Había otra sensación desagradable: por más que hubiese aclarado perfectamente los términos de mi alianza con Alicia, no dejaba de sentirme con el peso de la responsabilidad, por ella y por el niño. Me hubiese sentido más tranquilo de encontrarme solo; al menos mi angustia tendría un matiz distinto, menos opresivo.
Luego me fue invadiendo el cansancio de andar, y nuevamente la claustrofobia; era el pasillo más largo que había recorrido, parecía no terminar nunca; ni siquiera presentaba orificios ni, a pesar de que en realidad se podía respirar bien, eran visibles otros sistemas de ventilación.
Cuando llegamos al final nos encontramos, con alegría, en el aire libre; y mi alegría fue acompañada de algo nuevo, una nueva confianza, una especie de seguridad. Ello se debía sin duda a lo familiar del paisaje: era campo, extenso, sin murallas visibles, y había detalles que, si bien no los noté enseguida, inconscientemente los recogí y en ellos se afianzó mi nuevo estado de ánimo: un caminito, algunos árboles -eucaliptus- y más allá un alambrado y más lejos aún, apenas visible, una vaca. El pasto era muy verde y el aire tenía el aroma de la tierra.
El pasillo había desembocado en una escalerita que llevaba a un agujero rectangular en la tierra; por allí emergimos y empezamos a caminar, luego de haber echado un amplio vistazo en derredor, sobre la calma del paisaje.
El caminito, apenas una huella de hombres y animales, pronto nos llevó cerca de un lugar poblado; algunos ranchos y casitas dispersos en un área grande; luego, a la distancia, parecía que las construcciones se hacían más nutridas y más próximas entre sí.
Recorrimos algunos ranchos; tres de ellos estaban desocupados, dando idea de abandono; el cuarto también lo estaba, pero había señales de haber sido habitado recientemente.
Seguimos andando, y al fin decidimos detenernos en una casita próxima. No había nadie, pero se notaba claramente que alguien vivía allí, pues había alimentos frescos.
Comimos, y tomamos leche, y nos sentamos a esperar que llegaran los dueños de casa.
Al caer la noche, no habían aparecido.
Me sentí alarmado. Hasta ese momento, el cansancio y la angustia pasada no me habían permitido hacerme una composición de lugar; pero cuando encendí el farol y contemplé cómo Alicia acostaba al niño en una cama pequeña, y vi más allá una cama de matrimonio, empecé a sacar conclusiones; si bien yo estaba aún a la expectativa y no me había hecho demasiadas ilusiones concretas, había creído, tal vez por tratarse de un lugar tan abierto, que estábamos en algo distinto; ahora veía que el sistema empezaba a repetirse. La casa parecía estar esperándonos. Los elementos estaban dispuestos para que nos fuera cómoda; había, además, un escritorio, con una máquina de escribir y abundante papel.
Salí afuera y contemplé la noche estrellada, serena. No había en ella nada de particular, nada distinto a tantas otras noches vividas en el campo. El canto de los grillos, el silencio dominando todos los pequeños ruidos; el ladrido de un perro a la distancia, contestado por otro más lejano; el aire limpio, la calma. Una noche como para sentirme bien; no me faltaba nada. Ni siquiera una compañera. Todo estaba en orden.
Me sentí desolado. Volví a entrar y me dejé caer pesadamente en un sillón, apretándome las sienes con la mano derecha. Alicia se acercó, y se arrodilló en el suelo, junto al sillón, y apoyó su cabeza sobre mis piernas cruzadas.
Me preguntó qué me sucedía.
Entonces, lentamente, le narré mi historia. Eché la cabeza hacia atrás, apoyándola en el respaldo, y acariciaba los cabellos de la muchacha. Le expliqué cómo desde que había aparecido de forma inexplicable en aquella habitación oscura, las cosas se habían ido repitiendo según un mecanismo siempre igual, aunque variara de forma: esta casita en nada se diferenciaba, en esencia, de la primera pieza deshabitada que había hallado.
Le hablé de mi desesperación creciente, al ver que el lugar adonde habíamos ido a dar era inmenso, y de mi pesimismo de los últimos tiempos en lo que se refería a hallar una salida.
Sin saberlo, Alicia repitió la misma pregunta del Francés: para qué. No lo dijo así, pero dio a entender que la situación actual no le parecía tan mala. Ella tampoco había sido feliz en su vida cotidiana. Estudiaba una carrera que no le interesaba, un poco por complacer a sus padres, y su vida había sido monótona y pobre; aunque no se había visto obligada a trabajar, el dinero de los padres no le permitía hacer muchas cosas que deseaba, y se había conformado con lo elemental, las idas al cine, el noviazgo sin entusiasmo, la lectura de las novelas de moda.
Allí se sentía mejor, más cómoda, a pesar del horror vivido en los primeros momentos (yo pensé, un poco cínicamente, que nunca había estado tan viva como en el momento de la violación); y se hala encariñado con el niño, y conmigo.
Esto último me sonó falso. Pensé que buscaba en mí, más a un hombre que la protegiera o que la guiara en un mundo extraño, que un hombre a quien amar.
Comencé a explicarle, aunque cada vez era menos claro para mí mismo, la angustia que me producía estar allí; aunque todo se pareciera, en ese momento, a lo que alguna vez había deseado -una vida tranquila en el campo-, no podía tolerar la idea de haber sido llevado allí contra mi voluntad, de sentirme perdido, extraviado, cayendo constantemente en trampas que me retenían; no pensaba si estaba mejor o peor que antes; simplemente, no podía considerarlo como algo definitivo. Estaba en un lugar que no era el que me correspondía; y aunque en mi vida anterior más de una vez había sentido lo mismo, aquí se hacía más evidente y tangible. El cielo, le expliqué, podía ser el mismo cielo, con todas sus estrellas; pero yo no podía salir y mirar la noche sin sentirme estafado, como si estuviera mirando el telón pintado de un teatro.
Nos acostamos. Mi forma de hacer el amor fue más bien mecánica; me sentía anestesiado, desinteresado. Al amanecer, con los ojos abiertos y ardientes, oía el canto lejano de los gallos y sentía ese cuerpo que se abrazaba al mío, y me preguntaba incesantemente por qué me resultaba un cuerpo extraño, ajeno, y por qué el niño que dormía en el otro extremo de la habitación era tan inevitablemente extraño y ajeno, y por qué en ese lugar todo me resultaba indiferente o, peor aún, me rechazaba, me impulsaba a una insatisfacción constante, me sepultaba en la melancolía.
23
Intenté, honestamente, adaptarme al lugar y a las circunstancias. Alicia me había hecho comprender, en largas conversaciones, que mis peripecias iniciales me habían dañado el sistema nervioso; que no tenía sentido continuar esa búsqueda, seguir saltando de un sitio a otro sin aceptar ninguno; que debía controlar la ansiedad, tratar de ver con otros ojos lo que me rodeaba. En la casita, situada en un lugar apacible, podría recuperarme, tranquilizar mis nervios, buscar una solución verdadera.
Sentí que había mucho de cierto en todo eso, cada día me costaba más razonar con claridad, y pasaba largas horas de aparente meditación en las que en realidad tenía la mente en blanco, o trabajando por su cuenta ajena a mi conciencia, sin que yo participara mayormente.
Decidí que, por lo menos, necesitaba unas vacaciones. Me dediqué a una huerta que había en el fondo, y aunque no creo que mi trabajo haya sido muy útil, me sentí mejor durante un tiempo. También mi relación sexual con Alicia, sin alcanzar niveles excepcionales, me ayudaba a la pacificación interior.
De forma irregular hallábamos a veces paquetes con carne, o comida envasada; y una mañana aparecieron en la huerta dos gallinas atadas con un hilo a una estaca clavada en la tierra.
Algunas de las casitas y ranchos vecinos estaban habitados. No logramos, sin embargo, la menor comunicación con esas gentes. En su mayoría eran viejos campesinos que nos miraban con temor y cerraban las puertas a nuestro paso; si saludábamos a alguien con quien nos cruzáramos en el camino, respondía brevemente sin detenerse ni mostrar simpatía, o seguía de largo sin responder.
Un viejo de grandes bigotes y sombrero de alas pasó un día frente a nuestra puerta, llevando una azada al hombro, y pareció mostrar cierta curiosidad. Me acerqué a él e intenté el diálogo; a pesar de la buena voluntad por su parte, resultó también imposible. Hablaba el mismo idioma, o uno muy similar, que los habitantes de las piezas de mi recorrido. Se encogió de hombros y siguió su camino.
En dos o tres oportunidades di paseos largos, que me llevaron allá donde las casas se veían más concentradas. Quedaba bastante lejos, y a veces me daban ganas de seguir alejándome y ver qué aparecía más allá.
El poblado no tenía un mecanismo muy distinto al de la zona en que nos encontrábamos; no llegaba a ser un pueblo, no parecía haber organización ni mucha mayor conexión entre los habitantes. Tampoco vi comercios de ningún tipo.
Aunque me fue imposible comunicarme con ninguna persona, me enteré, sorprendido, de que allí el idioma variaba ligeramente, e intercalaban abundantes palabras de raíz latina, algunas españolas, con ciertas deformaciones. Esto me llevó a pensar que quizá si seguía en esa dirección, llegaría a encontrar un lugar donde pudiera entenderme con la gente.
Un día descubrí que Alicia intercambiaba algunas palabras con el niño, en el idioma extraño. Sin saber por qué me sentí atacado por un gran enojo repentino. Apreté los puños y la sangre me bullía. Pensé decir algo, pero me mordí los labios; no tenía, racionalmente, ningún motivo para enfurecerme.