Acerqué un ojo a la cerradura; no logré ver nada. Comencé a sentir un miedo muy intenso. Probé nuevamente el picaporte, sacudí la puerta. La golpeé con los puños y con los pies; no sucedió nada.
Escuché cómo, fuera de mi voluntad, un sonido quejoso escapaba de mi garganta. Con los puños y la mandíbula apretados, y un temblor que me recorría el cuerpo, proseguí entonces mi recorrido, adosado a la pared, arrastrando los pies, extendiendo los brazos.
Llegué a otro rincón y la nueva pared se presentó al tacto de mis dedos tan desnuda como el resto conocido de la pieza.
Mi memoria seguía trabajando por su cuenta; me presentó más detalles de su último registro; la cara del hombre del kiosco, sus bigotes caídos, su mirada azul aguachenta; un árbol próximo a la esquina, con brillos dorados en las hojas secas, y la hoja que caía, recién desprendida de la rama, mientras yo cruzaba la calle; el número exacto de, las personas que esperaban el ómnibus en la parada: eran tres, dos mujeres (una con tapado marrón, la otra con saco rojo, ambas de espaldas) y un hombre pequeño, recostado contra el árbol, un pie apoyado en el suelo y el otro en el árbol.
Llegué a un nuevo rincón de la pieza y muy cerca de él, al parecer enfrente de la otra, hallé una nueva puerta. Las manos me temblaban al hacer girar el pomo: empujé la hoja y esta vez sí, la puerta se abrió.
Me encontré ante una nueva oscuridad.
2
Luego, hasta donde me era dado conocerlo, comprobé que esa habitación repetía exactamente a la anterior. La misma oscuridad, el mismo frío, las mismas dimensiones; igual en su desnudez y mutismo.
Cuando hallé, justo enfrente a la puerta que había usado para entrar, una nueva puerta que abría a una tercera pieza obscura, el desconcierto y el miedo me dominaron ya sin ningún disimulo.
Estaba parado junto a la nueva puerta abierta, y me derrumbé. Me dejé caer al suelo y el torbellino mental se desató incontrolable. No puedo calcular cuánto tiempo estuve tirado allí, ovillado, sollozando, todo el cuerpo recorrido por un temblor constante.
No buscaba, ya, comprender ni recordar; sólo anhelaba un refugio, un lugar cómodo y abrigado donde permanecer, tapado con mantas, entregado al sueño o a la locura. Pero las condiciones eran realmente crueles, y como mi mente resistió hasta el final el largo estallido, el agotamiento nervioso se tradujo en tranquilidad, o más bien insensibilidad, y resolví seguir moviéndome. No tenía otra elección. De haberla tenido, habría optado por la otra, cualquiera que fuese. Pero así, presionado por las urgencias físicas, no pude hacer otra cosa que incorporarme, sacudirme el polvo de la ropa, y proponerme a mí mismo algunas palabras de consuelo y esperanza. Al mismo tiempo traté de contener las preguntas que seguían bullendo, diciéndome que ya encontraría, a su tiempo, una respuesta para todo.
Me dediqué a examinar la nueva pieza con el mismo cuidado que las anteriores. Hice un alto para:orinar contra la pared, en un rincón. El alivio de la necesidad, y por otro lado su formulación agresiva, hicieron que me sintiera mejor.
Había perdido, sin darme cuenta, el cigarrillo sin encender que llevaba en los labios; extraje otro y lo mantuve en un costado de la boca. Mecánicamente mi mano buscó otra vez el encendedor en los bolsillos, sin éxito, y al mismo tiempo noté que además me faltaba el reloj; pero en el bolsillo interior del saco estaba aún la billetera con los documentos y, aparentemente, todo mi dinero.
Ahora me movía con mayor facilidad, y pude calcular que la habitación era cuadrada, o casi cuadrada, y que tendría algo más de tres metros de lado. Allí tampoco hallé ventanas, ni llaves de luz, ni muebles; sólo la puerta por la que había entrado y otra, enfrente, por la que debería salir.
Pasé, entonces, a una cuarta pieza, y a una quinta, y a una sexta,,y así hasta perder la cuenta. Afortunadamente conservaba esa calma insensible conseguida después del estallido; continué actuando con método, como si se tratara de un trabajo de rutina que no tuviera nada que ver conmigo. Sentía desfilar distintas emociones, que examinaba y dejaba pasar sin que mi mente interviniera en mayor grado. Tuve un debilitamiento cuando apareció la imagen de Ana; allí se me hizo más difícil mantener el control; pero, de alguna manera, comprendí que estaba haciendo lo único posible y que cualquier debilidad podría llevarme, justamente, a perder a Ana en forma definitiva. Me las arreglé de manera que su imagen permaneciera presente pero sin cargarme de ansiedad. Pensaba que en cualquier momento podría romperse este equilibrio; ese lugar parecía extenderse sin fin, y el hambre y las ganas de fumar me seguían escarbando; también pensé que si encontraba una última puerta, cerrada, sería el fin de mi razón.
No tengo idea del número de piezas oscuras ni tampoco del tiempo que me llevó recorrerlas; tengo la impresión de que no fueron menos de diez, ni más de veinte, y que transcurrieron varias horas, por lo menos tres o cuatro; pero no puedo ser más preciso, y quizá esté muy lejos de lo cierto.
Me movía cada vez con mayor soltura, aunque sin perder el miedo a toparme con algo; esta combinación me hacía efectuar una nueva clase de movimientos, de elasticidad controlada, como los de un bailarín. Y la actividad física me hizo entrar en calor y pude así descartar uno de los inconvenientes del lugar. El cigarrillo se humedecía en mis labios y periódicamente debía tirarlo y sustituirlo por otro; era el hambre, que me llenaba la boca de saliva.
En una de las piezas hice un descubrimiento descorazonador. Al entrar, y por distracción o por un movimiento reflejo, cerré la puerta a mis espaldas. Tuve de inmediato el íntimo convencimiento de que había cometido un error, y traté de abrirla. Me fue imposible.
Cuando salí de esa pieza repetí la acción en forma consciente; tampoco pude, esta vez, volver a abrirla. Saqué la obvia conclusión de que había un mecanismo que permitía avanzar sólo en la dirección que yo llevaba; y aunque no tuviera el menor interés en retroceder, me aterró la idea de no poder hacerlo, llegado el caso. En adelante, tuve buen cuidado de no cerrar ninguna puerta; pero, de todos modos, estaban aquellas dos, que había cerrado, y sentí como si hubiese perdido algo valioso.
La insensibilidad dejó paso a algo distinto; mis movimientos exteriores quizá no hayan variado, pero fui invadido por un cansancio teñido de tristeza, o melancolía, y predominaba un adormecimiento, como si me hubiesen anestesiado. La insensibilidad anterior era más sana. No me gustó mi nuevo estado de ánimo, e imaginé que pronto habría de sentirme muy mal, y que modificaría mi conducta.
Por fortuna, se produjo una variante en la situación: al entrar en una pieza vi, de inmediato, que por debajo de la puerta de enfrente (las que ya había comenzado a llamar «de salida», cuando estaba dentro de la pieza, y «de entrada» apenas pasaba a la siguiente) se filtraba una delgada y débil raya de luz.
3
La timidez me volvió a frenar, y en lugar de precipitarme en la habitación golpeé la puerta con los nudillos. Del otro lado se hizo oír un ruido breve, como si alguien apartara una silla o se levantara de ella bruscamente. Aguardé unos instantes, y al no obtener respuesta repetí el llamado.
Ahora, unos pasos pesados y vacilantes se dirigieron hacia la puerta y allí se detuvieron; escuché una respiración un tanto asmática o nerviosa. Pasaron algunos minutos sin que el desconocido mostrara otra intención que la de permanecer allí respirando ruidosamente.
Consideré que mi cortesía había sido excesiva. Abrí la puerta unos centímetros y miré hacia el interior de la pieza. Una lamparita eléctrica, desnuda y de escaso poder, colgada de su cable desde el centro del techo, iluminaba un recinto que parecía tener las mismas dimensiones de las piezas oscuras; pero contaba con una serie de elementos; en el estrecho campo visual había una mesa pequeña, de cocina, con dos o tres platos y algunos utensilios, junto a la pared de enfrente; observé que en los platos había comida, y la boca se me llenó de saliva una vez más.
El ambiente era más cálido gracias a una estufa de queroseno, de formato antiguo, que vi luego próxima a una mecedora, en el centro de la habitación, debajo de la lamparita eléctrica. Por encima de la mesa, y contra la pared, había una estantería rectangular, con una cortina verdosa que impedía ver su contenido.
Empujé un poco más la hoja de la puerta; la persona que había estado parada allí todo el tiempo se vio obligada a retroceder un par de pasos al chocar levemente la hoja contra la punta de sus zapatos. Resultó ser un individuo extraño: era muy gordo, y de estatura apreciablemente inferior a la normal; usaba lentes redondos, grandes, y el detalle que más llamaba la atención era su ropa, de tamaño excesivo y desproporcionada al cuerpo, lo que le daba un aspecto payasesco. El ridículo se acentuaba por la actitud del hombrecillo, quien, evidentemente atemorizado y muy sorprendido por mi presencia, me miraba con fijeza y trataba de ser grave y digno.
Cuando di un paso adelante tuvo que esforzarse por no retroceder; se le contrajeron algunos músculos de la cara, así como los párpados, pero se mantuvo firme en su sitio. Sonreí, tratando de parecer simpático, y murmuré un saludo que no le hizo variar de actitud.
Me animé a dar otro paso y ya decididamente dentro de la pieza eché un vistazo alrededor; lo primero que vi fue a la presunta esposa del hombrecillo, una mujer que aparentaba su misma edad, que podría situar por los cincuenta años; tejía, sentada en una silla, a mi izquierda, próxima a un biombo que ocultaba el rincón formado por la pared izquierda y la puerta «de entrada».