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El niño parecía feliz todo el tiempo. Su vitalidad era desbordante y allí tenía espacio de sobra para sus juegos. Cada vez se llevaba mejor con Alicia; más allá de las pocas palabras que podían intercambiar, se entendían a la perfección; pensé que mucho más que si él fuera su verdadero hijo.

Me entretuve mucho tiempo en mis apuntes: los copié a máquina, pues ya eran demasiado nutridos y abultaban mucho en mi saco, y a veces me resultaba difícil entender mi propia letra. Trataba de no separarme de ellos. Suprimí muchas partes, que ahora veía demasiado detalladas y sin importancia, tratando de conservar y mejorar la redacción de aquellas partes que ahora sentía como fundamentales. Así se fue estructurando este relato; no es un diario de viaje, no es una versión estricta y cronológica, sino apenas un registro de mis impresiones y razonamientos, una visión subjetiva de las cosas vividas, que tal vez difiriera enormemente de la versión de otra persona que hubiese vivido los mismos hechos. No sé, tampoco, por qué me tomaba ese trabajo; pero me gustaba, me hacía bien, más allá del cansancio físico, también saludable, que me producía.

Lentamente fui sufriendo un proceso, en el que noté la agudización de mis males. El remedio, que pareció funcionar bien durante los primeros tiempos, comenzó a parecerme una postergación y nada más.

La idea de irme, sin embargo, se había hecho borrosa. Estaba siempre presente, pero exclusivamente como imagen, como algo detenido, que no tenía fuerza para moverme a la acción. Me sentía cómodo y seguro; por momentos, al pasar por mi imaginación, la idea de partir, la encontraba ridícula. Sin embargo, la necesidad de hacerlo iba cobrando cuerpo, se iba apoderando de mi ser de tal manera que me fui transformando.

Noté que también Alicia se transformaba. Pero ella parecía no tener conflictos, en cierta forma se transformaba en una dirección opuesta a la mía. Una vez la vi, por un instante, exactamente igual a una de aquellas mujeres viejas de la primera etapa de mi recorrido. Quizá fuera una alucinación momentánea; pero en adelante no pude verla con los mismos ojos. La espiaba, y notaba siempre algún detalle, del rostro o del cuerpo, o algún gesto, algo que me, traía de forma inevitable aquella imagen fugaz.

En un principio mi propia transformación fue apenas la agudización de la indiferencia hacia Alicia y hacia todo lo que me rodeaba; procuraba esquivarla la mayor parte del tiempo, ocupado en mis apuntes o en largos paseos, o en la huerta.

Luego comencé a odiarla, y tuvimos discusiones, cada vez más fuertes; hacia el anochecer, en los últimos días, sentía que la angustia me alteraba también físicamente. La mandíbula se me apretaba, los hombros se encogían, el izquierdo más alzado que el derecho (y sólo me daba cuenta de ello cuando los músculos acalambrados me dolían), y luego sentía que se me hinchaban el cuello y la cara. De nuevo se me embotaba la mente, y más de una vez encontré alivio en el llanto.

Pero, en general, la tensión buscaba evadirse en las interminables discusiones con Alicia, acerca de cualquier cosa, que a veces se prolongaban hasta el amanecer.

Un día resolví irme. Fue la discusión más seria. Alicia lloraba y llegó a insultarme. Yo sentí ganas de estrangularla; pero de pronto me invadió una gran serenidad.

La resolución de irme. Esto era lo único que me había serenado, siempre. Y esta resolución había sido nuevamente tomada en lo profundo de mi ser, y supe que nada podría cambiarla; y esta confianza me devolvió, en el momento, a mí mismo. Dejé de discutir y adopté un tono más cariñoso.

Había vuelto a la indiferencia; ya no sentía odio, ni sentimientos de ninguna clase hacia esa mujer. Ella se confundió, y creyó ver en mí una vacilación; trató de ganarme.

Le expliqué una vez más que no había nada que hacer. Vino, entonces, el reproche lloroso de que yo no podía abandonarla así.

– No te abandono -respondí, con calma, y le acaricié una mejilla-. Sigo mi camino. Recuerda nuestro convenio, al salir de aquel patio. Nos acompañaríamos hasta llegar el momento de separarnos. Por otra parte, no te impido que vengas conmigo.

Los argumentos no la convencían, y, seguía llorando.

– ¿No comprendes que me estoy muriendo, aquí? -le dije, pero esto no le interesaba. Sólo pensaba en su propia situación. Entonces junté mis escasas pertenencias, cosas que me cabían en los bolsillos, besé al niño y también a Alicia, y eché a andar por el camino.

Atardecía.

Ella no se atrevió a seguirme. Me miraba desde la puerta, llorando siempre. A mí, el renovado miedo a la soledad y la incertidumbre me volvían a apretar el pecho y la garganta; pero mi corazón saltaba con felicidad nerviosa. El niño también me miraba desde la puerta, sin comprender. Por un instante, al darme vuelta y mirarlos por última vez, las piernas se me aflojaron, me cargué de culpa y de dolor, y mi voluntad flaqueó por última vez. «No se debe mirar hacia atrás», pensé, y seguí andando a paso marcial, tratando de no pensar.

Llegué al poblado y seguí de largo. Caminaba sin esforzarme ni detenerme, a buen paso pero sin apuro. Al caer la noche vi que, más allá, se encendía luz eléctrica en algunos lugares. Cuando me sentí cansado, entré en una casa y dormí.

A la mañana siguiente comí algo y seguí viaje, al mismo ritmo indiferente y mecánico; pasé por nuevos lugares poblados, cada vez más densos y amplios; pero recién a la noche, cuando el sol apenas se había puesto, llegué a la ciudad.

TERCERA PARTE

24

El camino se transformó en una calle asfaltada y las casas se agruparon en manzanas rodeadas de veredas. La ciudad parecía desierta. La luz anaranjada de unos faroles daba a las cosas un color extraño, fantasmal. Las puertas y las ventanas estaban cerradas.

Después apareció alguna gente, que caminaba en la misma dirección que yo; primero en forma aislada, casi subrepticia, luego en pequeños grupos silenciosos. Mucho más tarde, a los lejos, escuché una música metálica. A medida que me acercaba al centro de la ciudad, los grupos de gente crecían, y se juntaban en una sola corriente; siempre en silencio y manteniendo un ritmo constante al andar.

En el centro, los edificios crecían y la iluminación se multiplicaba, pero no había luz blanca. Las veredas y las calles, por las cuales no circulaban vehículos, estaban repletas de gente que se movía, como insinuando apenas que bailaba, al son de la música metálica que transmitían unos parlantes, instalados en altas columnas, dos o tres por cuadra. Había confiterías y bares abiertos y cantidad de hoteles. La temperatura había aumentado, sin duda por algún sistema artificial de calefacción.

Se oía también un ruido confuso, que era tal vez la suma de sonidos de unas radios portátiles que, descubrí, la mayor parte de la gente llevaba colgando del hombro o del cuello. Casi no hablaban entre sí, parecían desfilar por la ciudad sin un fin determinado. Sorprendí, sin embargo, algunas frases; y noté que allí se hablaban varios idiomas. Francés, alemán, italiano, y otros desconocidos para mí.

Un hombre muy gordo dijo algo a la mujer que iba a su lado; en español. Lo detuve:

– ¿Qué ciudad es ésta? -le pregunté, y me miró con espanto o crueldad; se limitó a extender un dedo índice. Miré en esa dirección y vi una enorme cola, de varias hileras, de gente que esperaba su turno ante un mostrador.

Me acerqué todo lo posible, y estábamos en una especie de pequeña plaza, y vi que unas muchachas de uniforme atendían a las personas que llegaban al mostrador. Sin duda era la mejor manera de informarse, pero yo preferí seguir dando vueltas.

Vagaba mareado por la música, la gente y la luz de color. Me sentía mal. Pensé en entrar en un bar o una confitería, pero temí que mi dinero no sirviera allí, o, lo que era peor, que me delatara. Sin saber por qué, temía que descubrieran que yo no era de ese lugar.

Anduve mucho tiempo entre la gente. Vi de pronto que un hombre y una mujer eran violentamente conducidos por cuatro hombres armados y uniformados, que no se parecían a los policías habituales; usaban largas túnicas blancas, o que parecían blancas a esa luz incierta. La concentración humana se iba haciendo mayor a medida que avanzaba la noche.

Súbitamente, a mi derecha, vi a una mujer parada en la puerta de un hotel; a pesar de la iluminación y la distancia, tuve la certeza de que se trataba de Ana. Comencé a luchar por abrirme paso entre la masa compacta que desfilaba en una sola dirección; la masa me arrastraba y me empujaba, y Ana, o quien fuera, dio media vuelta y entró en el hotel. Yo grité.

Cuando logré abrirme paso, el hotel estaba desierto. Era moderno, lujoso. Toqué timbre con insistencia en el mostrador, pero no vino nadie. Comencé a subir una escalera. A medida que ascendía, la luz iba cambiando, se hacía más rojiza. Los pasillos del primer piso, que recorrí de punta a punta, estaban desiertos. Probé una puerta, y la encontré cerrada con llave. Luego las fui probando todas, también sin éxito.

Me pareció que, afuera, se escuchaban disparos aislados de armas de fuego. Logré entrar en una habitación del segundo piso. Estaba vacía. Me encerré en el baño y me di una ducha, que no me calmó el mareo ni la angustia. En el dormitorio había un enorme ventanal que no pude abrir. Sentía que me faltaba el aire; otra vez la claustrofobia, exagerada ahora por la intensa calefacción.