba esperándoles. Pasen…, aunque no sean bienvenidos.

Capítulo 55

– Vayamos a la biblioteca -indicó Fogarty echando a andar por el vestíbulo hacia la habitación de la izquierda.

La biblioteca, adonde Frank le había llevado en sus viajes, era el lugar al que se había referido Bobby como el estudio cuando se lo describió a Julie. Así como el exterior de la casa semejaba el mundo de fantasía Hobbity a pesar de su estilo español, aquel aposento parecía, exactamente, el lugar en donde uno se imaginaría a Tolkien cogiendo papel y pluma para crear las aventuras de Frodo. Aquella cálida y acogedora habitación se hallaba iluminada por una lámpara de bronce de pie y otra de mesa que parecía una genuina Tiffany o, al menos, una imitación excelente. Los libros se alineaban en las paredes bajo un techo artesonado, y una mullida alfombra china, verde oscuro y beige por el borde y verde pálido en el centro, enriquecía un suelo de roble. El acabado de la inmensa mesa de caoba tenía un lustre cálido. El sofá reina Ana estaba tapizado con un tejido que complementaba perfectamente con la alfombra. Cuando Bobby se volvió para mirar el sillón de orejas en donde había visto por primera vez a Fogarty aquella misma mañana…, se quedó atónito al ver allí sentado a Frank.

– Le ha sucedido algo -explicó Fogarty, señalando a Frank.

La sorpresa de Bobby y Julie le había pasado inadvertida pues parecía suponer que habían acudido a su casa porque sabían que encontrarían allí a Frank.

La apariencia física de Frank se había deteriorado desde que Bobby lo viera por última vez a las 5.26 horas de aquella tarde, en las oficinas de Newport Beach. Si sus ojos estaban hundidos entonces, ahora semejaban pozos profundos; asimismo, sus oscuras ojeras se habían ensanchado, y algo de aquella negrura parecía haberse extendido dándole una tonalidad grisácea. Su anterior palidez parecía saludable comparada con aquello.

Sin embargo, lo peor de aquel hombre fue el gesto inexpresivo con que les miró. Ninguna luz de reconocimiento animó sus ojos: parecía mirar a través de ellos. El desmadejamiento de los músculos faciales era perceptible. La boca estaba abierta dos o tres centímetros, como si el hombre hubiera intentado hablar durante mucho rato antes sin conseguir recordar la primera palabra de lo que quería decir. Bobby había visto pocos pacientes con caras tan vacías como aquella en el Hogar de Cielo Vista, y habían sido los más retrasados, varios grados por debajo de Thomas.