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– ¿Y tú crees realmente en tu teoría?

Volvió a sonreír, un poco angelicalmente.

– No -dijo-. No creo en nada.

Salía el sol. El Francés, contraviniendo las disposiciones- al respecto, hizo una nueva hoguera, mucho más espectacular de lo necesario, para calentar café. A las ocho, despertó a todo el mundo, a excepción de Alicia y el niño, quienes, a pesar del ruido que se hizo luego, siguieron durmiendo hasta el mediodía.

Me instalé, un poco apartado, cerca de la fuente; a continuar mis apuntes. Escribir a mano 'me da mucho trabajo; el avance es lento. Y tenía muchas novedades para consignar y muchas teorías para desarrollar. Bermúdez, el Farmacéutico y el Alemán se afeitaron, por turno, mientras el Francés ocupaba un lugar entre las mantas y dormía, fuera de la carpa.

Hacia el mediodía, cuando ya tenía la mano y el brazo varias veces acalambrados, dejé de escribir y me acerqué a la rueda que se había formado en torno al fuego; hablaban de comer todo el asado al mediodía, porque la carne se estaba echando a perder definitivamente; y de la escasez general de provisiones y de la necesidad de salir de caza.

La conversación no me gustaba; no es que se dijera abiertamente, pero yo sospechaba en ellos la idea de que me estaba alimentando a sus costillas, sin hacer ningún esfuerzo (lo cual era rigurosamente cierto); y tampoco me sentía dispuesto a salir de cacería; y me molestaba especialmente por esa idea que parecía estar metida muy hondo en todos ellos de permanecer indefinidamente en ese patio. Intenté un comentario, tratando de no resultar agresivo, pero no me prestaron atención. Sentí que me descartaban como persona útil, y mi resentimiento culpable se agravaba.

Alicia y el niño se unieron al grupo; la muchacha estaba de buen humor, parecía más comunicativa. El niño fue a despertar al Francés, quien lo recibió con sorprendido agrado.

En el transcurso del almuerzo, durante el cual se prolongó la discusión de la mañana, noté algunas cosas; lo más evidente era que se había abierto una brecha entre el Alemán, el Farmacéutico y Bermúdez por un lado, y principalmente yo por el otro; el Francés estaba indudablemente de mi lado, pero su actitud era indiferente, poco interesada; en realidad no le preocupaba nada de lo que se discutía, y se veía claramente su intención de actuar en definitiva como mejor le pareciera; si optó al fin por integrarse a la cacería fue realmente por su voluntad, sin que pesara en absoluto la presión de los demás. Alicia se mostraba inclinada de nuestro lado, pero comencé a sospechar, con algún fundamento, que era más por simpatía hacia mi persona que por otros motivos; al entrever que pudiera surgir alguna relación afectiva entre nosotros me sentí alarmado, y traté de canalizar sus simpatías hacia el Francés, quien parecía sentirse atraído por ella; aunque ella parecía ignorarlo. Y, finalmente, el niño era un mediador inconsciente entre Bermúdez y yo; Bermúdez, a pesar de ser el cabecilla del grupo conservador, no era fanático como los otros, me seguía aceptando y podíamos tener conversaciones amistosas. El Farmacéutico, en cambio, no intentaba el menor diálogo conmigo, y el Alemán se iba distanciado cada vez más.

Hacia el atardecer se me plantearon con fuerza li los cargos de conciencia; por un instante se me ocurrió ponerme en el lugar de ellos, y me di cuenta de que no estaban del todo faltos de razón; me dije que mi actitud era egoísta, y traté de imaginar alguna forma de cooperación; pero todas me parecían trabajosas y vanas. Sin poder explicarlo hasta más tarde, sentía, honestamente, que cualquier forma de colaboración con ellos se transformaba automáticamente en una íntima traición a mí mismo.

Más tarde descubrí la clave de mis problemas. Estaba metido en una trampa muy compleja. Era cierto que yo estaba aprovechando, a partir de mi enfermedad y necesidad de atención de los primeros días, un mecanismo creado por ellos. Era cierto que podía dormir tranquilo mientras alguien estaba de guardia, y que podía comer un alimento que habían conseguido ellos; pero, y ahí estaba la trampa, hasta ese momento no había tenido necesidad de que nadie protegiese mi sueño, ni que me dieran de comer.

Si ahora se planteaba la necesidad, era precisamente por haber resuelto quedarme con ellos. Me pregunté por qué y cuándo lo había hecho, y descubrí que fue más bien un dejarme estar: había caído en la trampa de la comodidad. La misma trampa de las habitaciones de mi recorrido inicial, preparadas como para mí. En este caso había, además, una especie de intercambio: ellos me daban comodidad, a cambio de mi presencia. Sospeché que apenas anunciara mi decisión de partir, lloverían nuevamente críticas sobre mi actitud pero al mismo tiempo se ablandarían en sus posiciones y terminarían por dejarme en paz, sin exigirme nada.

Ellos me necesitaban, por la antigua idea de que la unión hace la fuerza. Mal que bien, por lo menos yo hacía número. Pero yo me sentía cada día más debilitado. Había ganado en seguridad y comodidad, pero estaba perdiendo el tiempo. Y también, descubrí, me necesitaban por otro motivo más oscuro: me necesitaban como cómplice de esa actitud cobarde -en definitiva, más cobarde que la mía- de quedarse en el patio. ¿Qué esperaban, allí?

Me fui deprimiendo cada vez más, pensando en la medida verdadera en que había estado perdiendo el tiempo; no sólo desde que encontré al grupo, íio sólo desde que había aparecido misteriosamente en ese lugar; toda mi vida se volvió en ese instante vacía y sin sentido; apenas pequeños brillos, muy aislados entre sí, que no lograban rescatar todo un pasado lamentable. Y con respecto a esta última etapa, a esta parte de mi vida que comenzaba en aquella pieza oscura, ya que había decidido salir de allí, ya que había resuelto desde un primer instante que ese lugar me resultaba ajeno, que no era el mío, no entendía los motivos que me habían llevado a permanecer tanto tiempo.

Es cierto que no había encontrado una salida, y que tampoco parecía fácil encontrarla; pero ¿la había buscado verdaderamente con la urgencia de los primeros días? El lugar me había ablandado, y me sentía cada vez más blando a medida que comprobaba su inmensidad. La salida parecía cada vez más remota, y ya dudaba de que existiera. Pero razoné que ése tampoco era un motivo para quedarse.

O bien, que resolviera quedarme, de una vez por todas, quitarme de la mente la idea de una hipotética salida, idea que me hacía sentir incómodo en todo momento, en todas partes; entonces sí, podría organizarme, solo o en el grupo, y buscar la manera de pasarlo lo mejor posible.

Pero la idea de quedarme me seguía pareciendo tan extraña que, al repensarla, me hizo reír en voz alta. Recordé mis pensamientos de días anteriores, y los sentí muy verdaderos: no se trataba de regresar a ninguna parte, sino de salir de allí: a menos, pensé ahora, que allí encontrara algo que me decidiera a quedarme. Pero hasta el momento, salvo, quizá, Mabel, no había hallado nada parecido, y no tenía por qué suponer que lo hallaría.

Y Mabel misma no era una razón; era más bien una ilusión. Del mismo modo que, ahora, veía una ilusión en la imagen de Ana, cuando se me presentaba en los primeros tiempos para darme fuerzas en la búsqueda de una salida hacia mi vida cotidiana.

Estos pensamientos me fueron llevando a una larga serie de meditaciones; me encontré, de pronto, divagando, construyendo estructuras abstractas, con el pensamiento nuevamente en cero.

De todos modos me había liberado de la culpa inicial con respecto al grupo; me liberó de ellos la decisión de partir. No saldría de inmediato, pero la decisión estaba tomada; incluso, me pareció que ya había sido tomada un tiempo atrás, y que ahora lo que hacía era reconocerla y aceptarla. Pero esto significaba emprender una acción, y siempre me ha costado decidirme a actuar.

A la mañana siguiente se suicidó el Francés. Un poco antes de las ocho se había puesto en pie, apartando las mantas que lo cubrían, fuera de la carpa, y le pidió prestado el revólver al Alemán, que estaba de guardia. Éste se lo alcanzó, sin llegar a extrañarse por el pedido.

El Francés, revólver en mano, fue hasta el portón, lo abrió, lo dejó abierto, caminó una veintena de pasos, en dirección a la selva, pero fuera del caminito de pedregullo, y allí se voló resueltamente la cabeza.

21

Las dos jornadas siguientes me resultaron particularmente ingratas. No colaboré en el trabajo para abrir la fosa, a pocos metros del cadáver del Francés, ni participé en la ceremonia del entierro; ni siquiera en la mañana del suicidio había traspuesto las rejas para mirar el cadáver.

Luego tuve que soportar los comentarios, enfermantes; nadie se explicaba la actitud del Francés, y por lo tanto llegaron a la conclusión de que había sufrido un ataque de locura.

Abrí la boca muchas veces, pero la volví a cerrar sin decir nada. ¿Cómo explicarles lo que significaba el Francés? Lo había visto más de una vez inclinado durante largo rato sobre un camino de hormigas, que los demás pisaban sin notar. Lo había visto a menudo mirando detenidamente las estrellas. ¿Cómo explicar que no necesitaba más motivos que una noche de insomnio y de lucidez para quitarse la vida? Para quien está realmente vivo, la vida se vuelve a veces muy difícil, puede llegar a ser intolerable, sin necesidad de motivaciones especiales.

Alicia lloró a moco tendido, y se me prendió del brazo y apoyaba la cabeza en mi hombro para llorar. Los demás, y a pesar de la unción de la ceremonia que realizaron, en pocas horas ya estaban hablando del muerto con cierto desprecio, o al menos indiferencia.