Выбрать главу

Al cuarto día, entonces, debió de ser cuando logré mi primera vigilia real más o menos extensa; abrí los ojos, y después de un largo rato de adaptación pude hacerme una composición de lugar: estaba dentro de la carpa, enfundado en una bolsa de dormir; a pocos pasos, sentado en el suelo, se hallaba el hombre rubio; me miraba sonriente pero se mantenía en silencio.

Enseguida volví a cerrar los ojos y caí en una inconsciencia más liviana, tal vez un sueño natural, profundo. De este sueño salí varias veces, y cada vez que recaía en él lo iba sintiendo menos profundo y, por último, aún dormido apreciaba el paso del tiempo de una manera habitual.

Cuando logré permanecer con los ojos abiertos intenté hablar, pero tenía grandes dificultades. Quería explicaciones; como borracho, con la lengua torpe y la boca pastosa, le preguntaba al hombre rubio qué había sucedido, qué estábamos haciendo allí. No sé si me entendió.

– No hable por ahora -dijo, y sus palabras me llegaron con nitidez-. Ya tendremos oportunidad de charlar largamente. -Se aproximó y me acercó un vaso con agua, del que tomé algunos sorbos-. Todo anda bien -agregó-. No se preocupe.

Me dejé estar, entonces, confiado, unas horas más. Cuando desperté volví a sentirme lúcido y muy fuerte, y aproveché que esta vez no había nadie a la vista para maniobrar con el cierre metálico de la bolsa hasta conseguir salir de ella e incorporarme. De inmediato me sentí mareado y débil; tuve que contener mis movimientos, porque sentía que cualquiera de ellos, un poco demasiado brusco, podría haberme hecho desmayar de nuevo. Mis ropas estaban apiladas sobre una sillita de lona, cerca de la bolsa de dormir, y me las fui poniendo lentamente. Como aun así sentía frío, me eché por encima una manta que tomé de otro de los lechos tendidos en la carpa.

Salí, y en aquella especie de patio encontré a los dos hombres. El sol estaba próximo a ocultarse.

Se sorprendieron al verme aparecer y sonrieron.

– De modo que no hay velorio -dijo el alto, tendiéndome la mano. Tenía una camisa gruesa, a cuadros rojos y verdes, y parecía un hombre sencillo y bonachón-. Me llamo Bermúdez. Y éste -agregó señalando al rubio- es el Alemán.

Estreché la mano de ambos y les agradecí esa constante atención que había logrado observar, mal que bien, en estos días. Bermúdez se encogió de hombros.

– No se podía hacer mucho, desgraciadamente -dijo. De inmediato, a riesgo de parecer descortés, di por agotado el tema y me lancé a hacerles las preguntas: dónde estábamos, qué hacíamos allí, por qué, etcétera. Pronto se desvaneció la esperanza que había nacido al verlos: estaban tan desconcertados y perdidos como yo. Toldas las respuestas que obtuve fueron negativas. En principio se miraron, dubitativos; sin duda se preguntaban si yo estaría en condiciones de recibir semejante desengaño. Luego, lentamente, entre uno y otro, con un tono que trataba de ser filosófico o indiferente, con mucha paciencia, me fueron informando mediante rodeos de que realmente no tenían ninguna información para darme.

El sol proyectaba aún la sombra alargada de las rejas puntiagudas de la verja. El rubio se alejó unos pasos, con los hombros un tanto alzados, y comenzó a seleccionar unas ramas y leñitas para hacer fuego. Yo desvié los ojos a los de Bermúdez, quien me observaba en actitud expectante, y dejé caer la cabeza sobre el pecho y me encerré en un silencio absoluto, mientras trataba de contener un torrente de pensamientos oscuros que, otra vez, comenzaban a invadirme y atormentarme. Me mordí los labios.

– Creo que voy a volver un rato a la bolsa de dormir -dije, por fin, y Bermúdez meneó la cabeza afirmativa, gravemente.

15

Entre mis apuntes figura un dibujo, el plano del patio. Tomando como punto de referencia la desembocadura del pasillo que me había llevado hasta allí, ubicada en una pared alta, de unos seis o siete metros de largo, si yo me paraba junto a esa puerta, como volviendo a salir al patio desde el pasillo, tenía a mi izquierda el enorme paredón principal, y a mi derecha el murito que sostenía la verja. Esta pared formaba un ángulo ligeramente obtuso con el paredón y uno ligeramente agudo con la verja. Enfrente, otra pared similar a ésta. El patio tenía una forma casi rectangular, en realidad un trapecio. El largo del paredón sería de unos doce metros, tal vez un poco más. Todo el patio estaba bordeado interiormente por un cantero de tierra, limitado por un cordón de ladrillos, y se veían algunas plantas; justamente en el rincón formado por el muro de la verja y la pared norte había unos matorrales que servían de biombo para el excusado -un agujero en la tierra del cantero.

Las tres paredes altas presentaban distintas aberturas, con o sin puertas, a distintos niveles del suelo. Junto al paredón, y aproximadamente en su mitad, crecía un limonero y, un poco más allá, adosada a la pared, había una blanca fuente de mármol, con una canilla, y el relieve de la cabeza de un león marmóreo que echaba un débil chorro de agua por la boca.

Sobre el suelo de tierra, con algunos trozos aislados cubiertos por baldosas similares a las de las veredas de calle, crecían también otros arbustos. El murito de la derecha se interrumpía para dejar paso a un portón, formado por las mismas barras verticales de la verja, pero que llegaban hasta el suelo; el portón constaba de dos hojas y no presentaba inconvenientes para ser abierto o cerrado. Del otro lado de la verja había una zona descampada, y en el portón se iniciaba un antiguo y gastado caminito de pedregullo; más allá del descampado, a no más de doscientos metros de la verja, se veía una selva compacta, en la cual se perdía el caminito. La carpa estaba situada en un punto próximo al centro del patio, más cerca de la verja que del paredón.

Éste fue el lugar de mi convalecencia, la que me pareció muy larga; las fuerzas volvían a mí con lentitud, y era muy escaso el tiempo de vigilia y de actividad que iba ganando día a día; pero no hubo recaídas, y la mejoría era evidente. Después, sacando cuentas, llegué a la conclusión de que no fue una convalecencia de más de ocho o nueve días; aunque, en ese lugar, el tiempo solía hacer algunas jugarretas.

Fuimos intercambiando nuestras historias de forma desordenada. Las suyas eran tan difíciles de creer como la mía. Bermúdez, por ejemplo, tenía una idea exclusivamente selvática y campestre del lugar. Todo había comenzado, según sus palabras, con la compra de la carpa y la intención de hacer turismo para tratar de olvidar por unos días sus problemas familiares y cotidianos.

Había ido a acampar a un lugar habitual y amable, un parque en las proximidades de un arroyito. Un día se alejó demasiado, en tren de caza, y se encontró de pronto en una selva húmeda, con árboles altos y lianas, obscura y densa. Lo sorprendió luego encontrarse con una puerta y notar además, a los lejos, por detrás de los árboles, unas paredes increíblemente altas, grises. Se sintió atrapado, entrampado. Por fin se decidió a abrir la puerta, que estaba sobre una pared larga y cubierta de enredaderas, protegida y disimulada por árboles y plantas, y entró en una pieza que tenía forma de rombo. Estaba casi vacía, y en un rincón, ovillado y asemejándose a un tapado de piel abandonado, había un gorila. Cuando el mono comenzó a incorporarse, como despertando lentamente de un sueño, Bermúdez no pudo volver a abrir la puerta, que se había cerrado, y apenas tuvo tiempo de dar muerte al gorila con el fusil. Pensó que, sin querer, había entrado en un zoológico, y se sintió culpable.

– Vi otra puerta -contaba- y no tuve más remedio que salir por allí; pero la puerta daba a una escalera, que llevaba a una especie de altillo, y la única salida del altillo era un balcón, que daba a un patio, y tuve que descolgarme por el balcón, agarrado a una cañería, y del patio salí a un campo.

La historia se hacía interminable. Había accedido a otros lugares selváticos o bosques, e incluía anécdotas de lucha con animales salvajes. Encontró finalmente su carpa, en un lugar totalmente distinto al que creía haberla dejado, y pudo rescatarla junto con el resto de su equipo a riesgo de ser devorado por caimanes. Por momentos la historia se volvía ridícula, en labios de un adulto, y se me hacía difícil contener la sonrisa; pero Bermúdez estaba muy serio y, en realidad, yo no tenía motivos para dudar de ninguno de los detalles. Al narrar mi propia historia notaba, de tanto en tanto, la misma sombra de incredulidad en los rostros de mis interlocutores; e incluso debí omitir algunos detalles, como por ejemplo la aventura con Mabel, para hacerla un tanto más creíble.

El Alemán, por su parte, no se quedaba atrás. De acuerdo con su historia, deshilvanada y dicha en voz baja, un poco entre dientes, y que debí reconstruir, y aun cubrir ciertos pasajes con detalles extraídos de mi imaginación, había dedicado los últimos años de su vida a lamentarse de que su mujer lo hubiese abandonado, llevándose con ella a sus dos hijos (el Alemán, a todo esto, era en realidad hijo de paraguayos con lejana ascendencia germánica).

Hacía unos días se había embarcado para probar fortuna en Buenos Aires. Se durmió en la travesía nocturna, y al despertar comprobó que el barco estaba vacío, anclado en un puerto desconocido y desierto.