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La mujer estaba concentrada en su trabajo, con la vista baja, y no parecía prestar atención a-lo que sucedía; descubrí, sin embargo, que de vez en cuando levantaba la vista con disimulo para espiarme, y que también tenía miedo.

Detrás de la mujer, y contra esa pared izquierda, había una cama que no llegaba a ser matrimonial, aunque más grande que las de una plaza. Entre la cama y la mesa de cocina, sobre la pared correspondiente a la puerta «de salida», había una cocinilla. No recuerdo otros elementos del mobiliario, o decorativos. Mis ojos se posaron finalmente en los platos de comida. Había carpe, cortada en pequeños trozos, y pan y queso; también un par de manzanas no muy atractivas.

Comencé a hablar con fluidez, a explicar mi situación. Al cabo de unos instantes los músculos del hombrecillo parecieron relajarse un poco, y la mujer me miraba ahora sin disimulo. Continué hablando unos instantes, con cierto entusiasmo por el avance logrado, y finalicé con una exhortación a ser invitado a comer.

El hombre permaneció mudo un par de minutos, y al fin carraspeó y abrió la boca; luego la cerró. Volvió a carraspear, y por último dijo algo que no entendí.

Lo miré en forma interrogativa. El hombre repitió su frase y me di cuenta de que hablaba en un idioma que me era desconocido. Pregunté entonces si no habían entendido nada de mi discurso; respondió el hombre encogiéndose de hombros y mostrando las manos vacías.

A pesar del intento de diálogo, el miedo persistía en la pareja, revestido de ese aspecto de indiferencia o dignidad. Seguían a la expectativa y ninguno “se movía de su sitio. Se notaba claramente que todo lo que deseaban era que me fuera de allí lo más pronto posible. Me pareció estar en la situación de alguien que se pierde en un hotel y entra por error en una habitación ajena: correspondía sin duda pedir disculpas y alejarse, pero para mí las cosas no eran tan sencillas.

Me pregunté si aquello no sería realmente un hotel; ello explicaría muchas cosas; pero pensé que, desgraciadamente, no todas: cómo había llegado allí, por qué no se podía avanzar más que en una dirección, y atravesando forzosamente las habitaciones, en lugar de pasillos; pero el momento no era muy indicado para cavilaciones. Intenté, entonces, otros idiomas; tanto al inglés, como al francés, como a las tres palabras que sé de alemán y a las dos de ruso, el hombrecillo respondió con un movimiento negativo de cabeza. Después dijo una frase más larga que la anterior.

Con cautela, pues temía que el miedo pudiera inducirlos a una reacción violenta, me fui moviendo hacia la mesa. Cuando estuve al lado miré al hombrecillo y le señalé el plato de carne, y luego me señalé el estómago. Él se encogió de hombros. Miré la mujer, quien no hizo ningún gesto de oposición. Siempre la expectativa temerosa. Entonces tomé con la mano un trocito de esa carne cocida, y me lo llevé a la boca. Después otro, que acompañé con un pedazo de pan, y terminé por comer la mitad de la carne y buena parte del queso y del pan.

Después me encontré sin saber qué hacer. Tenía ganas de tirarme en la cama a descansar; pero la pareja seguía firme, cada uno en su sitio, sin mostrar signos de cortesía; incluso parecían malhumorados. Pensé que si desde un primer momento hubiese utilizado en mi provecho el miedo que les producía, habría podido conseguir alguna otra ventaja. Pero no lo había hecho, y ahora las fuerzas estaban parejas. No se animaban a echarme, pero ya era demasiado tarde para conseguir una invitación a permanecer.

Me llevó un instante resolver el problema de la puerta que debía usar; si salía por la que había entrado no hallaría nada que valiera la pena; era volver a la oscuridad y al frío; pero tenía una ventaja; la próxima vez que tuviese hambre podría regresar allí, cosa que me sería imposible si usaba la puerta «de salida» y el hombre decidía cerrarla. Pero enseguida concluí en que no tenía sentido volver a los mismos lugares; mi problema principal no era alimentarme, sino salir de ese lugar, donde ya había perdido demasiado tiempo.

Me acerqué a la puerta de salida y la abrí con precaución; del otro lado también había luz. Asomé la cabeza por la puerta entornada y miré al interior; no estaba vacía, sino que se repetían más o menos los mismos elementos que en ésta, pero sí deshabitada. También advertí platos de comida en la mesa.

Esto me alentó a dar unos pasos más en la habitación. A mis espaldas sonó de inmediato el estampido de la puerta cerrándose con fuerza. El hombrecillo había decidido actuar enérgicamente; ya me sería imposible volver atrás.

A pesar de todo probé el picaporte, y empujé y tiré; como esperaba, no conseguí nada. Golpeé la puerta con los puños y grité una serie de insultos contra el hombre de ropas ridículas y su mujer. No recibí ninguna respuesta.

Eché un vistazo desganado a la habitación. Me pareció que correspondería hacer una inspección a fondo, aprovechando la iluminación, pero me sentía sin fuerzas. Casi sin quererlo me encontré quitándome parte de la ropa y metiéndome en la cama que, como en la pieza anterior, estaba ubicada sobre la pared izquierda; durante breves instantes medité sobre si debía o no apagar la luz; no había visto ninguna llave, pero podía aflojar la lamparita; y también pensé en el peligro de dejar encendida la estufa de queroseno. Resolví estos problemas volviéndome hacia la pared y quedándome dormido casi de inmediato.

4

Al parecer, durante el sueño no había concebido mayores esperanzas de que aquello fuese una pesadilla; desperté con la idea más o menos clara de que’ estaba viviendo algo distinto. Eso no evitó mi malhumor ni la prolongación del desconcierto inicial. Por el contrario, ahora que tenía comodidad y estaba libre de algunas urgencias, podía desesperarme haciéndome preguntas y tratando inútilmente de responderlas. Eran varios los problemas planteados: qué me había sucedido mientras esperaba el ómnibus, quién me había llevado allí y por qué; qué era ese lugar y, fundamentalmente, cómo podría salir. Me revolví un buen rato en la cama y al fin me levanté, pensando que el juego intelectual no contestaría las preguntas ni resolvería por sí solo estos problemas.

Tal como sospechaba, detrás del biombo encontré una canilla, en el extremo de un caño que sobresalía pocos centímetros de la pared, y unos artefactos de latón a los que atribuí fines sanitarios. No había toalla y usé mi pañuelo para secarme las manos y la cara: tampoco había espejo.

Al pasarme las manos por la cara noté un poco de barba; supuse que no debía de hacer mucho tiempo que estaba en ese lugar, a lo sumo veinticuatro o treinta y seis horas: a menos que alguien se hubiera tomado el trabajo de afeitarme, para confundirme más.

Me vestí, y examiné brevemente la habitación. Repetía con bastante exactitud la de la pareja, con pequeñas diferencias. La cama era de una plaza; no había sillas, sólo una mecedora; la cantidad de comida era menor.

Encontré una caja de fósforos sobre la mesa, y comprobé que estaba llena. Encendí de inmediato un cigarrillo y me senté en la mecedora.

El biombo que ocultaba los artefactos sanitarios tenía una tela estampada, con el dibujo multiplicado de una flor en colores desteñidos. Mientras fumaba no dejé de observar este dibujo, que me despertaba alguna resonancia en la memoria. Pero no pude ubicar ningún recuerdo concreto.

Las paredes estaban pintadas a la cal, de color amarillo claro deprimente. Las dos puertas, en cambio, eran de un azul brillante que me resultaba pesado. Cerca del techo, no muy alto, había molduras en forma de flor, como recordaba haber visto en las casas antiguas; el detalle me chocó, porque había asociado siempre estas molduras con los techos muy altos; después pensé que estaba perdiendo el tiempo con estas observaciones.

Me levanté y abrí la puerta de salida, para mirar la pieza siguiente. Era similar a ésta y también estaba deshabitada. A primera vista noté alguna variante: había dos sillas y la cama era grande; también me pareció más recargada de objetos. Cerré la puerta y volví a mi mecedora con la idea, que ya se había insinuado en algún momento pero que ahora cobraba un cuerpo más definido, de que esta habitación me estaba destinada.

Al menos, estaba preparada para una persona sola. En la pieza siguiente había más cosas de las que yo necesitaba.

Esta idea me hizo sentir aún más incómodo.

Tiré al suelo la colilla y volví a levantarme. Observé todos y cada uno de los objetos y rincones de la pieza. Detrás de la cortinita de la repisa había cacharros con comida y algunas comidas envasadas. No descubrí nada de mayor interés. No llegué a ninguna conclusión, ni siquiera a un punto de partida.

Parecía que me daban la posibilidad, a veces tan ansiada, de casa y comida gratis. Sonreí. Sospechaba que de cualquier manera algún precio debería pagar por todo aquello si resolvía quedarme. Hacía ya tiempo que sabía que nada es gratuito. Volví a sonreír, ante mis propios pensamientos en torno a la posibilidad de quedarme allí. Me pregunté luego por qué me hacía gracia, y qué había de sustancialmente distinto en mi vida cotidiana para rechazar esa posibilidad tan de plano.

– Ana -me respondí en voz alta. Sustancialmente, Ana. Y luego los parques, y el mar, y los amigos, y quizá algunas otras cosas. Pero todo, en conjunto, no pesaba tanto como Ana. Aunque ella no fuera, también, más que una posibilidad.