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– ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que salieron de este patio, usted y el Francés, hasta este momento? -le pregunté al Farmacéutico. Él se mostró sorprendido por la pregunta.

– ¿Cómo? -dijo. Luego meditó unos instantes, frunciendo el ceño, y respondió-: Bueno, unos tres días, creo.

Todos nos miramos con preocupación. Bermúdez hizo un gesto como para comenzar a hablar, como para discutirle; pero se contuvo. Supongo que debió de admitir que las distorsiones que se daban en el espacio también alcanzaban al tiempo.

Luego la conversación fue tomando un giro más bien burocrático, y yo me aparté de ellos y me acerqué al Francés y a la muchacha, un poco más apartados, ahora, de la fogata.

– Se llama Alicia -informó el Francés, con una sonrisa. Tenía al niño sentado en las rodillas-. Y el niño no tiene nada que ver con ella; pertenece a una familia de este lugar, habla un idioma desconocido.

Miré al niño atentamente y no observé ninguna de las características -obesidad, falta de elegancia, etcétera- que correspondían a aquellas gentes que había encontrado en mi recorrida inicial; pero tal vez el niño, pensé, todavía era pequeño -tendría siete años, como máximo- y podría ser que no hubiese desarrollado aún esas características. Luego, por fragmentos que componían la historia de Alicia, supe que provenía de otra zona, habitada por gentes distintas a las que yo conocía.

El problema más urgente que se le presentaba a nuestro grupo era la forma de dormir. Para quienes se habían reunido alrededor de la fogata era realmente un problema muy serio. La presencia de una mujer los ponía incómodos y puntillosos. A mí, por el contrario, me resultaba muy agradable; oír una voz de mujer, e incluso sentir o saber de su presencia, me regulaba automáticamente no sé qué mecanismos psíquicos. o físicos; lo cierto es que esa presencia me hacía sentir más afirmado en mi recuperación y más seguro de mí mismo. Y supongo que al Francés le sucedería lo mismo.

Los de la fogata debatían sobre la forma de combinar el sueño de cinco personas, y la guardia de cinco de ellas, teniendo en cuenta que en la carpa cabían hasta tres con cierta comodidad y que durante el sueño de la muchacha no quedaba bien que alguien más durmiera allí. No pude menos que soltar una carcajada. Dije:

– Alicia tiene sueño. Por favor, pónganse de acuerdo en los turnos, a ver si le corresponde dormir algún día de esta semana.

Con esto desorganicé la reunión. Bermúdez y el Alemán se atropellaron para ir a la carpa y acomodar las cosas; sacaron los implementos de la guardia y las frazadas sobrantes, y le dijeron a Alicia que la bolsa de dormir estaba a su disposición. Ella se despidió con una sonrisa cansada, y se metió en la carpa llevando consigo al niño.

– Hay un problema menos -dije-. No son siete personas para distribuir, sino seis, ya que Alicia y el niño ocupan un solo lugar. Además, no veo ningún inconveniente para que alguien más duerma en la carpa.

Precisamente yo, muy cansado por la guardia de la noche anterior, iba a proponerme para ocupar ese lugar. No tenía ninguna intención erótica con respecto a la muchacha, quien realmente no me resultaba muy atractiva; simplemente quería dormir cómodo y por otra parte romper la rigidez pudorosa del grupo.

Pero el Francés se me adelantó; explicó que le tocaba guardia esa noche y que tenía necesidad de descansar; que mientras ellos se ponían de acuerdo en la organización de los turnos, él iría a acostarse; y que si su presencia molestaba a la chica sería ella, y no los demás, la encargada de hacerlo saber. Dicho lo cual tomó una manta y se metió en la carpa; al parecer, Alicia no puso inconvenientes.

En el grupo reinaba un silencio resentido; yo también lo estaba en cierta medida, pero me gustó la actitud del Francés. Tomé una manta y me acosté, envuelto en ella, sobre la tierra, cerca de la fogata. Bermúdez estaba pálido de cólera. Tiró al fuego el lápiz y el papel y dijo que así no se podía seguir. El Alemán y el Farmacéutico asintieron gravemente.

– No se lo tomen a la tremenda -dije, sin asomo de ironía, tratando de que mi acento fuese cálido; pero ellos siguieron rezongando; y aún los oía entre sueños; sentí que decían algo sobre la disciplina indispensable, y me dormí profundamente.

20

Lo que pude saber de la historia de Alicia reproducía en buena medida mis propias aventuras iniciales en ese lugar; también había recorrido piezas con puertas que sólo le permitían un sentido determinado; pero más que piezas eran verdaderos apartamentos; y cuando alguno estaba habitado, los seres, generalmente una familia, eran de otra clase que los que yo conocía. Más parecidos, tal vez, a nosotros; pero su lenguaje era también incomprensible. El trato también era distinto; había cierta amabilidad, y se lograba cierto entendimiento a pesar de las insuperables dificultades con el idioma. De una de estas familias había salido el niño rubio que ahora estaba con nosotros; un niño extraño, que había mostrado de inmediato un gran apego por Alicia, y que desconcertaba a sus padres con sus misteriosas desapariciones. Después que Alicia se despidió de esa familia y continuó su recorrido, en más de una oportunidad apareció el niño junto a ella, llegando por conductos que Alicia no logró conocer. Muchas veces lo había enviado de vuelta a su hogar, y otras tantas, tarde o temprano, el niño había regresado. Ahora no mostraba ningún interés por irse de este patio.

Entre las variantes fundamentales del lugar de Alicia con respecto al mío, figuraban dos que es necesario destacar: una, que la gente que habitaba los apartamentos realizaba trabajos. Los hombres disponían de unos aparatos, incomprensibles para Alicia, que manejaban durante algunas horas en cada jornada; las mujeres se ocupaban de tareas de cocina y limpieza. La otra, era la presencia de algunos implementos de espionaje: pequeños lentes y micrófonos adosados a las paredes, cuya finalidad debía ser probablemente desconocida para los habitantes del apartamento; y más aún, parecían tenerles un respeto de orden religioso, tal vez porque sus partes metálicas daban fuertes choques eléctricos a quien los tocara.

No explicó, por ahora, cómo había llegado allí; y todos estos datos los fuimos juntando con dificultad, ya que la muchacha se mostraba propensa a sufrir un nuevo ataque de nervios al recordar ciertas cosas. Por lo demás, lentamente se fue integrando a nuestro grupo y ya la proximidad del Farmacéutico le era más tolerable.

Durante esa jornada prosiguieron las discusiones acerca de problemas organizativos, y comenzó a planificarse una especie de excursión con fines de aprovisionamiento. Yo me mantuve al margen de las tediosas discusiones y en principio mostré de antemano mi conformidad con las resoluciones que se tomaran, aunque no estaba muy seguro de que en realidad fuera a aceptarlas.

Esa madrugada me despertaron a las cuatro, cuando el cambio de guardia. También habían despertado al Francés, que tenía los ojos hinchados y la voz más enronquecida, y decía merde mientras se lavaba la cara en la fuente. El Alemán y el Farmacéutico dormían bajo una misma manta, fuera de la carpa; Bermúdez, que se había mantenido despierto, fue a ocupar mi lugar, fiel al principio de no dormir bajo la misma carpa ocupada por una dama.

Yo vacilé un rato y al fin decidí acompañar al Francés en la guardia, para no crear mayores incomodidades con el asunto de la carpa; pensé que después debería resignarme a discutir con los otros.

Estuvimos conversando en voz baja y el tiempo de la guardia pareció transcurrir mucho más rápidamente. Yo volví al tema de las teorías acerca del lugar, y de cómo habíamos llegado a él; charlando, logramos una especie de catálogo fantástico de posibilidades, cada una de las cuales parecía contradecir a las demás, y al mismo tiempo, cualquiera de ellas sonaba muy lógica y convincente, por lo menos a esa hora de la madrugada.

A pesar de grandes coincidencias entre nuestras teorías personales, había una divergencia básica en lo referente a un punto fundamentaclass="underline" la existencia de seres, extraplanetarios o no, que actualmente habitaran y manejaran el lugar. El Francés tendía a negarlos, y encontraba siempre alguna explicación que sustituía perfectamente esa presencia directriz. Ninguno de los dos podía, de todos modos, aportar ninguna prueba.

– ¿Cómo explicas, entonces -le pregunté, en un momento de la discusión- la existencia de los aparatos de espionaje?

– Sencillamente -respondió con calma-; son la expresión de las tendencias paranoides de Alicia. Ella misma ha creado esos aparatos, les ha dado realidad tangible modelando la materia por medio de su temor a ser espiada.

Me mostré escéptico. Objeté que, entonces, de acuerdo con esta fórmula, el Francés mismo podía ser también creación mía, de mi íntimo deseo de tener alguien con quien conversar.

– Es cierto -admitió, con una sonrisa-; pero no necesariamente. Este lugar, que tú llamas patio, bien puede ser creación colectiva; bien podría haber nacido de nuestra necesidad de reunimos.

Me comentó también que Bermúdez tenía una teoría, aunque el hecho de pensar lo avergonzaba y trataba, curiosamente, de ocultarlo. Pero una noche le había dicho que él creía que había habido una guerra mundial, y que las explosiones atómicas habían modificado todo, nos habían «entreverado», personas y lugares, como un rompecabezas mal armado en el que, sin embargo, las piezas encajan unas con otras, aunque no las figuras.

Estuvimos un rato en silencio. Luego se me ocurrió preguntar: