12
Nunca había visto agonizar a un hombre. Tenía los ojos abiertos y dejaba escapar un ronquido casi constante. Su cabeza estaba próxima a la pared húmeda, por la que chorreaba un hilo de agua; supuse que hasta hacía muy poco tiempo le bastaba estirar un poco la cabeza para mojar los labios en esa agua, no muy limpia.
Ahora parecía impedido de todo movimiento; su cuerpo estaba contraído, un poco siguiendo la disposición de los escombros. Sus ropas estaban tan raídas que a primera vista parecían retazos de género que le hubieran tirado por encima de cualquier manera.
Aparentaba ser muy viejo; sin embargo, sus cabellos no eran blancos, sino que estaban sucios de tierra y revoque, lo mismo que la barba, larga y tupida; cerca de su cuerpo vi un par de lentes, rotos.
Sabía que no podía hacer nada por él, pero me resistía a irme. Lo único que se me ocurrió fue llenar de agua el hueco de mi mano y dejarla deslizar entre sus labios; pero no vi que hiciera ningún movimiento para tragar.
Me senté a contemplarlo, sobre un montículo de escombros. A todos los elementos deprimentes, más bien demoledores, que había ido coleccionando a lo largo de aquellos días, se sumaba ahora esta imagen que parecía un ejemplo de lo que habría de ser yo mismo en pocas horas.
De pronto dejó escapar un ronquido distinto y me pareció que en sus ojos había una variante, algo parecido a un brillo inteligente. En efecto: volvió con mucha lentitud sus ojos hacia mí, y sus labios se movieron apenas.
– … el infierno -dijo, y siguió murmurando cosas incomprensibles. Me acerqué todo lo que pude; nuestras cabezas llegaron a estar muy juntas.
– ¿Qué puedo hacer? -pregunté con desesperación, pensando en él más que en mí. Sabía que la pregunta era inútil. No me respondió. Volvió a hablar del infierno y empezó a mezclar palabras, muchas incomprensibles.
– … arañas, es el infierno, la noche, ahora… el túnel… violeta, la luz violeta, el infierno… el mar, el mar.
– ¿Estuviste en la playa? ¿Debo volver allá?
Me miró con horror. No sé si lograba verme.
– … la playa, las arañas…
Continuó así, un rato, hasta que sus ojos quedaron otra vez en punto muerto, y recuperó el ronquido monótono.
Me volví a sentir muy afiebrado y a punto de desmayarme. Le alcancé más agua y esta vez la escupió decididamente. Resolví abandonarlo. No podía más.
Pienso que no me gustaría, en una situación similar, que un ser humano hiciera lo mismo conmigo. Me sentí cobarde, impotente, y me fui cargando de culpa por anticipado; se veía claramente que nada podía hacer por él, ni siquiera sabía si podía hacer algo por mí mismo. Sin embargo había un sentimiento atávico, supersticioso, religioso o no 'sé qué diablos que me reprochaba la idea de abandonarlo; al mismo tiempo, quedarme significaba también la culpa de mi impotencia y del deseo -que ya sentía salir a flote- de que ese hombre muriera de una buena vez. Con horror, con pena, me di vuelta y continué mi camino sin mirar atrás, tratando de no pensar.
Al cabo de un trecho el agua que inundaba las piezas era ya la norma, algo habitual, y subía. Después, mucho más adelante, empezaron a aparecer los esqueletos humanos, y las ratas.
Al principio fue uno, colgado por el cuello, de una cuerda, o un cinturón, que pendía de una viga del techo descubierta por un derrumbe; luego se fueron haciendo más frecuentes, y algunos estaban aún vestidos con restos de ropas, y en una pieza había una familia entera de ellos, muy próximos uno del otro, como en una reunión final.
Debí dormir en lugares oscuros con la sospecha de la proximidad de algún esqueleto. Sólo dormía cuando no podía dar un paso más. Luego no me atrevía a dormir en ningún lado; al principio por la certeza de que había esqueletos por todas partes, y que sólo bastaría con remover un poco los escombros sobre los que me echaba, para encontrar alguno; luego por las ratas.
Debí armarme con la pata de una mesa rota, y llenarme los bolsillos de escombros de tamaño apropiado; las ratas iban en aumento y se volvían cada vez más atrevidas; incluso llegaron a acercarse nadando, en lugares muy inundados, para atacarme.
Ya no existían puertas, que parecían haber sido arrancadas de sus marcos, y cuando hallaba alguna era imposible moverla, por los escombros acumulados. Los derrumbes incluían ahora también trozos de la otra pared, la superpuesta, pero tampoco llegaba a verse qué había del otro lado: una tercera pared, sólida y entera, cubría las derrumbadas.
Milagrosamente crecía de tanto en tanto algún arbusto, en húmedos huecos en las paredes, y por todas partes había musgo y yuyos. En una pieza encontré, emergiendo de una rajadura muy profunda, una tímida flor amarilla.
13
Me había convertido en un ser fantasmal que avanzaba tambaleante; sin embargo, a pesar del hambre, el sueño, el dolor y los mil motivos de desesperación acumulados, había logrado liberarme de todo sentimiento, de toda sensibilidad, y me había aferrado a la única idea en la que creía firmemente: que sólo se trataba de un torneo de resistencia, entre ese lugar y yo. Una de las dos cosas habría de terminarse, por fuerza, muy pronto. Lo único que cabía era avanzar; detenerse era simplemente morir. Mientras tanto, la edificación se prolongaba, agregando deterioros hasta grados increíbles, pero seguía en pie, tan hermética como al principio.
Mi paso no sólo no se debilitaba, sino que mis piernas me llevaban, o al menos así lo creía yo, a mayor velocidad. El sueño me hacía confundir las cosas, y estaba ya acostumbrado a caerme a menudo, por pisar mal, o por ver un camino allí donde había escombros o agua.
Todo había adquirido un tinte tan pesadillesco -y mi vigilia era algo tan parecido al sueño- que, en medio de la fiebre, comencé a sentir cierta felicidad de estar viviendo esta experiencia insólita. Me alegraba, incluso, de estar despierto; me hubiese decepcionado despertar de una pesadilla.
Interiormente estaba convencido de mi derrota, y ya me daba por muerto, como a mi predecesor. Entonces a cada paso perdía un poco más el interés por mí mismo, y lo particular de todo lo que me rodeaba cobraba, por contraste, mayor interés. Me había casi despersonalizado, integrándome como un elemento más a aquella decoración, que llegaba a ser hermosa en toda su miseria; como un esqueleto más, una rata más, un pedazo de ladrillo.
Pero el recorrido entre las piezas llegó justo al límite de lo transitable; me vi obligado a apartar escombros para poder seguir avanzando. No pude serle fiel a mi teoría hasta el final.
Pienso, porque no quiero engañarme, que mi teoría era correcta, aunque no tengo modo de demostrarlo. Pienso que estaba muy próxima una solución favorable.
Pero la tentación de una tercera puerta, que inesperadamente se mostraba en la pared izquierda de una nueva pieza, una tercera puerta libre de escombros -mientras que la abertura de salida estaba casi totalmente tapada-, era insoslayable. No dudé un instante; ni siquiera tuve fuerzas, o la inteligencia de planteármelo, para quitar algunos escombros y, mirar, al menos, hacia la pieza siguiente. Abrí la tercera puerta y empecé a andar por un corredor, largo y mal iluminado, pero seco, que allí nacía.
El corredor no presentaba aberturas, al menos por mí perceptibles en estos momentos; en cambio, de vez en cuando se bifurcaba, y yo elegía al azar; me apoyaba con las manos en las paredes, a veces me detenía unos momentos, para luego continuar tambaleando, pegando con un hombro contra una pared, rebotando hacia la otra, dando, alguna vez, algún paso hacia atrás, fuera de mi voluntad, hasta que hallé, nuevamente, una puerta.
La abrí.
SEGUNDA PARTE
14
Vi un lugar amplio, iluminado por el sol y a poca distancia una carpa pequeña, color verde oscuro. Luego advertí dos hombres, de pie al lado de un limonero que crecía junto a un largo paredón, cerca de una fuente blanca. Uno de ellos, el más alto y robusto, le dijo al otro en voz exageradamente audible:
– La carpa nos está resultando chica.
Estas palabras, las primeras que oía en mucho tiempo, y en un idioma familiar, hicieron que aflojara el sentido de responsabilidad acerca de mi propia persona. Me desmayé.
Según ellos, el hombre alto había alcanzado a sujetarme por debajo de los brazos y evitó que me lastimara al caer; y fueron tres días enteros los que pasé sin conocimiento, en medio de su temor de que no volviera a recobrarlo nunca y de la preocupación por las escasas atenciones que podían prodigarme.
Sin embargo, esta pérdida de conocimiento no fue constante ni absoluta, y en mi memoria se presentan mezcladas una serie de imágenes, algunas que siento como verdaderas, otras claramente soñadas; y también siento esos tres días como un período mucho más largo, que tal vez podría abarcar varias semanas.
Mis recuerdos, soñados o no, incluyen pasajes. por nuevos pasillos, un rostro de mujer muy próximo al mío, que me sonreía; varias figuras en movimiento a mi alrededor, como ejecutando pasos de danza; una visita a un lugar alto y circular, como la torre de un castillo, que tenía en medio del piso una argolla de hierro, muy gruesa y pesada, y en las paredes ventanitas altas y con barrotes; una puerta que daba al vacío, y allá abajo, lejano, el ruido del mar (estaba oscuro, y yo había estado a punto de caer al vacío); un galpón enorme, también visto desde una gran altura, con figuras aparentemente humanas, que se movían, allá abajo, alrededor de una hoguera; una conversación muy extensa con Ana, quien a ratos se transformaba en Mabel, y, finalmente, el hombre alto, de bigotes, o el otro, que era más bajo y rubio, siempre con lentes oscuros, quienes se alternaban en una guardia permanente junto a mi lecho. De vez en cuando se me acercaban con un vaso de agua. Y en una ocasión recuerdo haberlos visto a los dos juntos, de pie, conversando en voz baja.