El almuerzo consistió exclusivamente en arroz y frutas. Ninguno de los dos -yo más que nada por respeto a su trabajo- tocó las tiras de carne fría, que también esa noche habían renovado.
Después ella ocupó la mecedora y yo me recosté en la cama.
Luego de un largo silencio le pregunté, suavemente y con naturalidad:
– ¿Cómo te llamas?
Fue entonces cuando ella dijo su única palabra, que yo adopté como «Mabel». No intenté hacer más preguntas, pues intuía que no habría de obtener respuesta.
Después de otro larguísimo silencio se levantó de la mecedora, se acercó a mí, me rozó la mejilla con dos dedos, y antes de que pudiera hacer algo por detenerla dio media vuelta y desapareció por la puerta de salida.
Salté de la cama y corrí hacia la pieza vecina; estaba vacía. No me animé a pasar de la puerta, porque tenía motivos para permanecer aún en la mía y, de todos modos, sabía que aunque lograra alcanzarla, no tenía sentido perseguirla. Ella parecía saber muy bien lo que hacía, y había nacido en mí un gran respeto por su persona y sus decisiones. Cerré la puerta de salida y volví a la cama, con una mezcla confusa de pensamientos y sentimientos.
Esa muchacha sabía muchas cosas. Poco a poco me fue entrando como una fiebre, un torbellino donde se mezclaban preguntas y respuestas, teorías, todo aquello que no sucedía mientras ella estaba presente; ahora, sentía que algo se me escapaba, que la comprensión de todas las cosas estaba muy cerca y alcanzaba a rozarla apenas, y luego desaparecía. Después, un poco más sereno, pensé que había hecho un entrevero de planos mentales, y que era la muchacha, y no la comprensión, lo que se me escapaba; que ella era algo que no podía poseer ni controlar, alguien que sabía muchas respuestas a mis preguntas y que, sin embargo, no habría de responder; alguien que, al menos, podría servirme de consuelo o de compañía, pero que también a esto habría de negarse. Nuevamente, sentí que la rabia me dominaba. La descargué contra las molduras restantes, pero no sentí interés por ver qué ocultaban. Volví a acostarme, tapándome la cabeza con la, almohada, y me dormí, presumo, antes de que se apagara la luz.
9
Y por primera vez desperté antes de que la luz se encendiera. Tenía la mente mucho más despejada que de costumbre, y me sentía más vitalizado. Esperé la luz con impaciencia, porque ahora tenía un deseo urgente de ver lo que había debajo de las molduras rotas.
Hubo un sonido leve; algo se movió en la habitación. Me preparé para actuar, pensando que por fin habría de capturar a quien traía la comida; pero el ser que había entrado ocupó la mecedora y empezó a hamacarse lentamente. Deduje que era Mabel, y la llamé en voz baja por este nombre.
La mecedora dejó de moverse, y oí que ella se levantaba y caminaba hacia mí. Era, efectivamente, Mabel. Se sentó en la cama y me acarició el pelo con su mano pequeña. Le tomé las manos y las besé. Luego quedamos así, con las manos tomadas, como novios un tanto estúpidos, hasta que la luz se encendió minutos más tarde. Ella sonreía.
Observó sin curiosidad ni vergüenza cómo me vestía, y esta vez fui yo quien la invitó con el desayuno. Preparé café y, como se trataba de una ocasión especial, tosté un poco de pan al fuego, pinchándolo en un tenedor.
Luego me tomó de la mano y mostró la intención de llevarme fuera de esa pieza. Le pedí que me esperara unos instantes, y haciéndola reír de nuevo me subí a una silla y miré en cada uno de los rincones próximos al techo. En todos había un agujero en el lugar tapado por las molduras; pero no pude apreciar más nada. No se veían aspas de extractores ni cosa alguna. Desilusionado, recogí mis cosas -las pipas, el lápiz, el papel, el saco- y me dejé conducir a la otra habitación.
De allí pasamos a otra sin detenernos, y así hicimos un recorrido más bien largo. No hallamos ninguna pieza ocupada, y cada una iba mostrando un avance bastante evidente en los deterioros. Así llegamos a una pieza que daba una idea muy deprimente de suciedad, abandono y desgaste.
Mabel, sin vacilar, se soltó de mi mano y se dirigió a la gran cama ubicada, como todas, contra la pared izquierda. Tiró de ella y consiguió moverla lo suficiente para dejar al descubierto un gran agujero que abarcaba parte de la pared y del piso.
Luego, con su particular manera de hacer las cosas, esperó. Esperó largamente, mirando la negra abertura como si de allí fuera a salir algo interesante. En realidad sabía que debíamos meternos por allí. La idea no me entusiasmó. Sentí miedo.
Seguimos un buen rato, siempre tomados de la mano, los dos mirando en la misma dirección. Pienso que de haber estado solo habría sentido una clase distinta de miedo; enfrentarme a lo desconocido, emprender una aventura distinta, no sé; y que, con miedo y todo, no habría vacilado en meterme por allí. Era, sin lugar a dudas, la posibilidad que había estado buscando durante jornadas interminables.
Pero ahora, aunque en ese momento no lo analizara, mi urgencia por encontrar una salida era mucho menor. Me sentía bien al lado de Mabel. Por otra parte, temía que ella no me siguiera, o que sucediera cualquier cosa que llevara a una separación.
Por fin, con elegantes movimientos felinos, se puso de rodillas, apoyó las manos en el suelo y comenzó a gatear, introduciéndose en el túnel; antes de que sus pies desaparecieran de la vista yo ya estaba siguiéndola.
Fue un recorrido largo, difícil. El túnel formaba una suave curva; al principio descendía lentamente, luego se hacía más o menos horizontal y por último ascendía, también con suavidad.
A pocos metros del agujero de la entrada nos envolvió la oscuridad total. El aire estaba enrarecido, y había zonas muy húmedas. El espacio en el cual uno podía moverse no era regular; a veces el túnel se hacía aún más estrecho, y me veía obligado a arrastrarme. En ocasiones ofrecía una mayor amplitud, pero no tanta como para incorporarme y caminar. La posición más cómoda que podía lograrse era la de cuatro patas.
No sé si el recorrido fue tan largo como me pareció; de no haber sentido el constante reptar de mi compañera delante de mí, habría caído en la desesperación. Mi ropa estaba sufriendo su desgaste final; la aspereza del suelo, probablemente cemento, me iba raspando los pantalones, sin remedio; y algo, probablemente tierra húmeda, se me iba pegando a las ropas.
La desembocadura se vio desde lejos, como un gran círculo luminoso contra el cual se recortó la silueta en movimiento de la muchacha. Mi corazón comenzó a golpear con fuerza, porque esa luz no podía provenir de ninguna otra fuente que el sol. Al mismo tiempo un aire nuevo, distinto del que había respirado en todo aquel lugar, y distinto, muy especialmente, del aire enrarecido del túnel, me llegó a los pulmones como un mensaje de libertad.
Tuve ganas de acelerar el avance, de precipitarme hacia la salida a toda velocidad; pero mi compañera mantenía incambiado el ritmo de su reptar. Por fin alcanzamos el tramo final y salimos al exterior.
La luz me cegó; pero a través de las lágrimas pude ver el mar, y la arena, y me invadió una alegría desbordante. Mi compañera se había incorporado y se sacudía la ropa con la mano, en inútil intento de limpieza. Yo también me incorporé, y la rodeé con los brazos, la tomé de la cintura y le hice dar vueltas; ella respondió con el tintineo de su risa. Las lágrimas me hacían arder los ojos y ya no podía abrirlos sin sentir un dolor intolerable; a tientas me acerqué al borde del agua, sin preocuparme de las olas que llegaban a mojarme los zapatos, me agaché y recogí agua con el hueco de las manos y me lavé los ojos y la cara; era agua salada, pero de todos modos me alivió.
Volví, con los ojos abiertos, junto a Mabel. Sufrí una decepción muy grande: por primera vez podía apreciar el lugar donde estábamos, y me di cuenta de que aquello no era la libertad.
Nos encontrábamos en lo que parecía ser la parte interior de -una represa. El agujero por el que habíamos salido, junto a otros similares, estaba situado en una enorme muralla de piedra y cemento, más alta que cualquier otra que hubiera visto antes. Adoptaba una forma semioval, y rodeaba la minúscula playita en la que nos hallábamos; sus extremos se metían mar adentro y se perdían de vista a lo lejos, bajo la superficie del agua.
No podía sospecharse qué había del otro lado de la muralla; descarté rápidamente la posibilidad de bordearla, nadando, para averiguar qué sucedía fuera de la concavidad, en primer lugar porque no sé nadar muy bien, y porque la parte visible llegaba muy lejos mar adentro y no podía saberse dónde terminaba; y por otra parte, a poca distancia ya el oleaje era impresionante.
Dejé momentáneamente de lado a Mabel y recorrí la playita con desesperación; había algunas rocas, pegadas a la muralla, y la arena era gruesa y no muy limpia. Había dos agujeros más, a los costados de aquél por el cual habíamos emergido; sin duda corresponderían a túneles similares. Me pregunté adónde conducirían.
Mabel se había parado en el borde del mar y miraba el horizonte, como esperando ver aparecer un barco; el sol aún estaba bastante alto, frente a nosotros, y calculé que faltarían cuatro o cinco horas para su puesta. Me di vuelta nuevamente y observé la muralla; concluí que era imposible de escalar. Estaba formada por enormes bloques de piedra, algunos grises, otros rojizos, unidos entre sí por cemento o algo similar. Aunque había pequeños salientes y huecos, ni el mejor alpinista se habría atrevido a ascender a tal altura; o quizá sí, pero yo no. Sin embargo, la comprobación de que seguía estando prisionero no me quitó finalmente la alegría: había conseguido sol, aire y mar, y después de aquel encierro casi era más de lo que podía pedir.