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También me sentía malhumorado. Y no podía despejarme por completo. Quedé largo rato en la cama, hasta que la cama también me resultó incómoda. Me levanté y me vestí, para tenderme de nuevo y cerrar los ojos. No me volví a dormir, pero traté de que mi mente descansara un poco, rememorando escenas de mi vida cotidiana. Ana volvió a hacerse presente, pero tal vez de manera un poco forzada, como si yo me obligara a desplazar otras imágenes. La verdad es que mi preocupación por lo que me estaba sucediendo era tan grande que no podía evitar mortificarme constantemente con esas preguntas que no podía responder. Al mismo tiempo sentía necesidad de hacer algo concreto, sin poder definirlo; presentía que había allí más cosas para ver que las que yo veía, y más cosas para hacer de las que me parecían posibles. Había ocupado las dos jornadas precedentes en moverme a impulsos emocionales; pensé que había llegado el momento de proceder racionalmente.

Pero mi cerebro estaba dominado por la pereza, y se movía con lentitud. Además me faltaban puntos de referencia. Lo único que se me ocurría era la misma opción entre dos líneas a seguir: o bien la inspección metódica, o bien el avance veloz y ciego en la única dirección posible.

Me costó cierto esfuerzo imaginar una tercera línea: combinar las dos posibilidades, en un avance que incluyera una inspección rápida.

Luego pensé que debía trazar un plan y cumplirlo; hacer una lista de los elementos con que contaba, y apuntar hacia aquellos detalles que más evidentemente debía tener en cuenta; pero todo eso se me antojó de pronto demasiado trabajoso, y descubrí que en realidad no tenía ganas de actuar de forma racional. De inmediato me dije que nunca en mi vida lo había hecho; que siempre me había guiado más por las emociones que por la razón, y no veía ahora la forma de cambiar, ni sentía tampoco, en lo profundo, que ello me fuera imprescindible.

El resultado fue un malhumor creciente que pronto se transformó en depresión; me puse a examinar con severidad inusitada las aristas negativas que siempre había sospechado en mí, pero que nunca había llegado a ver de forma tan cruel; me di cuenta de que la impotencia ante esta situación tan extraordinaria no era muy distinta de la impotencia habitual ante los hechos cotidianos; en este último caso se disimulaba mejor, simplemente, por la complejidad de las situaciones que el mundo nos presenta a diario.

Aquí, todo era mucho más claro, no había para elegir entre demasiadas cosas, y me veía a mí mismo con una desconsoladora carencia de recursos. Imaginaba a cualquier otra persona en mi situación, a cualquiera de mis amigos, y me los representaba actuando con eficacia y rapidez. Me di vuelta contra la pared y me tapé la cabeza con la almohada, pero no logré dormir ni acallar los pensamientos. Por fin me levanté, comí pan con queso y tomé del café de la cacerolita.

Mientras encendía el último cigarrillo del paquete mi vista cayó sobre unos libros que había, junto a otros objetos, sobre una repisa, por encima de la cama. Los otros objetos eran cacharros de adorno, ordinarios. Tomé los libros y me senté en la mecedora a examinarlos.

Las tapas eran grises y llevaban solamente el título, sin ninguna ilustración. El interior presentaba una masa compacta de letras con escasos espacios en blanco, y ninguna hoja en blanco al principio ni al final. Las letras eran en su mayoría iguales a las de nuestro alfabeto, pero había muchas, también, que jamás había visto. A menudo aparecía en una palabra una serie muy larga de nuestras consonantes, y no pude en definitiva hacerme una idea del tema que trataba el libro, ni reconocer una sola palabra. En este sentido, los cuatro libros del estante me resultaron idénticos.

El papel amarillento y la tipografía me indicaron que se trataba de libros antiguos, como los que sabía impresos alrededor del 900. Si bien creía no haberme ilusionado con los libros, los devolví al estante con un sentimiento de decepción.

Tiré la colilla al suelo y di un par de vueltas sin sentido por la pieza. Luego me registré los bolsillos, como para no dejar nada olvidado, y pasé a la pieza siguiente.

Mi recorrido fue lento e improductivo; la jornada finalizó sin pena ni gloria, luego de haber transitado unas cuantas piezas, ocupadas y desocupadas. Sólo me quedó la impresión de que las piezas desocupadas se hacían menos frecuentes, y las familias más numerosas.

En las jornadas que siguieron, durante las cuales se mantuvo mi estado depresivo, fui confirmando esa impresión; al mismo tiempo, noté que las habitaciones y las gentes, salvo excepciones, se iban empobreciendo. Las paredes tenían manchas de humedad y trozos de revoque desprendidos, las ropas de las gentes estaban más gastadas y, de forma paralela, aumentaba la agresividad de hombres y mujeres, en especial de los más jóvenes.

No puedo anotar ningún incidente violento, pero casi sin excepción se me miraba mal y, en muchos casos, el odio era evidente. En las personas mayores subsistía el miedo, aunque las familias numerosas se sentían defendidas por la agresividad de los hijos.

En este período llegué a obsesionarme por una única idea: quedarme una noche sin dormir para sorprender a la gente que traía la comida.

Pero, invariablemente, pasaban muy pocos minutos desde el momento en que se apagaba la luz-y apoyaba la cabeza en la almohada, hasta que me quedaba profundamente dormido. Saqué la conclusión de que por algún medio se me inducía al sueño. Planeé pasar un día sin probar bocado, pensando que podría haber una sustancia somnífera en la Í comida, pero no tuve voluntad para hacerlo.

En cambio, una vez decidí no acostarme en el momento en que se apagara la luz; comencé a caminar por la pieza, pero el sueño me fue dominando de todos modos y en tal grado que a la jornada siguiente desperté instalado en la mecedora.

Decidí que tenía que hacer el plan, y munirme de la fuerza de voluntad necesaria para llevarlo a cabo; pero las jornadas se sucedían insensiblemente, se me escapaban de las manos. En cambio pensaba todo el tiempo en las posibles respuestas a mis preguntas, y hacía trabajar la imaginación de un modo excesivo. Sólo conseguí ampliar el número de preguntas sin respuesta, y de este período datan mis primeras anotaciones breves.

Se me hizo evidente lo cierto de mi idea de que de alguna manera se me suministraba una droga. Tardaba mucho en despertarme y nunca lo conseguía del todo. Incluso a menudo tuve la impresión de que las luces se apagaban antes de lo previsto, y que las jornadas no eran regulares.

Me sentía preso en un sistema arbitrario y cada vez más limitativo. Mis sueños se volvieron más trabajosos. Recuerdo uno de ellos que me pareció repetirse muchas veces a lo largo de este período: se trataba de un juicio, en el que yo era el acusado. Al despertar no recordaba ninguna imagen precisa, pero creía recordar seres, de gran corpulencia, que debatían en forma exhaustiva en torno a «mi caso»; yo, el acusado, no era tenido en cuenta. Estaba presente pero no me hacían preguntas, ni se me señalaba, ni se me daba ninguna oportunidad de defensa; en realidad parecía no existir para ellos, más que como tema de discusión. Sin embargo alguien, aunque no recuerdo palabras, me defendía (sin entusiasmo, tratando de ser objetivo), y alguien (con la misma objetividad) me acusaba. Diría mejor que varios seres trataban, mediante la discusión, de ponerse de acuerdo sobre ese tema que era yo; nadie buscaba tener razón, sino que parecían buscar la verdad, y querer actuar con justicia.

Nada supe sobre el resultado de estos debates, ni que se tomará ninguna decisión; sólo sé que me despertaba más cansado que de costumbre, y con el sentimiento de haber participado en un hecho real.

Lamentaba que la memoria rescatada para la vigilia fuera tan escasa e imprecisa, y notaba cómo estos sueños ejercían una influencia perniciosa, paralizante, sobre mis acciones del día.

También se repitió muchas veces la impresión de haber sido enfocado por una luz, mientras dormía.

Todas estas cosas tendían a debilitarme cada vez más; -sentía la necesidad de hacer algo distinto, y aunque ya tenía varias direcciones hacia las cuales apuntar, no conseguía reunir las fuerzas necesarias.

Ocupaba el tiempo en transitar lentamente mi camino en su único sentido, y al advertir las variantes del escenario -el empobrecimiento, el número de habitantes- pensé que habría, en algún momento, alguna variante exterior que, presionando sobre mí, me obligara a actuar de otra manera.

No tardaron en suceder cosas distintas.

7

Había decidido tomarme vacaciones en una habitación. Quería preparar el espíritu para ese cambio en mi manera de actuar, y al mismo tiempo aprovechar la circunstancia de haber hallado una pieza desocupada y tranquila; ya las piezas desocupadas no abundaban, y muchas veces las encontraba más o menos saqueadas (presumiblemente por jóvenes que se atrevían a incursionar en piezas vecinas, y entonces faltaban elementos imprescindibles, como por ejemplo la estufa), o bien, y esto era muy frecuente, sucedía tener por vecinos a gente ruidosa.

Ya había vivido la experiencia de pasar allí una noche sin estufa respirando ese aire frío y húmedo, o de sentirme perturbado durante el día por el constante alboroto en las piezas de al lado, y se me había creado el temor de no hallar ninguna pieza aceptable durante una jornada entera, y tener que dormir junto a gente desagradable. Por estos motivos, una vez que hallé una pieza en bastante buenas condiciones, con su estufa y demás elementos intactos, entre dos deshabitadas y en silencio, decidí instalarme por un plazo más o menos prolongado.