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En esta ocasión, quizá por estar transitando un lugar conocido, el recorrido no me pareció tan largo ni tan penoso, a pesar de mis condiciones físicas, del aire irrespirable y de una nueva sensación de claustrofobia, derivada de la falta de compañía, lo cierto es que llegué a la playita en lo que me pareció un plazo razonable.

Hay imágenes que permanecen en la memoria, que no deberían ser ensuciadas con nuevas versiones. La playita se había registrado en mi mente como un lugar paradisíaco. Con el correr de los días que había pasado en la pieza, esta memoria se había agigantado y ya la playa había pasado a ser un símbolo, no sé si del amor o de la libertad o de la felicidad. De alguna manera había logrado borrar todo el sufrimiento anterior, y sentía que, si alguna vez retornaba a mis lugares cotidianos y narraba a alguien esta historia, ella se habría reducido casi a la escena de la playa, y todos los demás detalles se habrían hecho triviales, como la narración de las vacaciones de un oficinista.

Ahora me enfrentaba a una playa pobre y triste. El sol era pálido, tapado por nubes grises, el mar me parecía sucio y monótono, y el aire me mortificaba en la misma medida que el de la pieza. Una gaviota pasó volando y me gritó algo antes de desaparecer por encima de la muralla, hacia lugares que yo no podía transitar.

Sufrí un acceso de tos. Me subí las solapas del saco y con las manos metidas en los bolsillos contemplé el mar, y el gris de la muralla que se metía en el mar, como el paisaje más triste que hubieran visto mis ojos. Volví a toser.

De pronto me sentí muy viejo y enfermo. Tuve conciencia de un conjunto de cosas que quizá haya ido advirtiendo poco a poco sin tenerlas en cuenta; conciencia de la barba despareja que poblaba mi rostro, del desgaste imposible de mis ropas, de todos los dolores que sentía en cuerpo y espíritu. Conciencia del dinero inútil que aún conservaba en la billetera, que no había podido evitar que me fuera sumiendo lenta e insensiblemente en una miseria que nunca había imaginado. Conciencia del peso de mis hombros, que me curvaban la espalda, y de mi miedo atroz a esta nueva soledad, que en realidad era la misma de siempre. Algunas situaciones insólitas, algunas mujeres, como últimamente Mabel, lograban a veces disimularla, hacer que me olvidara de ella. Pero ahora que estaba presente con toda su potencia, sentía que esa soledad era quizá la única cosa que poseía en este mundo, la compañera fiel que se me había destinado, a la que nunca podría abandonar.

Me dejé caer en la arena y estuve llorando hasta que el frío llegó a hacerse sentir como un dolor en los huesos. Me levanté, me soné la nariz con el pañuelo, y decidí continuar con mi plan de acción, a pesar de la mente y del cuerpo.

Pero me dio mucho trabajo recorrer los pocos pasos que me separaban de la boca del segundo túnel, y me apoyé contra ella en lo que parecía ser el límite de mis fuerzas. Me sentía muy afiebrado. El dolor se había localizado en un punto sobre el pulmón izquierdo, y se extendía levemente por toda la espalda y la cintura. Las piernas estaban flojas, y los ojos me ardían no sólo por las lágrimas.

Me di cuenta de que no podía intentar una aventura hacia lo desconocido. Utilicé todas mis escasas fuerzas para hacer el recorrido de regreso a la pieza.

Esta vez sí se hizo interminable; creo que incluso llegué a dormitar en algunos lugares del túnel, y no tengo idea del tiempo que demoré en llegar, arrastrándome, hasta la cama.

Allí me dejé caer, sin poder ni siquiera sacudir de mis ropas la tierra recogida en el camino.

11

De las jornadas siguientes conservo una débil memoria de la luz, que se encendió y apagó varias veces, no podría decir cuántas, y de mí mismo levantándome trabajosamente de la cama sólo para abrir la boca bajo la canilla, o utilizar los artefactos sanitarios. Recuerdo también haber hablado mucho, en voz alta, aunque no tengo idea de lo que pude haber dicho.

Cuando me bajó la fiebre y recuperé algo de la lucidez, me levanté para alejarme de allí lo antes posible. Todo mi cuerpo estaba insensibilizado, los movimientos eran mecánicos y apenas si podía pensar. Sé que descarté totalmente la idea de utilizar el túnel, aunque tuve la precaución de dejar abierta la puerta de salida, y poner una silla contra ella para evitar que se cerrara sola. Al meter la mano en el bolsillo del saco, cuando me lo puse, encontré el paquete de arroz que había preparado en días anteriores. Era toda una masa sólida de gusto rancio, pero lo comí con avidez.

Al recorrer las piezas siguientes, dejando siempre abiertas las puertas -aunque luego no cuidaba de poner una silla, un poco porque me sentía demasiado débil para hacer movimientos extra, y otro poco porque algo en mi interior me decía que no valía la pena-, noté que el deterioro del edificio se acentuaba en grados alarmantes; la suciedad se iba acumulando, e incluso en algunas piezas se hacía difícil transitar entre los escombros y las materias en descomposición que cubrían el piso.

En una de ellas me detuve ante un descubrimiento que, entonces, no pude analizar como lo hubiese hecho en algunas jornadas anteriores; me limité a conmoverme muy íntimamente y proseguí mi camino con la mente en blanco y sintiendo el corazón mucho más viejo y débil. Supe que alguien antes que yo había transitado por mi camino. Sobre una puerta, la de salida, alguien había escrito una frase en español; decía: «no hay salida. esto es el infierno.» Había sido grabada con un cuchillo, rayando la pintura y hendiendo un poco la madera; el cuchillo estaba clavado, con rabia, muy hundido en la puerta, debajo de la frase, como única firma.

Luego hallé una pieza con una pared semiderruida; sin embargo, por detrás de esa pared había otra, descascarada, con el ladrillo a la vista, pero entera, sólida. Me entró el terror de pensar que podría haber una cantidad infinita de paredes superpuestas, como las capas de una cebolla. En adelante los derrumbes se hacían muy frecuentes, y llegaban a faltar trozos enormes de paredes, e incluso del techo: pero el techo derrumbado no dejaba ver el cielo, sino otro techo, y detrás de una pared había siempre otra pared superpuesta.

Ahora, las canillas que funcionaban eran muy escasas, y a menudo debía recorrer grandes distancias antes de poder tomar agua. Mi sed era enorme, e incluso el gusto del agua había variado, se había hecho más salobre, o más bien metálico, y no encontraba manera de saciar mi sed.

Era inútil, también, buscar algo de comer. Sólo encontraba restos de muebles. Pero afortunadamente mi hambre podía esperar; la fiebre me la había quitado casi por completo. De todos modos, aquello se aproximaba a un final; presentí que no era un final agradable, y que muy probablemente se tratara del mío propio.

Ya era imposible regular las jornadas por la luz eléctrica; en muchas piezas las lamparitas estaban quemadas, o simplemente faltaban, y en las otras la luz se hacía cada vez más débil, como si la tensión fuera en constante caída, y al parecer nunca se apagaban; o, quizá, yo tenía muy alterado mi sentido del tiempo, o se encendían y se apagaban a un ritmo distinto.

Para dormir me arrojaba sobre el montón de escombros que me parecía menos incómodo, y no se me ocurría pensar que la luz fuera una molestia.

El paso siguiente, no sé si después de jornadas o de pocas horas, fue comprobar que de algunos caños rotos manaba agua, y que ésta inundaba el piso de algunas piezas. Se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era regresar por donde había venido, volver al túnel y a la playa y de allí explorar los otros túneles. Me reí; no podría haberlo hecho. Por otra parte me aferraba a mi teoría de que aquello tenía que terminarse, de alguna manera, pronto; al mismo tiempo sentía curiosidad por saber de mi predecesor, esperaba alguna otra de sus huellas.

Pensé que si resistía lo suficiente, en algún momento, después del peor grado de lo peor, las cosas tenían que mejorar; y de cualquier manera, ya sin voluntad ni fuerzas, me hubiese resultado muy difícil hacer algo distinto que avanzar, hacia donde pudiera.

A pesar de que mi cabeza trabajaba de continuo, siempre impulsada por la fiebre, muy pocos razonamientos llegaban a la superficie. Por lo general me movía de una manera insensible, mecánica, con un ruido en la mente como el de las olas del mar, y percibía confusamente una maraña de pensamientos entremezclados que pugnaban por hacerse oír, pero no tenía ganas de desenredarlos.

De vez en cuando volvía a mi memoria la imagen de Mabel; a veces se mezclaba con la de Ana, y notaba que ya las había agrupado a ambas en un distante pasado, un pasado que me resultaba ajeno, como una película vista, y ya no me dolía no estar cerca de ellas. Me sentía como habiendo dado los primeros pasos en la muerte; seguía vivo, pero muchas cosas habían muerto dentro de mí, y sentía que todo lo que quedaba de mí era ese cuerpo moviéndose insensiblemente, y una vaga memoria, y una mente que se destruía a gran velocidad.

Me acostumbré a hacer un poco de alpinismo sobre los escombros, sobre todo en aquellos lugares en que confluían los charcos de agua de distintos caños y la inundación alcanzaba un nivel molesto; aún no era un problema grave, y en la mayor parte del recorrido sólo alcanzaba a mojarme los zapatos.

Sobre uno de estos montones de escombros, al dar un rodeo en busca de un camino más seco, encontré a mi predecesor, agonizante.