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Los acontecimientos se precipitaron a la tarde siguiente.

Por un orificio sin puerta del paredón salió una mujer; me pareció que su aspecto cubría todas las exigencias de una perfecta prostituta. Tendría unos cuarenta años, el pelo largo y lacio, teñido hacía tiempo de rubio -y en la base se notaba el castaño original-, los labios pintados con exageración, lo mismo que los ojos y el resto de la cara; y la ropa era una mezcla agresiva de rojo y verde chillones. Calzaba taco alto, y para colmo revoleaba una cartera que llevaba colgando de la muñeca derecha. Venía hecha una furia.

– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó en tono agudo y ofensivo. Nos quedamos mudos ante la insólita pregunta; luego nos exigió que la sacáramos de allí. Bermúdez se adelantó a parlamentar, y le costó grandes esfuerzos conseguir que lo escuchara. Su alocución, con todo, resultó poco clara para la mujer, quien siguió insistiendo en que la sacáramos de allí.

– Yo entro en el baño del café -explicó- para arreglarme el maquillaje, y cuando salgo el café no está más, en su lugar hay una especie de templo, inmenso, con grandes columnas, vacío. Caminé y caminé sin ver a nadie, ni nada, y después encontré una puertita que daba a un pasillo y ahora los encuentro a ustedes.

Hablaba vertiginosamente, y repetía muchas veces las mismas cosas, mirándonos de forma insolente, culpándonos de su situación. Se adelantó el Alemán, y trató de explicarle que a todos nos habían pasado cosas similares. Luego le alcanzaron un mate; lo rechazó con repugnancia y encendió un cigarrillo rubio que extrajo de un paquete que llevaba en la cartera.

Luego pareció, si no serenarse, al menos desviar un poco de nosotros sus iras.

– Nunca me había pasado nada parecido -dijo, y todos estuvimos de acuerdo.

Alicia seguía pegada a mí. Esa noche se negó a dormir en la carpa junto a la mujer, que había dicho llamarse Silvia; con el niño de por medio se acostó a mi lado, fuera de la carpa, bajo las mismas mantas, ante el asombro de todos.

Al día siguiente las tensiones alcanzaron el punto máximo; yo me había negado a la guardia cuando el Farmacéutico me despertó a las cuatro, porque realmente no había podido dormir y me sentía agotado y con una confusión mental muy grande. Sentía, además, que Alicia me estaba creando un nuevo problema.

Luego, se hizo manifiesta la rivalidad entre Alicia y Silvia y, finalmente, el Farmacéutico y el Alemán propusieron que se me sancionara, aunque sin especificar de qué manera, por mi negativa a hacer la guardia, y quisieron además incluirme por fuerza en la cacería.

Bermúdez, visiblemente interesado en la recién llegada, prestaba una atención más débil a los problemas y adquirió una cierta agresividad hacia el

Alemán y el Farmacéutico. Como resultado final, ese día no se salió de cacería, y se agotaban definitivamente las provisiones. El almuerzo consistió en mate amargo seguido de arroz.

Alicia se decidió por fin a narrarme su historia; y luego me propuso que nos fuéramos de allí. «Nos» la incluía a ella, al niño y a mí. Le expliqué que yo ya había decidido partid pero que no había pensado en ellos; en principio me negué a llevar al niño, y acepté acompañarla al menos un trecho, hasta que algo nos animara a separarnos. Luego admití que podíamos partir los tres, sin que ello significara, de ninguna manera, que yo aceptara la menor responsabilidad.

Ella argumentó que no necesitaba en absoluto que yo me hiciera responsable de nada; que sabría arreglarse por su cuenta, incluso con el niño a su cargo. Finalmente acordamos partir los tres, no sin que antes yo insistiera en mi absoluta independencia.

Esa noche, alrededor del fuego y de los últimos granos de arroz, expliqué al grupo nuestra decisión. El Farmacéutico y el Alemán protestaron de inmediato. Bermúdez, ablandado por la muerte del Francés y por la presencia de Silvia, se mostró menos mortificado de lo previsto ante el derrumbe de su imperio. Me pareció que en las últimas horas había aprendido algunas cosas.

La prostituta no dejaba de alborotar, sin sentirse en absoluto interesada por lo que sucedía alrededor suyo, y reclamaba mil atenciones que Bermúdez se afanaba por dispensarle. A pesar de todo, de la reunión surgió un nuevo plan: a la mañana siguiente partiríamos Alicia, el niño y yo («Después de todo-murmuro el Farmacéutico- éstos nunca sirvieron para nada»); Bermúdez y el Alemán saldrían de cacería, y el Farmacéutico, acompañado por Silvia, intentaría rehacer el camino hacia el gallinero que decía haber visto. Silvia insistió en quedarse en el campamento, pero no se animaba a quedarse sola; Bermúdez manifestó no poder acompañarla, ya que era el más indicado para la cacería. Silvia decidió entonces acompañar a Bermúdez, aunque éste se negaba por considerarlo riesgoso.

Yo me sentí, a pesar de todo, obligado a alertar al Farmacéutico sobre los peligros de buscar el gallinero; manifesté que la cacería me parecía un riesgo menor, y que no valía la pena meterse en un lugar de salida difícil, laberíntico, por unas gallinas. A pesar de ciertas experiencias vividas también por ellos en el interior de la construcción, no eran, con todo, capaces de sensibilidad ante lo que consideraban peligros menores; para ellos no había riesgo mayor que los gorilas y los elefantes; pensé que tal vez tenían razón.

Les costó mucho ponerse de acuerdo: finalmente convinieron en posponer la búsqueda del gallinero y salir de cacería Bermúdez, Silvia, y el Alemán: el Farmacéutico se quedaría en el campamento, con el revólver. Afortunadamente no se les ocurrió interferir en nuestros planes de partida.

Volvimos a dormir los tres bajo una misma manta. Me costó mucho, nuevamente, conciliar el sueño; en mi cabeza daba vueltas sin cesar la historia contada por Alicia, casi susurrada, cuando ya estábamos bajo la manta y el niño dormía profundamente.

En su propia casa -contó- al entrar a su dormitorio, notó que ya no era la misma habitación de todos los días, sino una mucho más amplia y vacía, con sólo una gruesa alfombra sobre el piso. Aterrada, descubrió que en un rincón había un hombre: estaba completamente desnudo y avanzaba hacia ella, con una mirada como de borracho o enfermo, los brazos colgando flojamente. Intentó abrir la puerta por la que había entrado, pero no lo consiguió; entonces corrió hasta otra puerta, que veía justo enfrente de ésta; pero el hombre la atrapó antes de que lograra alcanzarla, y la arrojó brutalmente al suelo.

De inmediato, insensible a sus gritos y a los golpes que intentaba o que realmente conseguía darle, le arrancó las ropas con furia e intentó violarla; ella resistió con tenacidad, pero el hombre comenzó a castigarla sistemáticamente, cubriéndole de golpes de puño la cara y el cuerpo; ella se espantó al sentir que los labios le sangraban y que apenas podía abrir los ojos, y el dolor se volvía insoportable, le parecía que tenía las costillas rotas, y al fin se entregó.

En un estado de semiinconsciencia fue poseída varias veces, hasta que el hombre, cansado, se echó a dormir. Quiso matarlo, pero no tenía con qué, ni fuerzas. Arrastrándose, logró alcanzar la puerta, y se encontró en otra habitación, desconocida, con muebles; colocó una silla bajo el pestillo y se tendió en la cama.

Durmió durante largo tiempo, y creía haber notado una presencia que velaba, a veces, junto a ella, y al despertar encontró alimentos y ropa a su alcance.

Después había vagado por aquella serie de apartamentos, y se había instalado en uno de ellos, cansada de vagar, y aprovechando que estaba vacío y le resultaba cómodo. Hacía poco que estaba allí cuando apareció el Farmacéutico; creyó que intentarían violarla nuevamente y, presa del pánico, huyó.

Yo me dormí cuando estaba por amanecer, y el cielo mostraba ya una claridad gris.

A las ocho vimos partir el grupo de la cacería: nosotros permanecimos hasta cerca del mediodía, porque yo no lograba despertarme del todo. Cuando al fin estuvimos dispuestos, el Farmacéutico pareció olvidar rencores, y nos estrechó ceremoniosamente la mano y nos deseamos mutuamente buena suerte: éramos sinceros.

La despedida del resto del grupo había sido menos emotiva; ellos estaban nerviosos y yo con mucho sueño. Con todo, el apretón de manos de Bermúdez había sido fuerte y prolongado. Y se mostró emocionado al besar al niño.

– Espero que volvamos a encontrarnos -había dicho Bermúdez, en el momento de partir, y ahora yo repetía esta frase para el Farmacéutico.

Elegimos un pasillo que tenía puerta, sin inconvenientes para ser abierta, y que aún no había sido transitado por ninguno de nosotros. Coloqué una gran piedra junto a la puerta abierta, para evitar que se cerrara, pensando que quizá nos viésemos obligados a regresar.

El niño estaba contento ante la perspectiva de una nueva aventura, y había espacio suficiente en el pasillo para que fuera tomado de la mano de ambos.

22

Fue, aproximadamente, un día y una noche el tiempo que nos llevó recorrer la larga serie de pasillos que se bifurcaban sin ofrecer otra posibilidad que las bifurcaciones; yo dejaba la elección librada al gusto de Alicia, o a veces del niño. Dormimos muy mal, y muy poco.

La nerviosidad que me había entrado al internarnos en el corredor había variado de tono; al principio se trataba de emprender una aventura, largar, se nuevamente hacia lo desconocido, dejando atrás lo que había sido un refugio bastante seguro y la compañía de otros seres humanos: y aunque la decisión de partir había sido bien meditada, no podía evitar la angustia, después de tantos días de pasividad.